“Crónicas desde la cárcel de Ocaña”. Columna de Manuel Avilés*, director de prisiones jubilado y escritor, para h50 Digital Policial
Ya he sacado a pasear a mi perrita doña Casi porque don Toba – al que no olvido ni un momento- murió el mismo día que decretaron el encierro por la pandemia del Covid, perros que heredé tras un divorcio y por los que estaría dispuesto incluso a casarme de nuevo. Solo por ellos que son lo mejor que me ha pasado en la vida. Ya he comprado el pan y dos caracolas de pasas antes de ponerme a hacer memoria y a escribir y estoy escuchando al maestro Sabina – “Quien más, quien menos/ tiró una vez la casa por la ventana/ se tatuó en las sienes una diana/ probó un veneno/ Quien más quien menos/ se ha tomado a sí mismo como rehén/ y tiene una conciencia todo terreno/ del mal y el bien”. El trabajo en la cárcel propicia la conciencia todo terreno. Con Sabina de fondo me pongo a seguir con las historias carcelarias de hace más de cuarenta años.
Antes de seguir no puedo dejar de hacer referencia a un episodio que tuvo gran repercusión en las cárceles que quedaron en silencio sepulcral durante varios días y que a mí me afectó bastante cuando era estudiante de Filosofía en Granada y luego – destinado en la Secretaría de Estado dedicado a temas etarras exclusivamente- tuve acceso a las historias de cerca.
El 27 de septiembre de 1975 fueron fusilados en Hoyo de Manzanares, conducidos desde Carabanchel, tres miembros del FRAP. Para los jóvenes, que de etarras pueden saber algo aunque les recomiendo #deprisionesputasypistolas, les diré que el FRAP – Frente Revolucionario Antifascista Patriótico- era un movimiento comunista y republicano, marxista leninista, fundado por Álvarez del Vayo, ministro de la República, que nació a principios de los setenta con el objetivo de derrotar a la dictadura. En este fin fracasaron los Frap, los Grapos, los etarras y muchos más – lean si quieren, paso de que lo compren porque estoy harto de pagar a Hacienda, mi libro “Criminalidad organizada. Los movimientos terroristas”- fracasaron todos porque Franco murió en la cama, aunque torturado por su yerno el marqués de Villaverde que se empeñaba en que el dictador fuese inmortal. No consiguió su pretensión. Muchos FRAP y muchos etarras – acuérdense del gran jaleo en el congreso con el padre de Pablo Iglesias, Mario Onaindia, Bandrés, Teo Uriarte….- acabaron militando en partidos legalizados de izquierdas, pero esa es otra historia y no la de las cárceles que nos ocupa.
Me impresionó sobre todo una copia de una carta, que un compañero de la Secretaría de Estado me enseñó, que era de José Humberto Baena, un gallego que escribía a sus padres y se quejaba de que iba a ser fusilado sin darle tiempo a cumplir veinticuatro años, tras un juicio sumarísimo que fue tachado de muy irregular porque la testigo principal afirmó que Baena no se parecía al que vio disparar contra el policía. Me enseñó otra de Sánchez Bravo, también del FRAP, mucho más psicópatizado, más guerrero y exaltado. También hablé con el funcionario – no he podido localizarlo para que me autorice a dar su nombre- que fue el que pasó la noche en capilla, en la cárcel de Burgos, con el etarra Angel Otaegui Arechabala. Este pidió vino pero dejó la botella a medias porque no quería aparecer borracho cuando lo fusilaran, quería presentarse digno ante el pelotón y se quejaba de que el otro que había cometido el atentado, Garmendia Artola– él afirmaba que no disparó que solo fue cooperador contra el guardia civil Gregorio Posadas- se librara de morir porque había quedado minusválido en un enfrentamiento con la guardia civil y no se podía fusilar a los disminuidos, un asunto de honor militar.
También fue fusilado en Barcelona Juan Paredes Manot – realmente era Manotas, pero se redujo el apellido como tantos ahora cambian la C por K o la V por B, para parecer más vascos-, etarra de Cáceres, conocido como Txiki y condenado a muerte en proceso militar. Pedimos el expediente a los catalanes, pero ya tenían las competencias y se negaron a darlo. Mandaron una fotocopia. Nosotros sí les dimos a ellos el expediente completo de Jordi Pujol, condenado a cuatro años, dos meses y un día por propaganda ilegal, que cumplió en la cárcel de Torrero. Menos mal que la memoria me funciona de puta madre. Todo el mundo, la Iglesia con el papa a la cabeza la primera, pidió a Franco que no ejecutara las condenas, pero Franco no estaba para demasiadas reflexiones ya.
Estos fusilamientos en los estertores del franquismo fueron el origen de una de las obras maestras, “Al alba”, de Luis Eduardo Aute: “Presiento que tras la noche/ vendrá la noche más larga…/Maldito baile de muertos/ pólvora de la mañana/ quiero que no me abandones/ amor mío al alba”. Por estos fusilamientos nació esa canción por si no lo sabíais.
En el artículo anterior cruzábamos el verano de 1977. La sociedad española estaba convulsa y los ruidos de sables eran constantes. El 24 de enero por la noche, unos pistoleros fascistas, entraron a saco en un despacho de abogados en la calle Atocha de Madrid y asesinaron – sin la menor posibilidad de defensa- a cinco abogados laboralistas. Tuve el honor de compartir la Navidad de 2006 con la hermana de uno de ellos, Francisca Sauquillo, en Palestina. Una delicia de mujer que me contó de primera mano el asalto de los pistoleros José Fernández Cerrá – el líder- Carlos García Juliá, Francisco Albadalejo, vinculado a Falange Tradicionalista de las JONS, y Lerdo de Tejada, a quien otro juez fascista, el juez Chaparro, dio permiso mientras estaba en prisión preventiva, del cual, evidentemente no volvió. Conocí a esta recua en la prisión de Cartagena, a donde fui destinado como Jefe de la Oficina de asuntos jurídicos, el año del Mundial de España. Vivían allí tan tranquilos, como si no hubieran hecho nada, en su módulo ultra que compartían con otro individuo vomitivo, Emilio Hellín Moro – se ha cambiado el nombre y hasta fue contratado como experto informático por el ministro Fernández Díaz, el creador de la llamada policía política y famoso por hacer propaganda de Marcelo, el ángel de la guarda que le buscaba aparcamiento. Como si un ministro del Interior tuviese que preocuparse de aparcar. Emilio Hellín fue el primer interno de una cárcel al que vi disponer de ordenador personal – un Commodore 64, que hoy sería inservible- y pasearse ufano con su guardapolvo gris en un destino de privilegio: ordenanza del maestro. Este último, casi tan vago y tan inútil como el Director, tenía como único cometido traer la correspondencia, hacia las once de la mañana, y abrirla ante el director y en su despacho mientras charlaban amigablemente. Ahí tenía yo que haber aprendido y no andar dirigiendo cárceles luego y metiéndome en jaleos con etarras, con grapos y, lo que es peor, con sindicalistas parásitos cuyo anhelo habría sido ser carteros de aquel director de Cartagena, dado su espíritu de trabajo. No diré nada más de esa cárcel ni de esa ciudad que quiero – como a alguna de sus gentes – solo que también estaban en aquel resort, perdón módulo de cárcel pequeña, Ladislao Zabala Solchaga e Ignacio Iturbide Alcain, miembros del Batallón Vasco Español, con los que años más tarde volví a coincidir como director de Nanclares y que eran antecedentes directísimos de lo que luego fue el GAL. He ido a Cartagena muchos años después y algún político analfabeto ha ordenado tirar aquella cárcel por el suelo – alguien lo ha parado a tiempo- y espero vivir para ver qué ahí hacen un museo, una biblioteca, una aula de cultura o algo que la redima de haber sido centro de psicópatas e inadaptados.
Las cárceles españolas, en el verano del 77 – no veo bodrios del tipo Modelo 77 porque eso lo viví en primera persona mientras me caían de los dormitorios colchones en llamas y somieres usados como proyectiles- ardían por los cuatro costados. Las primeras páginas de los periódicos las ocupaban fotos de los presos subidos al tejado de Carabanchel – hoy creo que convertida en un solar y el Hospital Penitenciario en un centro de internamiento de extranjeros-. Deogracias – al que todos llamaban Maciste por su aspecto musculoso, a base de flexiones solamente, porque aún no habían eclosionado los potingues para musculitos- con un trapo mugriento a modo de felpa en la frente, su torso desnudo y su pincho carcelario en la mano, era la imagen del líder recorriendo los tejados, controlando la rebelión y poniendo firme hasta al lucero del alba.
Cada cárcel tenía su líder, el Kie que mandaba, pero pasaba lo mismo que ahora – salvando las distancias con Al Qaeda- donde había uno con personalidad bastante como para aglutinar al resto, dirigirlo, montar un motín y pegarle fuego a la cárcel, inmediatamente surgía la sigla que se apropiaba del sarao: la COPEL, la coordinadora de presos en lucha que exigía idénticas medidas para los presos sociales a las adoptadas con los presos políticos. El razonamiento era impecable: si los presos políticos han sido fruto de la política represora de la dictadura franquista, los presos sociales son fruto de una sociedad capitalista, opresora y desigualitaria. La amnistía ha de ser para todos. Seguían fielmente la doctrina de una escuela criminológica francesa ya dicha: “Todo el mundo es culpable menos el delincuente”.
Las prisiones se reducían a cenizas y los funcionarios entrábamos a trabajar literalmente cagados y dispuestos a soportar horarios irracionales: de nueve de la mañana a nueve de la mañana del día siguiente, prolongando la jornada porque había que dar la impresión de mucha gente controlando, hasta después de la comida, para volver a entrar al día siguiente a las nueve. Donde había cuatro funcionarios para quinientos presos, pasaba a haber seis. Magnifica política de personal. Treinta y seis horas de servicio continuado por dieciocho de libranza. Vivimos una temporada larga en la cárcel “por necesidades del servicio” ante lo que no cabía ni reclamación ni existía compensación alguna.
Siempre había algún preso de confianza – cabos se llamaban entonces, siguiendo con en lenguaje del engendro cuartelero, lo mismo que a los dormitorios les llamaban brigadas- que avisaba de cuando se iba a producir una “gran pajarraca” – ¿se sigue llamando así a las grandes broncas carcelarias?- y te decía acercándose más de la cuenta para que pudieses percibir su olor a humanidad poco higiénica: “don fulano, hoy al recuento no suba usted porque cuando toque el corneta van a empezar a tirar las literas, los somieres y los colchones ardiendo”. Se montaba la de Dios es Cristo y la calle hacía oídos sordos al problema. Todo lo más, teníamos alguna mínima capacidad de convocatoria cuando intervenía la policía, con helicópteros y todo, para desalojar a los amotinados que tiraban tejas y todo lo tirable desde el tejado. Espectáculo asegurado con los policías antidisturbios, porque las cárceles – que se edificaron sesenta años antes en las afueras- estaban en el centro de las ciudades. Vean el ejemplo del Palacio de Justicia de Benalúa en Alicante que era una des las cárceles que ardió varias veces y en la que yo soporté motines de todos los colores sin tomar ni un Valium. Rindo aquí testimonio a la madre de mis hijos que aguantó todo sin una queja. Ya no quedan mujeres así.
Decía un magnífico médico psiquiatra penitenciario – muy posterior a estas fechas- que todo lo que sube baja ya sea por la ley de la gravedad o por su propio peso. Lo mismo pasó con los motines del 77. Se acabaron porque a los grandes líderes se les aplicó la vida mixta – similar al régimen fies 1-, porque la Copel vio que la calle pasaba de ellos y porque no quedaba nada o muy poco que quemar.
Es algo que nunca he entendido. Siempre que hay un grave problema en una prisión, una agresión seria, por ejemplo, lo primero que se pide es un traslado para el agresor. O sea, me quito el problema yo y se lo envío a otro. Eso podría ser así entonces con aquellos centros pésimamente dotados, pero ahora tiene poco sentido porque, en los centros tipo, todos tienen idéntica infraestructura y la misma capacidad de contención.
Los centros de entonces – casi todos- tenían una arquitectura radial con una especie de quiosco en el centro – la pecera- desde el que era posible ver al momento las cuatro o cinco galerías que salían de esa plaza central. De ahí el nombre de “panóptico”. El centro era el eje de la prisión. Allí estaban las llaves de los talleres, de la cocina, la maleta de los cuchillos de la cocina, las llaves de la panadería… y había – no se me olvidará jamás- tres botes de plástico mugrientos llenos de pastillas de apariencia similar: aspirinas, antiácidos y antigripales. Todos de las FAS, el servicio farmaceútico de las fuerzas armadas. Cualquier funcionario, sobre todo el que ocupaba el trono del jefe de centro – un sillón derrengado y viejo que ya debió cumplir idénticas funciones en las cárceles de la Inquisición- dispensaba esos medicamentos que eran los únicos que valían para todo. Llegaba un interno: oiga que me duelen las muelas. Toma, dos aspirinas. Es que me duelen mucho: toma cuatro. Con las manos, del bote mugriento, a granel…Y así todo.
El médico – y acabo por hoy- llegaba sobre las diez de la mañana y era anunciado con el toque de corneta del engendro militaroide – ese que cantábamos en la mili: ¡qué malito estoy! Lo siento, pero no hay música en estos artículos y como ya no hay mili, que tanta falta les hace a algunos, muchos de vosotros no sabréis la melodía-. Las visitas del médico duraban media hora o tres cuartos –. El médico, iba a la cárcel un rato por la mañana, porque trabajaba en otros sitios y era un médico para quinientos presos-. Pasaban, como las balas, seis u ocho internos filtrados convenientemente por el preso ordenanza de enfermería. Este preso iba cogiendo oficio y, en ausencia del médico que solo era localizado para cosas gravísimas – no había móviles ni buscas. Solo teléfono fijo y si no estabas…no estabas. Todo lo más, si era una cuestión de vida o muerte, se mandaba a la policía en su busca y captura-. En ausencia del médico, repito, el ordenanza mañoso, daba puntos, ponía inyecciones y hacía curas diversas. Tanto es así que, sin citar nombres, recuerdo un caso flagrante: un ordenanza de enfermería de una prisión, de buena planta, de aspecto pulcro y espabilado, rubito y con cara de no haber roto jamás un plato, o sea, estafador, cuando terminó de cumplir su condena, puso una consulta en una ciudad y estuvo bastante tiempo curando enfermedades a plena satisfacción del respetable. No se nos olvide que los estafadores no se reinsertan nunca. Yo he visto reinsertados a terroristas, a atracadores… nunca a pederastas, nunca a grandes narcos – porque como dicen ellos mismos “la droga engancha mucho pero el dinero engancha más- y nunca a estafadores a los que puede siempre la pulsión por engañar.