Introducción
Los madrileños no podían dar crédito a lo que estaban presenciando el día 19 de enero de 1835:un batallón entero, el ligero número 2 de Voluntarios de Aragón- desfilando a tambor batiente y a los acordes del Himno de Riego por la calle Fuencarral camino de los Pozos de Nieve, la actual Glorieta de Bilbao para dirigirse a Alcobendas.
No podían dar crédito a lo que veían porque aquel desfile era el final de unos sucesos cuando menos rocambolescos que habían ocurrido el día anterior con la ocupación de la casa de Correos y en los que había resultado herido de muerte José Canterac y Donesan, capitán general de Castilla la Nueva en un acto quijotesco. En aquel desfile siniestro por las calles de Madrid, los soldados llevaban en el alto de sus bayonetas la fuerza moral del gobierno, como dijo Javier Istúriz en el Estamento de Procuradores unos días después.
De ellos dan buena cuenta historiadores tan prestigiosos de la época como Pirala, Burgos, Fermín Caballero o Bermejo y los periódicos de aquellos días y sobre todo de los siguientes en que el asunto fue debatido tanto en el Estamento de Procuradores como en el de Próceres. Las versiones van desde el apoyo más incondicional y el aplauso sin tapujos a aquella acción a la condena más ácida y sin paliativos. Casi doscientos años después, cuando los repasamos, aún producen perplejidad, estupor y desconcierto.
Los hechos
El general Canterac fue nombrado capitán general de Castilla la Nueva, uno de los puestos más destacados dentro del Ejército, el 15 de enero de 1835, tomando posesión de ese cargo al día siguiente. Estaba desempeñando ese mismo puesto en Sevilla, y suponía para él llegar a lo máximo dentro de la cúpula militar hasta ese momento de su carrera. De origen francés, había participado en diversas batallas en defensa del Perú frente a las tropas del general San Martín y posteriormente contra las de Bolívar. Vuelto a la península, estuvo postergado hasta 1834.
El 17 se encontró encima de la mesa un papel en que la Superintendencia General de Policía le advertía que se estaba preparando una bullanga para el día siguiente, aunque, naturalmente, los datos eran imprecisos. Noticia verosímil porque hay que situarse en aquel momento histórico en que la guerra carlista iba tomando cuerpo y se sucedían las conspiraciones de todo signo. Pirala habla de una entrevista entre Cardero, el jefe de la sublevación, y Canterac, al anochecer de ese día, valiéndose de una treta para engañar al Capitán General.
Al día siguiente, 18, una de las patrullas que mandaba Cayetano Cardero se presentó en la Casa de Correos, en plena Puerta del Sol dio el santo y seña a quienes la custodiaban y a continuación los desarmaron y encerraron en unas habitaciones. Siguieron llegando después el resto de los amotinados hasta un número de 750 que se hicieron fuertes dentro del edificio y en sus cercanías.
Cuando le llegó la noticia de lo que estaba ocurriendo, a eso de las cinco de la mañana, el general no se lo pensó dos veces. Cogió su caballo y acompañado por un par de ayudantes se presentó en la Casa de Correos. La escena que se desarrolló a continuación parece arrancada de las páginas del Quijote. Hizo llamar a Cardero, al que comenzó a reprender agriamente y a intimarle a que depusiera las armas. A su negativa le quitó el sable y comenzó a golpearle con él, incitando a la vez a voces a los subordinados para que mataran a sus jefes y se rindieran. Llegó a penetrar en la Casa de Correos en medio de los amotinados. Una vez en la calle, como no cesaba de incitar a los soldados para que mataran a sus mandos y se rindieran, sonaron unos disparos, y cayó herido de muerte. Los sediciosos le metieron ya moribundo en la Casa de Correos.
Pirala dice que los disparos se debieron a que Canterac dio dos vivas al Rey. Intenta hacernos creer que tenía simpatía por la causa carlista, pero eso está en abierta contradicción con la carrera militar de este general. Dudo mucho de que esta versión sea cierta, porque este autor trata en todo momento de justificar la actuación de Cayetano Cardero, a quien trata con mucha mayor comprensión que al infortunado general Canterac. Debe tenerse en cuenta en este punto que la sublevación fue promovida y auspiciada por la “Sociedad Isabelina”, de liberales exaltados, y en ella participarían tanto militares como civiles.
Con independencia de la causa, los militares sublevados echaron la culpa de los disparos a unos paisanos armados que habían ido en su ayuda y que estaban apostados junto al edificio de la Casa de Correos. Lo hicieron además con todo descaro en la exposición que enviaron al Estamento de Procuradores para que este interviniera en su favor, donde literalmente decían lo siguiente: “(La muerte de Canterac) se debió a una casualidad, nacida en el tumulto que su presencia y expresiones causaron y que todos los presentes sienten un acaecimiento en que no han tenido parte alguna en ello, pues acaeció en la calle, donde se hallaba reunido un crecido número de paisanos y milicianos armados”.
Esta es la versión que ha prevalecido hasta hoy. La verdad del caso es que nunca se puso mucho interés en averiguar quiénes habían sido los autores materiales de los disparos y que sobre este punto se echó abundante tierra, con lo cual es imposible aventurar ninguna hipótesis.
Los madrileños asistieron muy confusos a todos estos hechos porque no tenían muy claro cuál era el carácter que tomaría aquella sublevación: algunos llegaron a pensar incluso que aquellos militares eran carlistas, pero la mayoría no sabían a qué carta quedarse frente a “la ocurrencia”. Fermín Caballero reflejó perfectamente ese clima de confusión que se vivía en Madrid en aquellos momentos: “Quien suponía que se trataba de restablecimiento de la Constitución; quién limitaba el plan a derribar el Ministerio y propalaban muchos que era un golpe de mano movido en sentido retrógrado por el nuevo ministro de la guerra, el general Llauder. Algunos pocos, quizás más suspicaces y desconfiados, creyeron que aquellas escenas podían traer su origen de los amigos mismos del gabinete”.
El desenlace
De pronto, tras el asesinato del general Canterac, muchos de los sublevados comenzaron a pensar que se habían puesto en una situación sumamente delicada y que iba a ser muy complicado encontrar una salida para aquella encerrona.
Pero comenzaron las negociaciones. Primero con el general Bellido, a quien se informó con todo detalle de todo lo sucedido y a quien se le pidió que intercediera por ellos ante la Reina Gobernadora, pero éste, como era su obligación, se lo comunicó al general Llauder, el ministro de la Guerra.
Este había dispuesto que cuatro columnas convergieran en la Puerta del Sol, una de ellas llevando los dos cañones que había para la defensa del Palacio Real. Los sublevados cerraron el paso a la que venía del Palacio. Llauder les intimó varias veces a que se rindieran, pero se negaron por tres veces a ello. Creían que la única forma de salir con bien era prolongando la resistencia. Llauder fue removido del mando de las columnas porque fue llamado a una reunión urgente del consejo de Ministros que trataba de buscar una solución a aquel problema.
Problema que se había ido agrandando con el paso del tiempo, debido a que, por un lado, los rebeldes hicieron llegar una exposición en súplica al Estamento de Procuradores, y por otro, comenzaron a confraternizar con los miembros de la columna de la Milicia Urbana, que bajaba por la calle de la Montera, que les comenzaron a ofrecer comida y bebida, e incluso se llegó a sospechar que podrían sumarse a ellos. No disimularon en ningún momento su simpatía hacia los sublevados. A ello se sumaron las peticiones de perdón y de clemencia por parte de “elevados personajes”.
El gobierno se encontró en un grave aprieto, con el tiempo corriendo en su contra. Consultó a la Reina Gobernadora, inclinándose ya al perdón, y ésta dio su asentimiento. La única condición que se les pondría a los sublevados sería la de que entregasen a los asesinos del General Canterac para ser juzgados. A esto se negó en redondo Cardero por tres razones: echando la culpa de lo ocurrido al propio general por no cumplir sus indicaciones, es decir, por desobedecerle a él; negando que la muerte se debiera a la actuación de sus subordinados, y la mejor de todas, porque él mandaba valientes y no asesinos. La tercera era la mejor, porque el plan del levantamiento incluía el asesinato de todos los ministros y Cardero lo sabía.
En medio de estas negociaciones apareció por allí el coronel Minuisir, que fue quien le propuso a Cardero que escribiera una petición de clemencia al Estamento de procuradores. Una vez redactada y firmada, fue llevada por el mismo coronel al Estamento, donde fue recibida por Argüelles. Pero entendió que era imposible tramitarla y de acuerdo con Diego Medrano le pusieron simplemente “recibida” y la guardaron en un cajón.
Con la llegada del duque de San Carlos se agilizaron las negociaciones y se terminaron de ajustar las condiciones para la rendición. La única condición que se les impuso fue la de que tenían que incorporarse al Ejército del Norte para luchar contra los carlistas y se les consintió que salieran en formación de Madrid. El resultado fue una terrible humillación para el gobierno, porque los sublevados aparecieron ante los ojos de todos como triunfadores “por haber salido la amotinada tropa arma al brazo, calada la bayoneta, bandera desplegada y tambor batiente con su atrevido jefe a la cabeza que más se vanagloriaba con honra de ser vencedor que vencido”, como dice Ildefonso Bermejo. En el patio de la Casa de Correos quedaba abandonado el cuerpo aún caliente de José Canterac.
Las consecuencias
La primera fue una discusión tremenda tanto en el Estamento de Procuradores como en el de Próceres, que sometieron al gobierno de Martínez de la Rosa a un desgaste tremendo, porque, tomando ocasión del motín, se sacaron a relucir todo tipo de cuestiones unas reales, otras imaginarias. Ese debate parlamentario traslada de repente este suceso al siglo XXI, porque nada tiene que envidiar a las sesiones de las Cortes que podemos presenciar en la actualidad.
La segunda consecuencia fue la dimisión poco después del general Manuel Llauder en el Ministerio de la Guerra, que había sido uno de los atacados en los debates parlamentarios.
La tercera lógicamente tenía que afectar a Cayetano Cardero. La sorpresa salta en este punto. Al llegar la tropa a Burgos fue separado del mando y desterrado a la isla de Mallorca, donde permaneció muy poco tiempo. Según una biografía muy breve de él realizada por Alberto Gil Novales:
“El 15 de diciembre de 1835 ascendió a teniente efectivo y el 12 de mayo de 1836 a capitán. El 1 de junio de 1836 recibió la gran cruz de San Hermenegildo y se graduó de teniente coronel, al mismo tiempo que recibía la gran cruz de San Fernando, el 20 y el 23 de septiembre de 1836. Fue diputado por Cádiz a las Constituyentes de 1836-1837, ascendió a teniente coronel mayor, el 23 de diciembre de 1840, fue nombrado jefe político de Badajoz, el 24 de marzo de 1841, y promovido comendador de Isabel la Católica, el 29 de marzo de 1841”.[1] Después fue repetidamente condecorado y diputado en varias legislaturas.
La cuarta fue que sirvió de modelo para otros pronunciamientos y fue uno de los antecedentes que tuvieron en su mente los sargentos de La Granja para dar su golpe de Estado por el que se puso en vigor de nuevo la Constitución de 1812 en 1836. La impunidad tuvo estos efectos.
La quinta fue la supresión de la Superintendencia General de Policía, que había avisado de lo que se estaba tramando.
Las conclusiones
Se mezclan muchos factores en ellos como para poder dar una idea clara en pocas líneas. Pero debe quedar claro que se trató de un acto de sedición, el del regimiento de infantería de Aragón 2º Ligero, porque se levantó en armas contra un gobierno legítimo, el de Martínez de la Rosa y en particular contra Manuel Llauder, el Ministro de la Guerra. Este acto hubiera tenido por si solo unas consecuencias gravísimas para todos los que participaron en él tanto antes como después de ese año.
El segundo factor, es que además de la sedición hay que tener en cuenta la consecuencia de aquella sedición: el asesinato del capitán general de Castilla la Nueva y de seis o siete paisanos más. Ese asesinato no se puede justificar de ninguna manera, y menos en la forma que lo hace Antonio Pirala, cargando las culpas sobre la víctima que se presentó ante los amotinados solo y sin armas.
El tercero fue la escenificación tan obscena de la derrota y humillación del gobierno que les permitió atravesar todo Madrid camino de Alcobendas después de unas negociaciones que nunca debieron haber existido a tambor batiente y ante el estupor de todos los madrileños por los cadáveres que dejaron atrás.
[1] Fuente: texto extraído de www.mcnbiografías.com
Pincha en este enlace y descárgate el libro: Juan Meléndez Valdés y la literatura de sucesos.
El Cuerpo de Seguridad y Vigilancia: sólo proyecto (1837) – h50