Mikel Lejarza Eguía, alias El Lobo, es un hombre condenado a huir de por vida, como el mítico Fugitivo de Harrison Ford. Los dos son inocentes; uno en la ficción cinematográfica y otro en la existencia real. En ambos casos, al sistema le convenía mirar para otro lado y evadir el problema.
Gracias a la infiltración como “topo” de Mikel en el núcleo dirigente de la banda terrorista ETA en la década de los 70, la policía y la guardia civil desarticularon desde dentro infinidad de comandos y detuvieron a centenares de etarras, incluidos los máximos líderes de la cúpula. En rigor, Lejarza salvó muchas vidas de inocentes en los duros años de plomo, e incluso después.
Caza del hombre
Mikel, apodado El Lobo por los servicios de información e inteligencia, Gorka para los terroristas, tuvo que ponerse a salvo. La banda le había descubierto. Los etarras ordenaron su muerte por cualquier medio. Las calles del País Vasco se llenaron de pasquines con su fotografía y la leyenda “Se busca”. La caza del hombre había comenzado.
Desde entonces, Mikel vive de incógnito, clandestinamente. Se hizo la cirugía facial para cambiar de aspecto y comenzó una existencia errante con identidad falsa y medidas de seguridad extremas. No puede permitirse un fallo ni ser reconocido. Pese a esta situación que a cualquier persona le hubiera arrojado por años al diván terapéutico y al cóctel de pastillas, Lejarza se vino arriba. Ya en el CNI como agente negro siguió trabajando en operaciones de terrorismo islámico, en narcotráfico y en blanqueo de dinero infecto.
Para que todos estos servicios no terminaran en el arcón polvoriento de la ingratitud, Lejarza y el periodista Fernando Rueda, probablemente uno de los mayores expertos en la comunidad de inteligencia, ex subdirector de la revista Interviú, han escrito a cuatro manos el libro Secretos de confesión; segunda parte de sus memorias donde el agente del CNI vuelca a tumba abierta su historia con motivo de los 50 años del inicio de la Operación Lobo que puso sobre las cuerdas en 1975 a la banda etarra; se arrestó a cerca de 200 terroristas como resultado de la infiltración.
“Me quieren matar”
Hace unos días hablé por teléfono con Mikel Lejarza. Le pregunté si creía que, pese al tiempo, los etarras seguían poniendo precio a su cabeza. No lo dudó un instante: “Sí. ETA no se ha terminado. Hay un grupo de etarras y su entorno que quieren matarme. Lo sé a ciencia cierta. Tengo mucho cuidado con eso. He cambiado 25 veces de casa e infinidad de ocasiones de nombre. También hay locos que quisieran tener su minuto de gloria y liquidarme, como intentaron hace poco con el atentado a Salman Rushdie en un acto público”, me confesó con un tono sereno pero lleno de esa intensidad que da el saber de lo que hablas.
Veinte puñaladas
Su biógrafo Fernando Rueda es de la misma opinión. El peligro no ha pasado con la derrota y disolución de ETA. Jomeini, el ayatolá iraní, “sentenció” a muerte en 1989 a Salman Rushdie y pidió a sus fieles que lo mataran allá donde la búsqueda o el azar lo hallara. Tres décadas después, un fanático le asestó veinte puñaladas durante un evento literario en Nueva York; logró sobrevivir milagrosamente al intento de asesinato.
Otro caso similar de venganza en diferido es el del irlandés Denis Donaldson, infiltrado de la policía en el IRA. Lograron matarle aún después de que la organización terrorista dejara las armas.
Condecoraciones
En cualquier otro país, Mikel Lejarza Eguía sería un héroe multicondecorado. Un servidor público al que el estado le dedicaría calles. A mediados del siglo XX se acuñó en España una frase demoledora en esta materia; definía por entonces el trato que la sociedad debía otorgarle a un espía por sus esfuerzos: “A un espía se le paga, no se le condecora”, explicaba la sentencia. Una cita que posiblemente, seguro, partiera del constructo de que ese “espía” era un traidor que beneficiaba tu causa, pero del que en el fondo no terminabas de fiarte, igual que de un delator despechado. Gran error equiparar en estos tiempos esa conducta anacrónica y absurda. Un agente de inteligencia infiltrado no es un traidor resentido. En absoluto. Se trata de un funcionario o un miembro de los servicios secretos que pone su vida al servicio de la legalidad y de la Constitución. Y como tal debe ser reconocido. Verbigracia, Mikel Lejarza, El Lobo.