Les hemos visto encapuchados, levantando barricadas y haciéndolas arder, cortando carreteras, destrozando mobiliario urbano y saqueando comercios.
También les hemos visto decidiendo quién pasa y quién no por una calle, impidiendo a estudiantes acudir a sus clases en lo que debería ser el templo intocable de la educación: la Universidad, o insultando con los ojos inyectados de odio a todo aquel que no piensa como ellos.
Contemplamos desde nuestro móvil o televisión cómo agredían a mujeres por llevar la bandera de España, cómo apaleaban a un vecino que quería apagar el incendio de contenedores frente a su casa o cómo humillaban a un motorista que sólo pretendía circular libre por su ciudad cuando fue asaltado y robado (las llaves de la moto) frente a la mirada de una pareja de desconcertados Mozos de Escuadra, conscientes de que a los matones, los dirigen y protegen sus jefes.
Empero toda esta violencia no surge por generación espontánea, un chaval de 18 años no odia a un policía con el que nunca se ha ido a tomar un café porque sí, no llama fascista a todo aquel que no comulgue con sus ideas porque sí.
Ese odio se incuba, desde la infancia, en una sociedad que está enferma, capaz de poner a sus propios hijos de parapeto en mitad de los disturbios para auto convencerse de que son víctimas de algo.
La violencia sería inconcebible sin un maestro en la escuela que espía en el recreo quién habla catalán y quién no, sin un profesor en el instituto que saca a los estudiantes al patio para que tengan que levantar la mano en presencia de todos y decidir si se hace huelga por los políticos presos o no, sin rectores de Universidad que ceden al chantaje de 50 encapuchados y cercenan el derecho de miles de jóvenes a acudir a las aulas.
Pero quizá con eso no fuera suficiente, así que al llegar a casa y encender la tele, tienes un programa donde una periodista llamada Ana Pardo de Vera manifiesta que la violencia de la policía es peor que la de los manifestantes, después de que el diario que dirige haya recibido miles de euros del Gobierno de la Generalidad.
Cuando el dinero entra por la puerta, la ética salta por la ventana.
Pero en este folklore de revolución, aún hay más, se necesita más.
Ahí está el bufón Tony Soler, llamando “putos perros de mierda” a los policías que se jugaban la vida en Barcelona desde la televisión pública catalana, después de que su productora recibiera otra tacada de miles de euros del Gobierno de la Generalidad y, no se lo pierdan, 363.000 euros del Ministerio del Cultura de España, sí, de España, del gobierno español.
O sea, que de los impuestos que le quitan en la nómina a cualquier trabajador de Cuenca o Granada, el gobierno destina una parte a pagar a este personaje para que nos llame perros.
Y qué me dicen del último Premio Nacional de Literatura Cristina Morales y sus primeras declaraciones después de recibir el galardón: “la Policía es un cuerpo violento, ante el que sólo cabe la autodefensa”. La chica también sabe y opina de protocolos policiales, de procesos de violencia, le va a enseñar a los mejores antidisturbios del mundo, los nuestros, a controlar masas violentas con mucho dialogo y muy poca vergüenza.
El propio Gobierno de España subvenciona la zona cero de la violencia. No es que no sepa defendernos, es que fomenta y subvenciona los ataques.
Con todo y con esto, los peores son los equidistantes, los que apelan continuamente al dialogo. Dialogo de qué, ¿con quién?
El dialogo en democracia se da entre diferentes posturas siempre que todas estén dentro de la ley; fuera de esta no hay más dialogo que la aplicación del código penal.
O nos están queriendo decir que si eres un cartero de Albacete y te saltas la ley, lo pagarás, pero si eres presidente de una comunidad autónoma entonces no, entonces dialogamos.
Si un grupo de delincuentes entra a robar en una tienda familiar, ¿alguien vería lógico que el político de turno pidiera dialogo entre la banda asaltante y la familia propietaria?
Con quienes cometen delitos no cabe dialogar, no quieren dialogar, quieren imponer su dictadura ideológica y si no estás dispuesto a agachar la cabeza, entonces quieren señalarte y llamarte facha.
Es una obviedad que ninguno de los anteriormente nombrados calcula el impacto que pueden llegar a tener sus opiniones, y que tampoco ninguno desea la violencia, sino que se mueven básicamente por intereses políticos o crematísticos (o ambos). Más las consecuencias de su irresponsabilidad terminan aflorando, quieran ellos o no.
Cualquier joven con la cabeza poco amueblada que escuche cosas así de sus referentes mediáticos, sale a la calle auto legitimado para odiar a los policías que se vaya encontrando en el camino, como a seres despreciables, los mismos que no dudarían en jugarse la vida por él, llegado el momento.
El odio es una poderosa herramienta para alcanzar el poder, y la élite político financiera necesita rebaños utilizables para la causa… para la causa de seguir en el poder.
No hay mayor victoria para el establishment que hacer creer a la parte más ingenua y menos preparada de cada generación, que están iniciando una revolución, que van a cambiar las cosas, cuando en verdad su único roll en este juego es el de que todo permanezca igual.
Para unos son la base de un experimento de manipulación de masas que les permite seguir esquilmando una región y a un pueblo, mientras este aplaude.
Para otros no son más que otra forma de disidencia controlada como lo fuera el 15M.
Cuando el fuego se apague, igual que cuando se diluyó el espíritu de la Puerta del Sol, no habrá cambiado la vida de nadie, excepción hecha de aquellos a los que el poder puso a su disposición todo su aparato mediático para auparles como líderes de un descontento controlado. A esos sí que les cambió la vida, la vida y la hacienda.
El plan con el resto es tenerlos entretenidos en su papel de convencidos revolucionarios, como aquella juventud vasca de los 80/90, todos con el pelo a bacenilla y aros en las orejas moviendo arboles para que los caciques recogieran las nueces.
Casi todos decidían entrar en esa estética de seguridad que te permitía irte de chiquitos por el casco viejo sin miedo a nada.
No eran rebeldes, sólo eran peones de un juego de poder que ni siquiera alcanzaban a comprender. Rebelde era Miguel Ángel, que se negaba a jugar con las cartas marcadas, por eso le pegaron dos tiros.
Se necesitan muchas Bea Talegón, muchos Antonio Maestre, muchos comisarios políticos de la Cultura tipo Carlos Bardem o Juan Diego Botto, cuestionando a un policía que lleva tres horas repeliendo proyectiles en forma de bolas de acero, cócteles molotov o adoquines, por haber utilizado una pelota de goma para defenderse.
Todos están al servicio de una estructura de poder. No son rebeldes, son de facto los peones que perpetuán el sistema. Disidencia controlada.
Y el mismo día que Barcelona ardía, toda esa élite poderosa disfrutaba de una cena de gala en la montaña de Montjuïc.
Allí estaban Ada Colau, José Montilla, Artur Mas, Meritxell Batet o Carmen Calvo, sonriendo, conscientes de que en este juego de crear artificiales odios rentables, siempre ganan los mismos, siempre pierden los mismos.
Todos son la zona cero de la violencia, un encapuchado en una barricada no es más que un tonto útil.
El trabajo que queda por hacer no es ni judicial ni policial, aunque ambos sigan trabajando. El trabajo pendiente tiene que ver con decisiones políticas valientes.
Samuel Vazquez
Presidente de Una Policia para el S.XXI