“Crónicas desde la cárcel de Ocaña”. Columna de Manuel Avilés*, director de prisiones jubilado y escritor, para h50 Digital Policial
Soy un hombre eternamente agradecido a la Policía y a la Guardia Civil. A lo largo de estos artículos de historia sabréis por qué. No voy a entrar en historias antiguas. Ni en las cárceles que veíamos en las películas de romanos – Espartaco, por ejemplo, donde los esclavos y los gladiadores esperaban en condiciones infrahumanas saltar a la arena del circo a servir de diversión a los poderosos. Tampoco de las cárceles inquisitoriales en las que los acusados de brujería o de ser herejes, eran torturados hasta “decir la verdad” que no era otra sino la que el fraile inquisidor quería escuchar y esperaban la muerte como una liberación del sufrimiento.
La Policía y la Guardia Civil tienen la culpa de que yo esté vivo aún. Los dos cuerpos me han hecho escolta durante mucho tiempo cuando yo tenía todas las papeletas para ser pasado por la piedra y los etarras tenían mi cabeza como objetivo preferente, pero esa historia no hay que contarla todavía. La Policía tiene una revista y me pide que escriba en ella. Dado mi estado jubiloso y dado que me jubilé para dedicarme precisamente a escribir, además de a las motos, accedo con gusto.
No os voy a contar batallas de abuelo cebolleta, pero algo sé de cárceles y de lo que en ellas acontece. Conozco prácticamente todas las cárceles de España y he trabajado en ellas durante cuarenta años justos, un día detrás de otro, de modo que – salvo que sea un extraterrestre o carezca de vista, oído y olfato por completo – el olor de las cárceles es inconfundible-, y el sonido… y el paisaje. Salvo que carezca absolutamente de esos sentidos, algo tengo que saber.
Estos compañeros me han pedido una pequeña historia de los últimos cincuenta años de las prisiones españolas, desde que murió Franco y empezó su transformación hasta ahora “para saber dónde queremos ir, tenemos que saber de dónde venimos”.
Los funcionarios de prisiones del siglo XXI, los que manejáis ahora esa institución tan compleja, tan denostada, tan vilipendiada y tan necesaria, estoy seguro de que tenéis poca idea de la evolución que ha sufrido “ese sitio” en los últimos años. Vale perfectamente aquella frase famosa de Alfonso Guerra en la que afirmaba que cuando ellos llevaran unos cuantos años gobernando “a España no la va a conocer ni la madre que la parió”. Eso mismo les ha pasado a las cárceles.
Si echamos una mirada atrás, recién muerto Franco, en el año 1977 que fue cuando yo entré, virgen y mártir, con 21 años recién cumplidos, la cárcel era un lugar cerrado y siniestro, viejo y sucio, lo más parecido a las mazmorras de las novelas románticas del tipo “Conde Montecristo”. Los funcionarios – yo creo que había bastantes que carecían de cualquier titulación o, como mucho, tenían certificados de estudios primarios y muchos, muchísimos, venían de cuerpos franquistas o de antiguos militares reciclados en funcionarios de prisiones. En aquel uniforme, de la misma tela y el mismo color que los actuales de la guardia civil, se veían unas hombreras ostentosas y algunos hacían gala de ellas aludiendo a que “en el ejército habían sido alféreces provisionales o incluso miembros de la extinta división azul”. Los propios directores, con uniforme de botones dorados – los de los auxiliares eran plateados- con tres coronas en las hombreras causaban impresión nada más verlos. Los propios presos, en su hablar diario afirmaban: “si entra el director aquí se ponen firmes hasta las escobas”. De hecho, cuando entraba, el corneta – que siempre andaba cerca del centro, daba un toque cortado y todo el mundo se tenía que quedar parado en el lugar en que se encontrara, como si un hada mágica hubiera paralizado la cárcel entera, hasta que el director daba permiso para seguir con lo que cada uno estuviese haciendo.
No recuerdo ahora mismo quien fue el autor de aquella frase definitoria, algún penitenciarista famoso de la época: las cárceles heredadas del franquismo eran “un engendro militaroide”. De hecho, en aquellos edificios vetustos, mal mantenidos, higiénicamente deplorables y con un olor inconfundible, mezcla de zotal, pies, sobaco, miseria, fritanga y pan de horno – este último era delicioso cuando se empezaba a percibir a partir de las cinco de la madrugada-, las formaciones de los presos para ser contados, los toques de corneta para comer, para el médico, para subir a los dormitorios corridos… o para lo que fueran eran un remedo desafinado de los toques y las conductas observadas en la mili, un auténtico engendro, como bien fueron calificadas por ese autor cuyo nombre no recuerdo.
Muerto Franco e iniciados los primeros pasos democráticos hubo una amnistía. Salieron a la calle muchos etarras – algunos se volvieron a integrar en la banda y a ejercer fieramente el terrorismo como el Carnicero de Mondragón, un psicópata fanático, y otros se integraron en la vida política, como Mario Onaindía o Teo Uriarte, sin ir más lejos-, salieron políticos renombrados como Marcelino Camacho o Nicolas Sartorius. Salió mucha gente con la famosa amnistía de Adolfo Suárez – los del Proceso mil uno, por ejemplo. El Tribunal de Orden Público, del que es heredera la actual Audiencia Nacional, enjuició y condenó a toda la dirección del sindicato Comisiones Obreras, detenida en pleno en el convento de los Oblatos de Pozuelo donde estaba reunida. Aquello era un sindicato y no algunos que he visto en mis cuarenta años de cárcel, absentistas, aprovechados y vagos cuyo objetivo primordial era pasear el folio, pontificar de vez en cuando y obtener un puesto para estar callados aunque sacando pecho. Sé de qué estoy hablando. Aquel juicio, el del Proceso 1001, empezó con muy mal pie porque el mismo día del inicio, 20 de diciembre de 1973, ETA asesinó a Luis Carrero Blanco, Presidente del Gobierno de Franco y Almirante que, según todo el mundo, estaba llamado a sucederlo. Muchos presos, tras la amnistía dicha, quedaron dentro y ese fue el origen de un grave problema. Se acuñó entonces un nuevo concepto: los presos sociales como contraposición a los presos políticos que habían sido liberados. Los presos sociales – sin saberlo seguían a las Escuelas de Criminología francesas, aquellas de : “todo el mundo es culpable menos el delincuente”. Si los presos políticos están en la cárcel por las leyes represoras de la dictadura, nosotros lo estamos por esas mismas leyes injustas de una sociedad que nos estigmatiza y nos señala, también injustamente. Este era el resumen de los movimientos carcelarios que pusieron en un brete al Estado en los años inmediatamente posteriores a la muerte de Franco.
Otros muchos presos, hablamos de finales de los años setenta, siguieron entrando porque la democracia y las leyes – supuestamente razonables, equilibradas y democráticas- no se hacen de la noche a la mañana. En aquellas cárceles había gente por negarse a hacer la mili – los insumisos-; había gente “presos por el gobernador civil” – como decían ellos mismos, sujetos y víctimas de arrestos gubernativos que hoy no soportarían ni el mínimo examen del principio de legalidad-; había gente a la que le era aplicada la legislación de peligrosidad social – la famosa “gandula” y “la peligrosa”-, mendigos, homosexuales, enfermos mentales, oligofrénicos… en un revuelto infumable y muy difícil de clasificar y de tratar.
Esta mezcla de personas vulnerables, este amontonamiento de gentes con mil patologías y mil rémoras sociales – incluidos los homosexuales que eran considerados desviados o invertidos como también se les llamaba. Echen mano de la historia y lean quiénes eran los sujetos peligrosos en la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación social que sucedió a la de Vagos y maleantes- hacía buena una máxima que escuché en aquellos años y que no he olvidado nunca: “Cuando no te quieren en ningún sitio es muy fácil que acabes en la cárcel”.
En ese ambiente: la dictadura sin acabar de finalizar, la democracia intentando abrirse paso, el país intentando ser moderno, la amnistía completada, el bunker de ultraderecha poniendo palos en las ruedas y pidiendo a gritos un gobierno de militares porque como decía el fascista Girón de Velasco “para eso no hemos ganado nosotros una guerra”. En este ambiente, mezcla de miedo, de ilusión, de miseria y de esperanza, las cárceles empezaron a arder en los motines más violentos que podían verse.
Era el verano de 1977. Se organizaba en las prisiones – con apoyo evidente del exterior- la llamada Coordinadora de Presos en Lucha, la COPEL. Los directores aguantaban el chaparrón como podían y los funcionarios éramos las grandes víctimas. Todos acojonados. Haceos una idea: trabajábamos 24 horas seguidas y librábamos 48. Eso significaba trabajar 8 horas diarias todos los días del año. Algunos memos lo consideraban un horario maravilloso. Pues bien, si entrabas de guardia un día a las nueve y tenías que salir al día siguiente a las nueve, el director te podía decir: quédese usted a reforzar el servicio hasta después de la comida… y las reclamaciones al maestro armero. Ni compensaciones ni nada que se le pareciera porque “este es un problema nuestro y somos nosotros quienes tenemos que resolverlo”. No había relación de puestos de trabajo, no había concurso de destinos – oficinas, área mixta, vigilancia….- cada uno iba donde el director lo ponía y punto. El director era un sátrapa casi omnipotente. Y las cárceles ardiendo y los funcionarios dentro un día detrás de otro. Si no hubiesen prescrito estás obligaciones tendrían que dar, a los funcionarios que queden vivos o en activo de entonces, un par de años de vacaciones…o de sueldo extra.
No sé, a lo peor os está pareciendo una brasa. Si es así me lo decís y dejo de daros la paliza.
Fantástico relato Manuel y nada exagerado. Yo, por suerte, no viví esa época, entré en estas casas más tarde (es qué soy más joven que tú) pero de todo lo que hablas he escuchado testimonio. Menos el olor que nunca soporté, y no me refiero al del pan, estoy contigo. Bueno tú tienes más gracia y mejor técnica. Enhorabuena una vez más