ESCUCHA EL SILENCIO
“Escucha el silencio”, me decía Mamá con ojos llorosos y una endeble sonrisa dibujada en sus marchitos labios. Lo decía rutinariamente, cada día, al acostarme en la cama. Lo hacía con la absoluta certeza de que, al despertarse, sus oídos aún repetirían los gritos de la noche anterior y los recientes moratones palpitarían en su delicada piel, como cada día.
Papá era un verdadero monstruo, alguien con una sombra agarrada en su interior, una sombra que cada día crecía más y más.
Tenía la mirada perdida y el ceño fruncido, una barba desaliñada y un carácter violento, era frío, y también callado; menos cuando por las noches, su sombra se desataba contra Mamá. Yo jamás llegué a escuchar nada de lo que decía, porque como algo automático, al primer grito, yo empezaba a escuchar el silencio.
Escuchar el silencio, un arte para escapar de la realidad, mirar un punto fijo, sin siquiera verlo, durante horas, y escuchar solo tu leve respiración; sentirse solo en el mundo, o fuera de él, pensando en algo, o en nada. Convertirte en una gota que repica sin rumbo en un lavabo de marfil.
Es como un hechizo, que te adentra al vacío y te separa de todo, pierdes la noción del tiempo, inexistente allí, hasta despertar sin saber en qué momento has dormido.
Sin embargo, en mi vida ha habido un silencio más importante que el resto; fue aquella tarde de otoño, un día como hoy, pero hace 7 años.
Recuerdo, que en las últimas semanas Mamá estaba muy cambiada, como si le hubieran quitado algo de dentro, irónicamente, ella siempre había parecido vacía, pero en aquellos lejanos días parecía como si hubieran vaciado él vacío que sentía y ahora estuviera perdida en algo irreal, su propia cabeza.
Hacía cosas sin sentido y parecía haberse olvidado de que seguía viva, no me miraba, ni me hablaba, ni hacía nada más allá de las tareas domésticas mientras miraba al frente con la boca entreabierta. Tampoco me acostaba por las noches, ni se relacionaba con Papá, quién no se percató ni lo más mínimo de su extraño comportamiento.
Así que cuando la encontré tirada bajo un charco de oscura y espesa sangre en el apagado suelo del baño, con los ojos blancos, bañados en lágrimas negras y con varios cortes en las muñecas, por los cuáles había perdido el poco color que aún le quedaba, no me sorprendí, ni sentí tristeza, diría que no sentí nada, pero más bien sentí una mezcla de liberación y una culpable insignificancia.
Pude estar ahí horas, con los pies en tierra y la cabeza en silencio, observando cautelosamente el cuerpo de Mamá, hasta que una mano tocó mi hombro, era Papá.
Hubo una sencilla investigación del suceso, y lo acabaron determinando como suicidio. Yo tardé en entender que era eso ¿por qué lloraba de color negro? ¿sería su interior así?, pero buena, esas dudas se las traga en tiempo y la oscuridad.
La reacción de Papá fue simple, sin manifestar importancia por lo que había pasado, completó el papeleo necesario y continuó con su vida de padre ausente y siniestro.
Hoy, no sé qué es de él, pues ya llevo mucho tiempo sin verle, pero de Mamá puedo decir algo, hoy ya llevaba 7 años sin verme y ha venido a visitarme, o eso creo, lleva en la esquina de mi cuarto varias horas, con el aspecto de sus últimos momentos, ahora se mueve, viene hacía mí, no tengo miedo, su mano roza mi cara, está fría, extiende su otra mano, es una cuchilla, está algo oxidada, de mis brazos brota sangre, me voy con Mamá.