Un asesino, etarra, terrorista; una condena de restricción de libertad, que no cumple de manera íntegra, porque tiene derechos que negó a sus víctimas. Asumir los daños causados mediante el pago de un dinero, que no tiene, ni su familia asume, porque la culpa es de la sociedad. Ya paga el estado; pagamos todos, menos ellos. Un clásico, echar la culpa al ausente. Esos años costeando su restricción de libertad, sin obligación ni voluntariedad para asumir el daño causado, para reparar sus desmanes e intentar resolver otros hechos terroristas cometidos por miembros de la organización. Son cojonudos, gudaris, cobardes «guerreros» que aprovechan el engaño para conseguir su bastardo éxito.
Años después, no muchos, vuelven a su tierra. Han ganado. Simplemente se dejaron llevar. Cambiaron libertad por la vida de otros. Sus familias podían ir de visita, hablar con ellos. Además, como tienen derechos, continúan sus relaciones afectivas, «amorosas» dicen. Se reproducen, crean vida. El más preciado valor de la especie animal, vegetal y humana. Eso que ningunearon a otros por razón de nacimiento, creencias, ideología, profesión o simplemente por ser un puñetero «daño colateral». Una versión romanticona para edulcorar la muerte por presencia cercana a un objetivo. ¡Malditos sean!
Sueldos y subvenciones, la obligación de mantener su modo de vida sin dar palo al agua. Vida en política, pisar moqueta, abrillantar el asiento de cuero en ayuntamientos, diputaciones, juntas generales, parlamentos, incluidos aquellos de la capital del estado central; el del medio, de donde llega la pasta que no sueltan al resto. Porque son solidarios como la caridad cristiana, «que bien entendida, comienza por uno mismo». Eso es lo importante, lo individual, propio, sin prestar atención al prójimo porque son una mezcla de «extranjeros» o maketos.
Como no todos caben en la política, buscan sitio al lado. Talleres para explicar la singularidad vasca, oprimida desde hace decenas, centenas, millares de años, casi tanto como el universo. El inicio de la victoria en una revolución es conquistar el cerebro de los críos. Llegarán a la pubertad, a la tontería, con la cabeza llena de pajaricos, muy independientes, que para eso son diferentes. De ahí a las urnas; queda un paso, cuatro o cinco años. Votarán en conciencia, como han sido formados, en base al odio en la mayor parte. Todo ello se consigue fabricando historia, idioma, cultura de la nada, fruto del odio y la imbecilidad de personas desequilibradas. Son de ellos, aunque necesitan del conjunto para su supervivencia. Muy independientes, salvo a la hora de subvencionar sus actos, estudios, análisis, vida; vida que negaron a otros.
Una joven dispone de unas habilidades que ha entrenado durante años. Trabaja para el bien, contra los malos, los peores en la actualidad; quienes aprovechan los elementos electrónicos en dispositivos para vulnerar la seguridad de los buenos. Su madre se preocupa por ella, como todas, que a su edad ella tenía novio y formal; alto y guapo, se casaron nada más acabar el curso en la Escuela Nacional de Policía. Aquella foto siempre en el salón, encima de la mesa, y en la mesilla junto a la cama. Que nunca se puede olvidar el «amor de mi vida», hurtado por un terrorista en Barcelona.
Fabi, se llama la joven. Tiene aficiones algo peculiares. La música de Zaz, de Lissie, percusión en tambores y electrónica para relajarse, de Chill Out en concreto; ordenadores, cacharreo con esos dispositivos y los programas instalados en ellos. Aquellas reuniones de Hackmeeting, donde encontrar a gente que experimenta para el bien, la mayoría. Otros no, para el mal, aprovechando vulnerabilidades. Contra esos hay gente de manera directa, para preservar la vida de los buenos, los mejores.
«Algún día tendrán que pagar por lo que hicieron», decía su abuelo cuando iban hasta la Fuente del Pobre, al lado de Cigales, provincia de Valladolid. Esas cosas se quedan dentro de la cabeza, en un rinconcito del alma, junto a la foto de su padre —¡qué guapo!—, quien la observa al lado de la pantalla del ordenador en su oficina.
Llegó el día, el momento esperado. La experiencia y preparación son la clave; también la suerte, quien siempre acompaña a la mente preparada. Ni los etarras ni sus herederos habían pagado por lo que hicieron. Momento de ajustar cuentas; las cuentas del botín obtenido por la dejadez, displicencia, cobardía, traición de los diferentes gobiernos a las víctimas del terrorismo. Los terroristas ni cumplieron las condenas íntegras ni pagaron las obligaciones voluntarias por los daños causados, tanto materiales —sustituibles—, como personales —irrecuperables—. ¡Malditos sean!
Parte es real, parte imaginada. Conjunto reunido en «Obligaciones voluntarias», novela disponible en Amazon.