El decreto del estado de alarma ha traído consigo limitaciones de derechos fundamentales, hemos perdido libertades para defendernos de un peligro común, la propagación de una pandemia.
Todo parece en orden y justificado, perdemos derechos en la búsqueda de un bien común. Es un sacrificio que merece la pena, pero que resultará inútil sin la eficacia de nuestros administradores, que deberían facilitar medios acordes al esfuerzo social solicitado por escrito.
De alguna manera se ha utilizado el miedo como forma de control social y, sin entrar en cuestiones éticas, ha sido eficaz.
Si tuviéramos que analizar la respuesta a esa pandemia, a modo didáctico la podríamos dividir en cuatro bloques:
Primero la sociedad, es la que mas ha soportado, ha sido confinada, se le han anulado derechos básicos y ha soportado estoicamente todas las limitaciones. Estamos viviendo la historia. Una historia que será escrita en libros de texto como una etapa de limitaciones de derechos fundamentales.
Curiosamente esto ocurre en un país, donde se da la paradoja del frecuente empleo de la palabra fascista a modo de insulto por personas jóvenes, cuando solo los ancianos, que ahora mueren confinados, lo han conocido.
El segundo serían los funcionarios al servicio de esa sociedad y llegando a ser aplaudidos por la misma, poco más que añadir. Sanitarios, policías, bomberos, ejército, barrenderos … han cumplido su función de ayuda y servicio. Si las cosas se hacen bien, no conviene recrearse en el halago.
Curiosamente esto ocurre en un país, donde se da la paradoja del frecuente empleo de la palabra vago a modo de insulto hacia esos funcionarios, hoy los funcionarios tienen el índice estadístico de mayor contagio. Es su obligación y deber.
Los políticos en tercer lugar no han garantizado los medios sanitarios tan básicos como mascarillas, respiradores o los ansiados test masivos. Han ordenado por escrito unas limitaciones jamás conocidas, sin compensar con una gestión eficaz de medios, ese era su único cometido.
Es gravísimo que la población recluida no sepa su estado de salud. Miles y miles de muertos que han pasado a ser números o estadística. La casta política no ha estado a la altura, ni compensado con eficacia ese sacrificio social. Su preocupación es meramente ideológica, se han olvidado de gestionar hábilmente los recursos.
Curiosamente esto ocurre en un país, donde se da la paradoja del frecuente empleo de la palabra corrupto a modo de insulto hacia esos políticos, cuando su ineficacia y fanatismo ideológico supera esa corrupción.
Por último el sector de la comunicación o los periodistas, deben ser los garantes, los ojos de la una sociedad encerrada. Su códígo les exige diligencia en su trabajo, contar la verdad, sin ideologías. Reconocemos una tarea muy difícil, aunque la recompensa que obtendrían estaría acorde con la empresa; la credibilidad.
Su misión es contar a esa sociedad sacrificada y recluida lo que está pasando fuera. No hay peor dictadura que la informativa.
Perdidos en sus devaneos ideológicos, llegando a ser engordados con dinero público, aún no han puesto nombre a ninguna de las víctimas, ni dejado hablar de las carencias en medios a sus familiares, que no pueden ni llorar en los entierros.
Oficialmente existen más de 20.000 muertos, otras fuentes hablan de 30.000 y llegaremos hasta 40.000, todos han desaparecido. Una cuidad media española ha dejado de existir y el titular que abre los telediarios es que una curva (que representa muertos) sube o baja.
Curiosamente esto ocurre en un país, donde se da la paradoja del frecuente empleo de la palabra objetividad como fin del periodismo. Han dejado pasar una oportunidad única de demostrarlo, quizás nunca la tuvieron.
Pedimos disculpas por las generalizaciones, todo es didáctico.
Editorial.