El balneario toca a su fin. Creo que no es mi mundo este de los controles sanitarios cada mañana porque, solamente en la cola, sales mucho más enfermo de lo que entraste. El que no va con la próstata, va con el corazón, el que no con la diabetes, la que no con la recuperación de un cáncer de mama y todos con insomnio y nerviosismo. ¿Qué nos pone nerviosos si lo que tenemos que hacer a estas edades es seguir a los epicúreos? Los problemas no existen porque, si tienen solución, se solucionan y ya no están. Y si no la tienen, es bobada andar preocupándose por algo que no vas a poder arreglar. Aquí todos queremos ser eternos – me pongo filosófico- dado que al ser le repugna la nada, como decía Benedicto de Spinoza en el siglo XVII, todos andamos en la cola del médico con la idea de la muerte, acojonados ante cualquier síntoma. Los médicos no dan abasto con las listas de espera y el Estado, que tan buena disposición tiene para otras cosas y otros dineros – Eres, Puigdemones, grupúsculos pseudoprogres que creen haber descubierto la pólvora y se llevan la pasta con proyectos plagados de gilipollez…- a los abuelos nos aparta porque la vejez no es rentable. Si estás sordo… te gastas seis mil pavos en un pinganillo. Si pegas gatillazos… te pagas la pastilla que proceda, salvo que estés en la cárcel que ahí sí te la paga la administración. Si tienes una tos con dos cojones, ya sabes que los jarabes son artículos de lujo pero si te sientes mujer, te cambian todos los archenes que hagan falta a cargo de la seguridad social y sales de allí llamándote Vanessa, con una sección de empuje de tres pares, aunque entraras con más barba que Hemingway y con la voz ronca como Lee Marvin cuando cantaba Estrella errante: “yo nací bajo su luz fugaz”.
La rubia del jaguar me tiene mártir. Enamorado me tiene pero, como no se me ha ido aún la cabeza por completo, pienso que una relación con ella es presumir de tacón y pisar el contrafuerte. Me querellaré contra mi madre por traerme al mundo con veinte años de antelación sobre la fecha que me habría interesado. ¡Ayyyyy rubia! Con veinte años menos haríamos realidad aquello de….”como a cajón que no cierra”. Ahora toca joderme.
La rubia presiona. Se cree que soy el oráculo de Delfos y quiere mi dictamen político. Amor: no me voy a meter en honduras familiares para que me acusen – aquí en el balneario, que los abuelos están muy faltos de faena y lo cotillean todo- de ser la máquina del fango. Solo hay que decir una cosa que está más demostrada que la ley de la gravedad: cuando un tipo ostenta el poder, los familiares, por el síndrome de la colateralidad, son objeto de todo tipo de peloteo. Hasta los evangelios lo dicen: se llega a Jesús a través de su madre, la Virgen. Lo mismo en política con la señora, los hermanos y lo que se ponga por delante. A ver los jueces qué dicen. Démosles un voto de confianza, aunque para mí la tienen bastante perdida.
La rubia me provoca, me enardece – joder qué riqueza de vocabulario estoy acumulando-, me convierte en un adolescente loco que hace gilipolleces todo el día. ¿ Han leído “El abuelo que saltó por la ventana y se fugó”? En su cien cumpleaños, cuando todos preparan la celebración en el geriátrico, el vejestorio se fuga y la lía parda. Yo mismo, con la rubia, en el Pedernoso, fiesta de Santa Ana, haciendo un paréntesis en la organización del QUIJOTE NEGRO E HISTORICO, bailo agrado con ella: “Seré tu amante bandido”. La rubia, con la espalda al aire es un conjunto de tentaciones indescriptible, explosiones corporales olvidadas. Me doy una ducha de agua fría y esquilmo un poco más mi patrimonio para dormir en “La salitrosa”. Miro el correo. Me ha entrado un poemario que me salva la noche con la rubia huida.
Es una mujer, poeta, con la sensibilidad desatada, Eugenia se llama. No consumo poesía habitualmente. Leo ensayo y novela negra e histórica. Ando pegado al suelo, clavado en la tierra. Me gustan Miguel Hernández y Jorge Manrique, los más grandes de la historia. De joven, Paul Eluard, el francés que erró compartiendo vacaciones con otra pareja y perdió a su mujer. Dalí no le puso los cuernos a Paul Eluard con Gala, porque él de quien estaba realmente enamorado era de Federico García Lorca desde la famosa Residencia de Estudiantes.
Casi adolescente, leía a Paul Eluard empujado por la madre de mis hijos, gran filóloga, música y lectora. El amor, casi fraternal, me ha venido ahora. La veo cuidar a mis nietos y me entran ganas de hacerle un monumento con diseño faraónico y placa solemne y poética en reconocimiento a su trabajo único.
Este libro recibido como lector cero – ni ningún otro- no habría sido posible si hacia el año 3500 antes de Cristo, un sumerio en las llanuras entre el Tigris y el Éufrates, no hubiese hecho unos signos intentando anotar en una tablilla de barro unas medidas de cebada en un almacén para guardarlas en la memoria. En la ciudad mesopotámica de Uruk, de la mano de Kushim, surgió el gran milagro de la escritura, de comunicar el pensamiento y la realidad por medio de signos y a distancia, lejos en el tiempo y en el espacio.
La primera escritura de la historia no contiene pensamientos filosóficos, ni cuenta aventuras, ni poesía – para eso estaba la tradición oral- ni habla de leyes ni de épicas batallas. La primera escritura nos habla de cereales almacenados, comida a salvo de ratas, alimañas y ladrones. El hombre siguió evolucionando y, cubierta la intendencia esencial, dio rienda suelta a su potencial: fue capaz de inventar y de mentir fabulando, fantaseó con historias que nunca existieron y recreó las reales modificándolas con su creatividad. Reflexionó sobre la vida y la muerte – y de ahí nacieron todas las religiones- y habló del amor con imágenes sublimes, de manera suave y exaltada, dulce y agria, pacífica y guerrera porque el amor jamás genera indiferencia – me retrato con la rubia del Jaguar. El amor, cuando no muere mata – dice Sabina, anda en ebullición y quiere comerse a la amada a “bocaitos chicos” como Camarón, o arrumbarla en el olvido imposible tras putadas incontables. Desde la Laura de Petrarca a la Lola de Larra o a la Guiomar de Machado… el amor mueve el mundo y sujeta la existencia. El amor, hace que Albert Camus no tenga razón del todo y el único problema filosófico importante de la existencia no sea si hay que suicidarse o no.
Eugenia, con este libro que es poesía de la primera a la última letra, se manifiesta como una filósofa existencialista de altísimo calado.
No estamos ante una broma, ni ante un ejercicio meramente estético. ¿Qué será el mundo cuando todo sea memoria o incluso ni eso? Pedimos paz continuamente sin que nadie nos escuche. Eugenia filosofa – ojo sin acento, es un verbo y no un substantivo-. Con las manos sobre el gatillo y conoce los nueve milímetros. ¿Parabellum? ¡Estamos hablando de guerra! No es posible vivir como un hombre maleta, al que llevan y traen sin que él sepa dónde va. Eugenia se moja en su poesía y sufre y se desangra con las guerras que no son sino “la política por otros medios” como decía Von Klausewitz, una forma aséptica para equilibrar economías y hacer que las bolsas sigan con sus asientos contables cuadrados. No seamos tan imbéciles de pensar que las fábricas de armas y municiones, de fragatas, portaviones y submarinos pueden soportar sus balances negativos si la muerte que producen no se vende en tiempo y forma y se paga sin demora.
¿Qué es eso de los neutrones? ¿Sirven para algo las trincheras en el cielo? Preguntas… pura filosofía, como lo eran las que hacía Aristóteles sobre la materia prima y la forma substancial. Como cuando Plotino se preguntaba sobre el Uno, o Ludwig Feuerbach sobre si el hombre ha creado a Dios o ha sido a la inversa.
¿Las ráfagas pueden ser de otra cosa además de balas? ¿Qué podemos hacer, en qué queda nuestra estética cuando nos desbordan las cicatrices? ¿Qué clase de vida disfrutamos si anda enlutada entre lamentos?
Tú, Lola. Laura. Guiomar. Carolina. Tu, Ana. Isabel, Luz. Itziar o Manuela. Dios tiene que existir porque existís vosotras y no requerís de ninguna teología que se parta la cabeza y busque sofismas ni ideas absurdas para demostrarlo. Sobran los argumentos.
Yo saboreo tu vientre, yo abro tus labios y me fundo contigo para dejar sin sentido a la destrucción y a la muerte, porque en ti está la vida.
¿Cuánto gemido anida en tu boca cerrada y en tu aliento que se me niega? ¿Por qué, por ti, estoy preparado incluso para el asesinato?
Eugenia, con su “Acústica de huérfanos” es creadora implacable, escritora corrosiva y los huérfanos lo dicen todo. No tienen padre. No tienen madre. Dos realidades imprescindibles para un desarrollo normal .¿Sirven para algo los tallos de las rosas oxidados? Desde su nihilismo furibundo Eugenia me toca la conciencia con un aldabonazo que se repite constantemente en contra de mi voluntad. La rubia del Jaguar sigue bailando sola en E.