Lo que escribo a continuación lo digo desde el respeto, desde el cariño y desde la humildad absoluta, como mi amigo Leo Harlem, leonés berciano, cuya foto con el niño aporto como prueba. No voy a decir que la Justicia es un cachondeo, es peor. Tengo por amigos a varias decenas de Jueces y Fiscales. Todos honestos, trabajadores y equilibrados a la hora de poner sobre el papel lo que le toca a cada uno. Quede claro. Pero de vez en cuando se cuela cada personaje que hace verídico el dicho de los gitanos – con perdón porque ya escribe uno encogido y por decir gitano te pueden empapelar por odio, aunque lleves toda la vida cantando con ellos las sevillanas del pañuelo y porque la rubia del Jaguar te dice, no que te va a dejar, sino que ya te ha dejado. El dicho de los gitanos: pleitos tengas y los ganes. Si los pierdes ya no te cuento.
Se quedó corto el alcalde de Jerez, Pacheco, como mi tatarabuelo el de El Pedernoso, Pacheco de Avilés, que mandó a la cárcel a Cervantes por meterle mano a su hermana Magdalena y no hacer frente al compromiso de la época: boda por la Iglesia y para siempre. Se quedó corto Pacheco con lo de “la Justicia es un cachondeo”. Es un descojone, trágico a veces.
Cuando yo era joven y estudiaba Derecho – más que una ciencia, una indecencia- era subdirector de gestión de Fontcalent. En mi oficina se llevaban los expedientes de los presos de la cárcel: las causas preventivas, las penadas, los testimonios de sentencia, las liquidaciones de condena, las redenciones, los grados, las condicionales, las libertades y más cosas. Era un trabajo un poco acojonador, porque cualquier error, tenía un tipo penal asignado: libertad indebida, detención ilegal, rigor innecesario, prevaricación… y su puta madre. El acojono – antes había dimitido como administrador por no tener ni puta idea de contabilidad- me hizo abrir, para mi propio blindaje- una “carpeta de gazapos”. Autodefensa, pura paranoia. Ya saben todo paranoico y sinvergüenza que roba tiene varios dosieres para defenderse y avisar con que tirará de la manta.
Hago un inciso. Hoy la rubia del Jaguar, al dejarme, me ha dicho: tienes culo de carpeta, no me gustas. Y yo he contestado: no lo voy a tener de maricón relleno de silicona, no te jode. Muy mal por esa contestación y pido perdón a mi amigo Miguelito, al que quiero mucho aunque no me acueste con él. Lo siento, Miguelito, no me gustan los tíos. Ni cachas ni feos, ni mazas ni escuchumirríos. Me gusta la rubia del Jaguar, aunque a estas alturas, liberado de la esclavitud del sexo y a salvo de la vergüenza de los gatillazos, vivo como un anacoreta y me he dado a la novela histórica y a destrozarme las rodillas con la moto en las curvas de la Carrasqueta o de la Sierra de Tramontana. No adoro el alcohol – salvo la Alhambra verde- aunque algún hideputa – cito a Cervantes, el del Quijote de El Pedernoso- le haya dado por decir que soy alcohólico por ser piel roja debido a mi amontonamiento de glóbulos rojos, porque si fueran azules ya me habría cortado las venas como en los motines talegueros, tras la amnistía buena del 77 y este gilipollas me habría puesto en un altar.
Pues eso que abrí una “carpeta de gazapos” y fui metiendo – con perdón- en ella todos los patinazos que me llegaban de jueces y tribunales. Un día, un subdirector de tratamiento al que se le iba la bola porque estaba todo el día intentando políticas de pasillo para medrar, puso en libertad a un tío que debía seguir preso. Todos sudando la gota gorda, con los huevos de corbata, imaginando por dónde iba a saltar la Justicia. Fui a ver al Presidente de la Audiencia y a contarle la libertad indebida antes de que se enterara por los medios porque ya existían los sindicatos-filtradores oficiales.
El Presidente, hombre sabio, justo, elegante, buena persona y que me daba clase de Penal Parte Especial, dijo tranquilamente: No os preocupéis. Todos nos equivocamos. Le damos la libertad y lo volvemos a poner en busca y captura. ¡Un señor! Volví al despacho y quemé la carpeta de gazapos, que los contenía sabrosos a tope. Un libro de texto habría sido para algunos jueces, y políticos, y curas, y obispos y sacristanes, y pelotas y chivatos que se creen infalibles.
A mí, la Justicia, me ha tratado a patadas. Estoy escribiendo mi última novela. No sé si me dará tiempo a escribirla -las analíticas son una mierda- o la tendré que terminar en lo que durante tanto tiempo he dirigido: en la cárcel o en el hospital. A estas alturas liberado ya de la tiranía del sexo y amante, más de la soledad y menos de la farándula, me la suda.
En esa novela voy a dar pelos y señales y no hago propaganda porque paso de vender un solo libro para que se lo lleve hacienda y reparta fondos conforme le salga del alma para seguir en los sillones.
Trabajé de niño en una fábrica de plástico de un ricachón apellidado Guerrero. Sin asegurar, sin constar para nada y sin derechos de ningún tipo. Entrabas y te echaban cuando querían. Cuatro años. Después, año y medio de mili con sordera adquirida por los cañonazos y cuarenta en la cárcel jugándome el pescuezo más de una docena de veces. Dieciséis años dedicado al terrorismo etarra en primerísima línea. Lean las memorias de Belloch, “Una vida a larga distancia. Memorias de un juez independiente”, en las que afirma literalmente: muchas cosas que se hicieron en el Ministerio del Interior, no se habrían hecho sin Manuel Avilés” – un buen hombre. Me encanta su reconocimiento-.
Hasta me propusieron jubilarme cuando acabé mi trabajo en el asunto terrorista porque eso generaba mucho estrés y mucho trastorno ansioso – hubo gente que uso el terrorismo en beneficio propio, solo el hecho de salir en una lista etarra, cuando yo guardaba un archivador de eso- y me negué. Chulo y gilipollas, imbécil de cojones, dije: Yo estoy bien, que se jubilen ellos, que están como putas cabras.
La vida es efímera. Te vas y las medallas pensionadas quedan para los practicantes de la adulación, los pelotas profesionales, los Koldos de salón y de intriga, los que chupan cualquier cosa que sobresalga, los ordenanzas de los mandamases y los culiplanos que no se han levantado del sillón en años. Ya iré dando nombres en esas memorias con que sueña Eslava Galán.
Se muere Antonio Asunción, mi amigo y yo, tres años menor que él, me doy cuenta de que esto se acaba. Miro la ley – eso que hacen los que ostentan el poder para seguir ostentándolo-. Dice que los funcionarios se pueden jubilar con sesenta años cumplidos y treinta y cinco de servicio. Me sobran dos de vida y cinco de cárcel. Decido irme que ya está bien. Funcionarios – la mayoría maravillosos, pero una recua impresentable-, sindicatos, presos, motines, secuestros, asesinatos, suicidios, Fies, terroristas, mafias – de presos y alguna de funcionarios-, escoltas, destierros en Sudamérica por los etarras, la abuelas de la urba que preguntan sobre los Nissan Patrol de la Guardia Civil, mis hijos que preguntan por qué me siguen siempre dos señores y no puedo verlos con frecuencia…una mierda total. Pago todo lo que requieren los niños y bendigo a la mujer – de la que jamás debí divorciarme que los cría con dedicación ejemplar- y pido la jubilación con arreglo a la ley. Me la dan inmediatamente. Cumplo con todo lo exigido.
Sale otra ley – un guiño de los que ostentan el poder a las feministas -lobby poderosísimo- solo válida para mujeres-: la que tenga dos o más hijos tiene derecho a un porcentaje de incremento en su pensión. Recurren. No parece muy acorde con la Constitución y le dan ese incremento también a los hombres. Pido y me lo deniegan. ¿No he hecho bastante la pelota? ¿No he trabajado cuarenta años sin bajas y sin escaqueos? ¿No me han mordido, apuñalado, amenazado e intentado matar? ¿Tiene más derecho el que no se ha movido del sillón y se ha ido con setenta tacos aunque no haya dado golpe y haya estado la mitad del tiempo de baja, en el bar o fumando en la puerta de la covachuela? Por pedir tanto, ya puede usted ponerse a dieta o comer mortadela y chopped, porque le metemos las costas. Como imprudente, demandante temerario, denunciante sin fundamento, como gilipollas y como anciano imbécil.
Estoy encantado con el poder legislativo, ejecutivo y judicial. Por la gloria de mi madre que no es un dicho gracioso a pesar de Chiquito de la Calzada, sino un juramento andaluz muy serio. Me lo cobraré. Empiezo, pese a las analíticas nefastas, un periodo de amojamamiento. Me casaré con una colombiana de veinte años, ahora que la rubia del Jaguar me ha dejado y van a estar pagando pensión sesenta años más después de mi paso por el crematorio.
Ayer asistí a una charla de mi amigo Pedro Horrach, fiscal. “”El derecho penal es el derecho de los pobres”. Venga, estoy en edad y situación de que se me aplique.