Columna de Manuel Avilés*
La gente se cree que uno cuando escribe, lo hace siempre sobre su vida. Todo el mundo quiere contar su vida. No es mi caso. Puedo escribir sobre una novia, un novio, un amante, una querida y no tiene por qué ser verdad. Mil veces he dicho que el escritor tiene licencia para mentir. He publicado realidades demostrables en el juzgado o ante notario en tres libros: De prisiones, putas y pistolas – el desmantelamiento de ETA en la cárcel que socialistas, bildus y peneuveros se niegan a ponerla en cartel, para general conocimiento, porque los pactos los atan. Kubati manda en Bildu – con algunos otros de la vieja guardia más algún trepa que intenta colocarse en la pomada-. Todos odian a Isidro Etxabe y a Jon Urrutia, a los que ETA expulsó y consideró traidores, por decir en voz alta que no había que matar niños. Las palabras de Extabe y Urrutia fueron el toque a rebato para que se pronunciara el grito famoso que acabó disolviendo a la banda: ¡Maricón el último! Y salieron echando hostias, desde el temible Urrusolo Sistiaga a la malvada y buenísima – la única jamona y en las memorias que me pide Eslava Galán contaré algunas cosas escabrosas para alimentar el morbillo- Idoia López Riaño, “la Tigresa”. Ya es hablaré del Medius, de Aldazuri, de Robocop, de Bidaburu o de Gorrindo. De la putada que les gasté en Herrera de la Mancha – ahí ya se reafirmaron: hay que matar a este tío-, del propio Kubati y de su colega Fermín, al que también expulsaron de la banda terrorista llamándole “El chico de Avilés”, sin que el pobre, nunca fuese mi chico ni pollas en vinagre, que dicen en Granada.
El gato tuerto es también un libro real de la primera a la última letra, una violación que no fue. El negro – no se puede decir negro que los espíritus purísimos e imbéciles se levantan y se van de los foros cuando suena esa palabra. Hay que decir de color. Yo no digo de color porque también lo soy: piel roja y me niego a practicar la autocensura que promueven los grupos de poder y del pensamiento único. El gato tuerto es un novela en la que todo es verídico incluida la crítica a sentencias que se suben en la ola feminazi y que dan por ciertas situaciones imposibles, demostrando que se puede hacer lo que no cabe en ningún sitio. Léanlo y llévenme la contraria porque he tomado medidas del coche y sus protagonistas y es imposible que hicieran, en ese sitio, lo que la sentencia da por probado. Misterios del poder judicial al que respeto enormemente, pero tan humano como yo mismo y, por eso, “equivocable” – noten el neologismo en lugar de falible-.
357 Magnum. Por ti me juego la salvación. Es ficción en gran medida, pero es real en sus planteamientos, en la pasión, en el amor y el desamor, en el abandono, en la necesidad del ser humano de querer y ser querido, en la mentira de las relaciones íntimas y del “te querré siempre, eres el amor de mi vida”, y en la miseria de mi pueblo cuando yo crecí, acostumbrado a la represión y a no tener nada. Eso me vino bien porque, acostumbrado a la indigencia, a los libros de quinta mano y a escribir con bolígrafos que los ricos desechaban – los curas predicaban la caridad, pero cobraban los lápices, las libretas y todo el material y los pobres íbamos jodidos para sobrevivir, como ha pasado siempre -. Ahora, que tengo la cárcel como único horizonte, me suda los cojones ir a ella porque estoy acostumbrado y entrenado para el egoísmo, para convivir con el enemigo – y con la enemiga, feministas, lenguaje inclusivo y gilipollesco- y para la nada. Hay líneas que son verdad en el artículo último del Magnum: la mujer excelsa, los ojos inteligentes imposibles de pasar desapercibidos, lo sugerente de su figura y el quererme ir con ella aunque fuese solo a barrer. Como chico de la limpieza pero a su lado, que cada noche sueño con lo mismo: ella… yo… y el resto del mundo ignorado, inexistente porque solo su boca tiene importancia suprema.
Volvamos a la escritura. Dice mi editor, Gregori Kerrigan de Al revés, que “para escribir bien, lo primero es leer mucho. Hay personas que no leen e intentan escribir. Lógicamente escriben mal y encima se creen que lo suyo es magnífico porque no tienen ni idea”. Lo ha clavado Kerrigan.
Intento seguir al pie de la letra la doctrina de Borges: no aburrir y para no aburrir paso de historias planas, de dar la brasa – aunque últimamente Sánchez me ponga de los nervios con sus leyes “ad hoc”, para amiguetes y apoyadores-. Paso de historias pelmazas y de considerar gilipollas al lector explicándole mil veces lo mismo con la muletilla famosa: no sé si me entiende. ¡Oiga! Me entran ganas de decirle: claro que lo entiendo. Bastante mejor de lo que usted se explica. ¡Pelmazo! No hablo, para no perder el tiempo, de los escritores de novela “truculentamente negra”, negrísima como el sobaco de un grillo, que glosan crímenes sin cuento y no han visto jamás un ahorcado, ni un terrorista, ni un pederasta y lo más peligroso que han contemplado de cerca es a una clarisa cabreada aunque no sea en Belorado. Paso también hasta los mismísimos, de escritores que se autocensuran, que escriben con el freno de mano echado porque temen incomodar al poder o al pensamiento dominante que es lo mismo.
Hace años escribí una saga de varios artículos que se titulaba “ Mis noches en el asilo”.Una alumna me escribió la pobre preguntándome si era verdad que estaba viviendo en él. Algunos escribían quejándose amargamente y diciendo que no se puede llamar a la madre superiora Sor Gestapo y decir de ella que es mejor saltarla que darle la vuelta. ¡Oiga, no ofenda! ¡Eso que dice usted es gordofobia! Mire, contesto sin alterarme: no sé si es gordofobia o qué cojones. No me gustan las gordas, no me gustan las delgadas, no me gustan las blancas, ni las chinas ni las negras. Me gusta la que me gusta y ella lo sabe. Y él día que dé el paso que yo espero, me volveré loco y me tendrán que poner una camisa de fuerza, pero merecerá la pena solo por sentir lo que tan pocos han sentido, que las parejas están plagadas de compromisos económicos, sociales, papeles leguleyos, contratos, propiedades gananciales… y falta la pasión y el comerse viva a la prójima que es lo esencial porque la vida es muy corta.
He leído mil manuscritos en concursos literarios y me tengo prohibido participar en ninguno. Mucha gente – podría dar tres mil nombres y apellidos sin equivocarme ni media- escribe, como dice Kerrigan, sin tener ni idea porque no ha leído. Hay una persona, de cuyo nombre no quiero acordarme – aviso, estén atentos al Quijote negro e histórico, que se va a hacer público ya-, que quería ser escritora y no digo ni su género. Le receté veinticinco libros porque solo había leído el doble de nada: nada de nada. En dos años, leyó las cinco primeras páginas del primer libro que tomó en sus manos. La farándula es incompatible con la escritura. Escribir es un maravilloso acto de soledad, esa que adoro y me arropa, a la que no temo y busco. Por eso follo menos – dedicado a Juan Carlos de Manuel que habla de follatrices y me acusa de facha- menos que la monja de las llagas y menos que la gata del Vaticano y que la monja alférez, porque ahora mismo, es domingo por la mañana y en lugar de estar en la playa marcando paquete – ya saben Winston y Cliper a un lado y peine de gitano del talego de Benalúa en el otro- con mi moto Tracer 900 impecable y fardando a ver qué pillo, estoy en mi mesa, aporreando el Lenovo, como un monje trapense medieval.
Escribir es un placer inmenso, es crear de la nada y con esa actividad nos igualamos al dios inexistente y somos eternos. Renuncié a una exitosa carrera como funcionario público – jajajajaja, perdonen que me parta- para dedicarme a escribir y a montar en moto. Los dos únicos placeres junto al tercero que es besar a quien jamás identificaré, aunque me cuelguen por los pulgares, hasta que nos casemos públicamente por lo civil o por lo criminal. No encuentras por ahí a nadie que no ande escribiendo un libro, ahora todo el mundo escribe, aunque tenga el defecto a que aludía Kerrigan: no ha leído nada , pretenden contar su mili y el libro, aunque intente emular la carta de san Pablo a los adefesios, es aburrido como bailar con la propia hermana.
No se trata de ser catedrático de filología, pero hay que leer mucho antes de escribir una sola página con ánimo de edición. De lo contrario aparecen, como setas en otoño en los montes sorianos, las enormes patadas al diccionario. Llega el autor y suelta: habían veinte mil personas gritando contra Sánchez – acaba de morder el polvo con la derrota en la ley contra el proxenetismo. Ya sabe lo que son los aliados-. Oiga, aunque haya veinte millones, el verbo va en singular. Había. Dice el letrado: bajo mi punto de vista. ¡Hombre! Está su punto de vista y usted se mete debajo para opinar. Hay otros que temen – por aquello de pienso de que- temen poner el de y sueltan: estoy convencido que habrá elecciones. ¿De qué está convencido? De que las habrá. No tema poner el de cuando sea preciso. No ponga nunca al lado tuyo, debajo tuyo ni encima de ti porque todas son posturas incómodas. Tengo un gran manojo de patadas al diccionario que hieren como patadas en las partes blandas – con perdón- esas tengo que cuidarlas porque a mi chica se lo he dicho bien claro: prometo “haserte mui felis”.