Bueno, ya para empezar os confieso que mi lucidez andaba a ralentí. Le he dado varias vueltas a cómo hacer la introducción para este artículo, pero nada, hoy mi mente estaba un poco enmarañada y no salían las palabras que yo quería. Pero como suelo pecar de barrer para casa, me he dicho:
¿Qué tres cosas son de las más importantes que me han enseñado mis padres?
- Una muy importante, sé educado.
- Dos, no menos importante, trata con respeto.
- Tres, sin las dos anteriores ésta no tiene sentido, se agradecido.
Y ahí estaba la clave para darle forma a este escrito.
El agradecimiento, ahí estaba la clave para darle forma a este escrito. ¿A caso hay algo más gratificante que sentirse agradecido y expresarlo sinceramente?
Sirva esta reflexión para dejaros aquí unas palabras cargadas de sentimiento, de admiración, gratitud y eterno respeto a quien supo darme sabios consejos.
En el transcurso de nuestra vida, bien sea en el ámbito personal, o como en este caso en lo profesional, nos vamos a encontrar con personas que nos marquen por un motivo u otro. ¿Quién no ha tenido en alguna ocasión un buen maestro o un dedicado mentor?
Lo especial de ellos, es que esos maestros no dicen serlo, no alardean de lo que son y de lo que mucho que suponen para sus alumnos. No se revisten de solemnidad, ni utilizan palabras rimbombantes, no son secos en el trato y a su paso no desprenden un aire pedante. Todo lo contrario, humildad y cercanía elevado a la máxima potencia. Con su excepcional forma de ser y de enseñar consiguen que sus lecciones se aprendan e interioricen fácilmente, cosa que luego hace que ponerlo en práctica resulte todavía mucho más sencillo.
Porque un día, cuando era un pipiolo con el uniforme casi de estreno, tuve la gran suerte de conocer a alguien que nada más verle me impactó lo suficiente como para no dejar de prestarle atención cada vez que hablaba. Pasaron los años, y uno contaba con bastantes más tablas en esta profesión, pero necesitaba seguir recibiendo buenos consejos y sabía que él estaría ahí para dármelos.
De quien os hablo, es un hombre grande y fuerte, con aspecto de bonachón, de esos que con la mirada lo dice todo, de los que no son charlatanes, pero cuando abren la boca sientan cátedra. Es un COMPAÑERO, sí, en mayúsculas, sin tacha, sin malas palabras, todo un ejemplo. Un hombre del norte, de esos que, aunque sea pleno mes de diciembre lo verás con la camisa arremangada. Hombre de pocos miedos, al que fumar un cigarrillo a la intemperie mientras jarrea no le supone un problema.
¿Miedos? ¿Qué miedo puede tener un curtido policía como él, forjado duramente en los años 80 más duros de Madrid? En el argot castizo lo definirían como “un tío bragao”, y corto se quedaría. Esos policías estaban hechos de otra pasta, convivían con una diana en su espalda dibujada por ETA y con una oscura mirada de frente, la de los ojos negros de una escopeta recortada a manos de un yonki.
Por experiencias muchas no, muchísimas. Recuerdo una ocasión en la que se detuvo a unos peligrosos aluniceros, éstos fiel a su estilo y forma de ser, se mantenían altivos y desafiantes ante los agentes que les habían detenido. Cero colaboración, calladitos y mirada al infinito, estaban cerrados en banda, no habría en la boca ni para pedir agua o ir al baño. A los compañeros se les atragantaban las gestiones y el tiempo avanzaba con prisa.
Entonces, como no podía ser de otra forma, apareció mi protagonista por esa estancia de las dependencias, no sé a cuál de los cuatro detenidos empezó a escudriñar primero, pero al llegar a uno en cuestión se paró, le miró firmemente y le preguntó directamente ¿Qué tal tu abuela?
Las caras de incredulidad de los que estábamos allí eran dignas de retrato, nos habíamos quedado congelados, ninguno sabíamos por dónde iba la cosa, pero el que preguntó sabía muy bien porqué lo hacía.
El alunicero le miró y le preguntó que, si conocía a su abuela, a lo que el veterano policía respondió:
«¿Conocer a tu abuela? Claro que la conozco, y conozco a tu abuelo y conozco a tu padre»
Y tanto que conocía a su familia, toda una saga de delincuentes y atracadores a excepción de la abuela, pues eso hubiese sido rizar mucho el rizo.
Al abuelo ya lo había detenido hacia veinte años o más, pistola en mano, atracando estancos y farmacias. Al padre de tres cuartos de lo mismo unos años más tarde, cuando desde su juventud comenzó en el negocio familiar de la sirla y del robo.
En un minuto, con esa frase lapidaria el alunicero se había venido abajo cual castillo de naipes tras un leve soplido. En lo que el veterano se terminaba el cigarrillo, el “caco” cantaba por soleares.
Ese es solo un pequeño ejemplo de cómo este gran hombre nos deleitaba con su buen hacer y su extensa sabiduría. Era tal el nivel de conocimientos, que todos acudíamos a él cuando nos interesaba saber del paradero de algún escurridizo delincuente. Me consta que este “Polimecum”, es un manual de bolsillo humano, listo para consultarse cuando fuese precioso. Actualmente todavía echa un cable siempre que se le necesita, y eso le honra enormemente.
Podría relatar mucho más sobre él, pero no hay páginas suficientes que llenen sus batallas, aunque….hay algo que le hacía muy particular, un detalle relevante a tener muy en cuenta.
Los que tenemos el honor de conocerle, le llamamos “Lastra” y sabemos dónde encontrarle, los que por el contrario reciben la inesperada y sorpresiva llamada de “GAMBOA”, pueden darse por jodido.
Sirva este artículo para reconocer a un MAESTRO, a J.A. Lastra, quien ha sido, es y será siempre una institución para los que fuimos sus compañeros.
Me ha encantado
Muchas gracias Miguel, el compañero se merece ese reconocimiento. Espero no defraudarte en posteriores artículos.