El asesino solitario
Los problemas para poder prevenir un atentado de estas características son innumerables, hasta el punto de que casi resulta imposible hacerlo. Cuantos menos son los que actúan, menos posibilidades hay de abortar sus planes.
Según la criada, Dominga Castellanos, su amo llevaba varios años en que no se trataba con casi nadie. El mismo Merino reconoce en sus declaraciones que llevaba como siete años aislado. Vivía profundamente atemorizado encerrado en su casa por miedo a sus acreedores. Es más, para defenderse de ellos había llegado hasta el punto de comprarse en cachorrillo –una pistola pequeña- y su correspondiente munición que casualmente había dejado en casa el día del atentado a pesar de que con ella sí que hubiera conseguido su objetivo mucho más fácilmente que con el puñal y con menos peligro para él. Como se ha dicho antes se acostaba muy pronto, a eso de las siete de la tarde, y ni siquiera se atrevía a oficiar en los entierros que se celebraban de noche por miedo a que pudiera ser objeto de alguna encerrona por parte de sus acreedores.
Había comprado el puñal en el Rastro, según su propia confesión y para que la criada lo sospechara nada ni supiera nada –no hay mejor secreto que el que no se comunica a nadie- él mismo se había hecho una funda, como una especie de bolsillo, y se lo había cosido a la sotana por dentro, naturalmente.
No varió un ápice sus costumbres y su forma de vida. En estas circunstancias ¿quién puede prevenir el atentado? La única forma es un primer círculo de escolta eficaz que impida que el regicida se pudiera acercar demasiado a su objetivo. Esto no existía en la España de entonces, porque tampoco habían existido demasiados intentos de Regicidio.
En 1847 la misma Isabel II había sido objeto de uno. En aquella ocasión todo había sido muy distinto. Un abogado y periodista, Ángel de la Riva había disparado dos tiros de pistola contra la Reina en la calle Alcalá, muy cerca de la Puerta del Sol. El disparo le salió un poco desviado, ni siquiera le llegó a rozar el sombrero. Tras un proceso un tanto rocambolesco, el abogado fue condenado a garrote vil, pero luego fue indultado por la reina, y antes de un mes estaba de nuevo en la calle. ¡Qué diferencia de trato iba a recibir el cura!
Volviendo al tema de la seguridad, no había motivos para llevar la prevención al extremo y, menos aún, dentro del Palacio. Tenía una guardia estática de alabarderos y la reina se iba desplazando delante de ella. Por eso, y por muy juntos que estuvieran los alabarderos estáticos, al Cura en el tumulto, el revuelo y la confusión que siguió a su actuación, le hubiera dado tiempo para haber seguido apuñalando a la reina, pero la verdad histórica es que no lo hizo. Es cierto que el alabardero en sus declaraciones en el sumario alardea de haber sido el salvador de la reina por haberle quitado el puñal al cura. Lo cierto es que eso no fue más que una bravuconada, a toro pasado, a la luz de cómo se desarrollaron los hechos que están comprobados.
Traslado al Saladero
- Martín fue detenido por los alabarderos y llevado al Cuerpo de Guardia donde sufrió los primeros interrogatorios y se le instruyeron las diligencias. El día tres de febrero al oscurecer fue trasladado desde las dependencias del Palacio a la cárcel del Saladero. Había una larga distancia entre los dos lugares porque había que subir por la calle Mayor, la Puerta del Sol, la calle de la Montera, continuar por la calle Hortaleza, para terminar en el número 7 de la Plaza de Santa Bárbara. Allí se encontraba ubicada la celebérrima cárcel del Saladero. Se la conocía por este nombre porque había sido construida en 1768 por Ventura Rodríguez, autor de la remodelación del Paseo del Prado, en la que se incluía los diseños de las fuentes de Apolo, de Cibeles, de Neptuno. El primer destino de esta edificación fue la de salar tocino para abastecer de este producto a la población de Madrid. En 1831 se había convertido en cárcel, para lo cual el edificio tuvo que sufrir una remodelación bastante grande en su interior y se dotó de rejas a sus ventanas. Estaba a las afueras de Madrid, muy cerca del Postigo de Santa Bárbara, que Mesonero Romanos conoció en un estado lamentable.
El recorrido era largo y sobre todo, peligroso. Por eso, se le encomendó el traslado a un oficial de la Guardia Civil. Como era normal en estos casos, éste habría tomado sus precauciones para evitar que el reo se fugara o sus cómplices en el exterior le ayudaran a fugarse. El cura se quejó -¡qué cosa más rara!- de que ciertas precauciones le parecían excesivas y trató de tranquilizar al oficial diciéndole que conocía muy bien cuál era su situación y que se daba cuenta de que su muerte estaba decidida y nada haría para sustraerse al rigor de su destino. Es decir que no haría nada para impedir que le mataran, porque tenía asumido que esa iba a ser su suerte.
En efecto así sucedió. El mayor problema que se presentó en el traslado no fue el que el cura se intentara escapar. Sí que lo fue el hecho de que grupos de personas le insultaran repetidamente y que algunos más exaltados intentaran lincharle. La Nación, un periódico de la época, llegó a escribir lo siguiente:
“Entre los hechos que se citan como prueba de la serenidad de este hombre era la indiferencia con la que oía los insultos que hubieran pasado a vías de hecho si la autoridad no hubiera tratado de reprimir por la persuasión los ímpetus de los que querían asaltar el coche para despedazar al asesino”.
La sentencia
El proceso se llevó a cabo en un tiempo récord: la sentencia en primera instancia se promulgó al día siguiente, abreviando hasta la extenuación todos los plazos y todas las diligencias. Con mucha razón dice Ángel Fernández de los Ríos:
“Merino fue juzgado con arreglo al procedimiento extraordinario de los tiempos de Diocleciano; sistema de enjuiciamiento que se ha puesto en moda y cabalmente para los casos que el despotismo de los Césares le inventó; porque también ahora como entonces hay dos clases de procedimientos criminales: el ordinario, que sin tener garantías de acierto que le daba el jurado en el foro romano, se hace entre nosotros eterno, y tanto, que el público pierde la memoria del hecho punible que lo motiva, y no le presta atención alguna; el otro impaciente, ganando minutos, respirando odio o miedo al procesado, y destinado a los crímenes que por su gravedad exigen más continencia y más reposo que su enjuiciamiento y castigo. La causa del regicida Merino fue el más refinado modelo de este último procedimiento: el sumario y el plenario, las pruebas y las defensas en las dos instancias, se practicaron en tres días” (página 234).
Pues bien, el resultado de tanto apresuramiento, de tanto odio o miedo al procesado, fue una sentencia que ya entonces se consideró como altamente ejemplarizante, para que se lo pensaran muy mucho aquellos que, en el futuro, se les pasara por la cabeza atentar contra la Reina. Transcribimos solamente la parte final:
“Que debía condenar y condenaba a D. Martín Merino y Gómez a la pena de muerte en garrote, con arreglo a lo dispuesto en los artículos 160 y 89 del Código Penal; al resarcimiento de los gastos ocasionados por el juicio y al pago de las costas procesales; mandando que la ejecución se verifique en las afueras de la puerta de Santa Bárbara de esta capital; que el reo sea conducido al patíbulo con hopa amarilla y un birrete del mismo color, una y otro con manchas encarnadas, conforme a lo prevenido en artículo 91; que luego que esta sentencia cause ejecutoria, se pase testimonio literal de ella, con el oportuno oficio, al Eminentísimo y Excmo. Sr. Metropolitano para que se proceda a la degradación correspondiente del reo…”
Hemos visto cómo se cumplió exactamente en todas sus partes, menos en la última, la degradación del reo, es decir su reducción al estado laical, para que la justicia ordinaria pudiera ejecutarse.
La degradación del reo
Era la condición indispensable según las normas legales en vigor para poder conducir a D. Martín al garrote. La ceremonia era muy denigrante, pues consistía en oficiar de forma pública la retirada de la condición sacerdotal al reo. Para ello se le revestía con todos los ornamentos litúrgicos y después se le iban retirando uno a uno y raspadas sus manos para simbolizar la retirada de la unción con lo óleos sagrados. Ofició la ceremonia el obispo de Málaga, acompañado por doce sacerdotes, en presencia del Juez de Instrucción, el escribano de cámara y el Jefe Político –gobernador civil- de Madrid. En el salón en que se efectuó y en los balcones se agolpó numeroso público, que no cesó de cuchichear y de hablar, cuando no de dar gritos de Viva la Reina durante toda la ceremonia.
Mandaron a Merino que se revistiera como para decir misa. Eso era imposible si continuaba como estaba. Por eso preguntó:
- ¿Con las manos atadas?
Le desataron entonces las manos y comenzó a revestirse, rezando las oraciones que marcaba el ritual, porque se las sabía de memoria. El sacerdote que le ayudaba a revestirse se equivocó al ponerle el manípulo y se lo puso en el derecho. Merino le dijo simplemente:
- En el brazo izquierdo.
Luego comenzó el acto. Se arrodilló delante del obispo y entonces comenzó la ceremonia propiamente dicha. Le fue retirando el cáliz, la patena con la Sagrada Forma, le rasparon las manos… Como la gente seguía hablando, riéndose, asomándose por los balcones, que estaban abiertos de par en par, le preguntó al obispo:
- “¿Hay alguna rúbrica que disponga que se celebren estos actos a la luz del día y con los balcones abiertos?”
- Sí, así está dispuesto.
- No lo digo por mí, sino por la dignidad del acto, se limitó a comentar.
La ceremonia terminó cuando el obispo oficiante se dirigió al Juez con estas palabras:
- “Señor Juez: La Iglesia os entrega este reo. La iglesia espera que conciliéis la caridad con la justicia, que no se rechazan antes bien se hermanan y ayudan mutuamente…”
Con esta sentencia a muerte quedaba expedito el camino hacia el Campo de los Guardias que ya se ha descrito anteriormente y que puso fin a la vida de D. Martín Merino.
El camino que le llevó al Campo de los Guardias
Salió D. Martín el 7 de febrero, caballero en un borrico de gran alzada, pero del que había afirmado al verlo que era tan malo que merecía que le ahorcaran antes de él, atados los pies por debajo del vientre del jumento, como si temieran que no supiera cabalgar – él que tan buen jinete había sido durante la guerra contra el Corso- o como si tuviera la más mínima intención de escapar. Se había quejado amargamente de que le hubieran puesto un estribo en que apoyarse para poder subirse al burro con más comodidad y de que por esta causa el ayudante del verdugo le hubiera hecho daño en un brazo
Antes de todo eso, le habían colocado la hopa y el birrete, la túnica y el gorro amarillo con manchas rojas. De la primera vestimenta dijo que la había que poner con la máxima dignidad posible, del segundo se había quejado -¡genio y figura!- porque se lo habían hecho demasiado grande y tuvo que pedir ayuda para colocárselo bien, cosa que no era capaz de hacer por sí mismo. También había tenido unas palabras para los dos personajes más significados, el verdugo y el pregonero, que le iban a acompañar en esa particular subida al Calvario:
- ¡Vaya dos acólitos que me he echado!
Madrid entera era una fiesta. Caminaba el borrico a duras penas, abriéndose paso entre la multitud de curiosos y de acompañantes, autoridades, sacerdotes, hermanos de la Paz y de la Caridad. De vez en cuando el cortejo se detenía y el pregonero leía en voz alta la causa de la desgracia del cura, como si se estuviese celebrando un macabro vía crucis. Pasaron por delante de la iglesia de Chamberí y el cura observó que estaba algo desnivelada, por lo que necesitaba una reparación urgentemente. El día estaba claro: se veía, al fondo del horizonte, la Sierra de Guadarrama nevada y él iba gozando a su manera de esa vista, con escándalo del Hermano de la Caridad que no quería que apartase su vista de la estampa que le mostraba. Gozaba a su manera de lo que él mismo había provocado siendo en esos momentos el centro de atención de todo el universo, sin que la proximidad de la muerte, le afectara demasiado.
Cuando estaban llegando a una cierta distancia del Campo de los Guardias –actual depósito de aguas del Canal de Isabel II en la calle Bravo Murillo- comenzó a auparse una y otra vez todo lo que podía sobre su cabalgadura. ¿Qué le podía inquietar tanto en aquellos momentos? Pues estaba ansioso por comprobar si se había cumplido su deseo de que el garrote vil se hubiera levantado a considerable altura para que todo el mundo pudiera contemplar con comodidad su ejecución. Cuando vio el cadalso, se quedó más tranquilo, pero para entonces ya estaba atravesando por medio de una inmensa multitud –se calcula que asistieron a aquel acto unas 10.000 personas-.
Habían colocado en el tablado unos bancos donde le sentaron para esperar a que llegara la hora exacta –la una y cuarto, la misma en la que se había cometido el atentado- para agarrotarle. Vio un crucifijo: se levantó repentinamente de su asiento, lo besó y se volvió a sentar. Que hasta el final fue imprevisible en sus reacciones.
Rezó el credo con toda devoción y dijo que quería dirigirse al público. La gente cuando se percató de que quería hablarles, comenzó a dar vivas a la Reina, creyendo que iba a despacharse a gusto contra la soberana. Él comenzó diciendo que no iba a ser así y continuó dejando muy clara una cosa: que había cometido el delito él solito sin complicidad de nadie. Esa había sido justamente una de sus más grandes obsesiones durante todo el proceso y lo había repetido sin cansarse una y otra vez, viniera o no a cuento. Nadie estaba a su altura: “En España no hay dos hombres como yo” y en Europa, en otra ocasión, no somos más de una docena. Ese hombre tan extraordinario en su propio concepto iba a ser borrado de la faz de la tierra.
Llegó la hora. Se sentó en el banquillo del garrote y el verdugo procedió a colocarle la fatídica argolla alrededor de su cuello –“¡Buen pescuezo! ¿No le parece?”, le dijo al verdugo, pero a continuación se quejó –otra vez salió a relucir su genio- porque la argolla le hacía daño en uno de los lados, por estar mal encajada. El mismo se la colocó lo mejor que pudo. A una señal de la autoridad, el verdugo giró en seco el torniquete y la cabeza del reo se inclinó hacia delante. Había llegado al final el drama o ¿tal vez no? Solamente habían pasado cinco días desde que había comenzado.
¿Quería el cura Merino que le matasen?
Es una pregunta que surge una y otra vez leyendo sus escritos y sus declaraciones en el proceso. La expresión “hastiado de la vida” se repite en ambos una y otra vez, y, a la vez, hay como una expresión de que estaba harto de vivir y que quería morir, llegando a decir que no aceptaría el indulto en el caso de que se lo concedieran. Un hombre con la autoestima que tenía de sí mismo, como lo demuestra su insistencia en que no tuvo cómplices, en afirmar que en Europa entera no había doce hombres como él y en España no llegaban a dos no podía morir de cualquier manera. Y aquí viene una pregunta mucho más inquietante que todas las que hemos planteado hasta ahora. ¿Pudo escoger este medio para que le mataran delante de una multitud para poder demostrar su valentía ante la muerte y huir así de morir anónimamente en la cama?
Sabemos que padecía de próstata, aunque el creyera que la que le daba problemas era la vejiga. Se hacía pis encima, cosa que llevaba cada vez peor, pero que en el estado que se encontraba la medicina de entonces no tenía remedio. Por otra parte, se había esfumado todo su dinero. Él había sido inmensamente rico. Pero meterse en un negocio que desconocía, financiar aventuras arriesgadas, como un periódico y otros asuntos menores, habían dado al traste con su fortuna.
Es cierto que había conseguido una mísera pensión como exclaustrado, de 60 reales mensuales, poco más de lo que cobraba por entonces un portero de escaleras abajo, con lo cual se podía morir de hambre, a lo que había que unir lo que sacaba de decir misa en la Iglesia de San Justo, pero tuvo que renunciar por miedo a sus acreedores a asistir a los entierros por la noche que constituían otra buena fuente de ingresos.
Un hombre con su pasado, con sus riquezas, con su grandísima soberbia no podía morir en un rincón envuelto en sus propias miserias. ¿Le asustaba la vejez que ya comenzaba a dar señales inequívocas de su presencia en su físico? Fuera lo que sea es indiscutible que en sus escritos hay este impulso hacia la muerte y en sus declaraciones en el proceso también. Quería morir. Pero el suicidio era un pecado mortal, por lo cual tendría que hacer que le mataran de una forma notoria. Nada mejor para conseguirlo que atentar contra Narváez, por lo que se negó siempre a decir una sola palabra contra la Reina ni aun en el patíbulo. Cuando empezó a hablar a los que asistían a su muerte, se cuidó muy mucho de aclarar que no iba a decir nada contra la Reina. Tampoco es desdeñable el hecho de que el suicidio le hacía morir en pecado mortal, mientras que el del atentado podía tener perdón, con lo cual se podía asegurar morir en el seno de la Iglesia.
Estas reflexiones pueden explicar a su vez el interrogante que nos hacíamos antes ¿por qué no remató a la Reina? ¿Había sido suficiente con aquel gesto para asegurarse de que no tendrían más remedio que darle garrote? Esto tendría otra consecuencia: explicaría la impasibilidad con que asistió al proceso, a su degradación de las órdenes sagradas e incluso a su propia muerte. No serían más que acompañantes no deseados de su viaje hacia el más allá.
Martín Merino quería morir y lo más próximo en el tiempo a la realización del atentado. Había dos pruebas más además de lo que llevamos dicho: la primera el cuidado con el que se redactó el papel en que pedía perdón por su acción a la Reina y el segundo, al afirmar tan frecuentemente como lo llegó a hacer, que en España no había justicia porque él seguía vivo a pesar de lo que había hecho.
El escrito en que pedía perdón a la Reina, fue redactado después de una larga conversación con D. Francisco Puig y Esteve, teniente párroco de la Iglesia de Santa Cruz. En ella se aquilataron muchísimo las palabras, porque, en ningún momento, quería el Cura Merino que apareciera la más mínima insinuación de que estaba pidiendo a través de él el indulto real. No quería de ninguna manera que sucediera lo que había ocurrido con Ángel de la Riva, su predecesor en estos trances, que, habiendo llegado la petición de indulto a la Reina, ésta lo firmó, y salió a la calle al mes de estar en prisión, a pesar de tener una condena a garrote vil, que había sido conmutada previamente por otra de veinte años de presidio. El resultado de tanta conversación y de tan cuidada redacción fue el siguiente:
“Señora:
Martín Merino, indigno de contarse entre los súbditos de V. M., no puede menos, para calmar la inquietud de su conciencia, de acudir a suplicar rendidamente a V. M. se digne como cristiana perdonarle la atroz injuria que, en un momento de deplorable extravío, ha tenido la desgracia de cometer contra la augusta persona de V. M. La infinita misericordia del Rey de los Reyes, le hace esperar haber obtenido su perdón y, para morir tranquilo, quisiera alcanzar, o cuando menos, si de esto no es digno, implorar el de V. M. En esta atención y a presencia de todos los que le rodean, a quienes ruega firmen con él, declarando no haber tenido cómplices, rendidamente suplica se digne añadir una prueba más de caridad cristiana, a tantas obras como tiene dadas, echando en perpetuo olvido el horroroso atentado del infeliz,
MARTÍN MERINO”.
Este escrito se lo entregaron a la Reina después de la ejecución, para evitar que se produjera el indulto. Fueron los cortesanos más papistas que el Papa, porque en él era algo que ni se mencionaba, ya que se limitaba a pedir perdón a la Reina por el daño que se le había inferido nada más y con el único fin de morir tranquilo. De nuevo quiere dejar claro que no ha tenido cómplices. El Cura quería morir tranquilo nada más.
La otra prueba es la falta de justicia en España, siendo el vivo ejemplo de ello el hecho de que él a pesar de su horrenda acción siguiera vivo. Uno de los nobles que intervino según el en su detención, cosa que no fue cierta, dijo que le hubiera matado en aquel instante, si no le hubiera contenido la voz del jefe de los alabarderos que le aconsejó prudencia, para saber si tenía cómplices. El cura le respondió, con toda lógica:
- Le hubiera Vd. ahorrado el trabajo al verdugo.
Esto, que a la vez es prueba de la impasibilidad con que esperaba la muerte, es porque tenía plenamente asumido que él iba a morir después del atentado: fuera a manos de alguien de los testigos o por obra del verdugo. Por eso mismo, Merino ni siquiera había gastado un segundo en preparar la huida, buscando, por ejemplo, un lugar en que hubiera menos gente que en la segunda galería del palacio que llevaba desde la capilla real a la escalera.
Cuando le instan a que se ponga la hopa y el birrete, porque ha llegado la hora de comenzar el camino hacia el patíbulo, el cura comenta que habrá que ponérsela lo más dignamente que pueda y después se quejó de que el birrete se lo hubieran hecho demasiado grande. Esa dignidad del vestido más infamante que existía entonces para él consistía, sin ninguna duda, en que iba a ser su mortaja.
Hay muchas más pruebas de que D. Martín quería morir, la forma le era indiferente, después del atentado. Esto se convierte en uno de los elementos más inquietantes en toda esta historia. Evidentemente, la lógica del Cura no es la nuestra, es otra muy diferente como vamos a tener ocasión de comprobar en más de una ocasión.
El ensañamiento
Se pensaría que con la muerte por garrote habrían terminado legalmente las acciones contra el reo. No fue así y es algo que no encaja demasiado bien en esta historia. El ensañamiento con que se trató a su cadáver, a sus pertenencias, a lo que se escribió del proceso y el instrumento del crimen.
¿Por qué se molestaron tanto en promulgar varias Reales Órdenes en las que se mandaban cosas tan peregrinas como que se destruyera el puñal utilizado para el crimen, que se destruyera la misma causa y que se quemaran los escritos recogidos en casa de D. Martín? Menos mal que su biblioteca, que dicho sea de paso era bastante buena, fue entregada a un profesor de la universidad y que el piso en el que vivía en el número dos, cuarto segundo, del callejón del Infierno se dejó en pie.
Se mandó quemar su cadáver, pero sus cenizas en vez de dispersarse fueron recogidas y enterradas. La razón que se dio para ello tenía su punto de lógica. De no hacerse así, se corría el peligro de que alguien intentara robar el cadáver para estudiarlo. Incluso desde Universidades extranjeras se había pedido el cráneo para poder diagnosticar si era un asesino congénito o se había convertido en tal con el transcurrir del tiempo. Para evitar el robo del cadáver no había solución que poner un par de guardias de día y de noche: Merino saldría mucho más caro muerto que vivo. Además de que resultaba demasiado paradójico tener que proteger a un muerto, que estando vivo había necesitado de esa protección por el acoso a que le sometían sus deudores y se le negó todo amparo por la misma justicia.
¿A qué venía ensañarse con sus escritos que también se mandaron quemar? ¿Qué mal podrían hacer por más disparatados que fueran? Menos mal que D. Ángel Fernández de los Ríos los salvó. Gracias a ello, se pueden conocer mucho mejor la personalidad y las intenciones del cura.
Es evidente que a nosotros ese ensañamiento nos parece innecesario y además incomprensible. ¿Qué males tan irreparables podrían seguirse de conservar el puñal, sus escritos y la misma causa que se instruyó? Lo único que demuestra es un irracional odio o miedo al reo, que perjudica muy gravemente a la imagen de la justicia.
Consecuencias
La primera fue la construcción y puesta en servicio del Hospital de la Princesa en Madrid.
El 11 de febrero dirigía la Reina al Presidente del Consejo de Ministros esta carta:
“Bravo Murillo: Prosternada ante la Divina Providencia por su señalada protección y favores infinitos, mi corazón se halla conmovido ante las demostraciones de amor y lealtad que recibo a cada instante de mis súbditos. Estas demostraciones, sin embargo, pudieran concentrarse en un objeto que simbolizara de un modo permanente el carácter religioso y benéfico de los españoles. Con este fin, deseo que el Gobierno tome la iniciativa para abrir una suscripción voluntaria, cuyo producto se destine a edificar uno o más hospitales en conmemoración del nacimiento de mi hija y de mi presentación a mi pueblo después de las bondades que Dios me ha dispensado estos días. – ISABEL
La propuesta de Dª. Isabel II fue inmediatamente puesta en práctica y se hizo la correspondiente cuestación. Con el dinero recogido, se construyó al Hospital de la Princesa.
Este atentado tuvo otra consecuencia: una nueva reforma a la que fue sometido el Cuerpo de Protección y Seguridad Pública, que pasó a llamarse Cuerpo de Vigilancia por un real decreto de 25 de febrero de 1852. La Policía de ninguna forma pudo prevenir ese atentado, porque fue obra de un individuo, medio loco, al que dejaron pasar los alabarderos dentro del Palacio porque iba vestido con el traje talar. El atentado se debió a un fallo muy grande de los encargados de la seguridad del palacio. Pero no era infrecuente ni raro que esto se tradujera en una reorganización de la Policía.
Los objetivos que se propuso conseguir el gobierno fueron dos: hacer más eficaz la acción de la autoridad civil en materia de seguridad pública, que sería una de sus atenciones preferentes y realzar la importancia de los funcionarios encargados de ejecutar sus órdenes y la población cumpliera sus mandatos. Pero, todos se quedó en el limbo de las buenas intenciones.
Por una Real Orden de 9 de marzo de 1852, el cambio de nombre operado en Madrid se extendió a toda España.
Conclusiones
El atentado no pudo tener una ejecución a la vez más simple ni más imposible de prevenir, como suele ocurrir en todos los que son planificados y ejecutados por una sola persona. En este caso, además, una persona sumamente desconfiada y reservada, que hizo su rutina diaria hasta el momento en que fue detenido.
La rapidez con que se instruyó y se sustanció la causa pudo pecar de precipitación y de dejar aspectos muy interesantes del hecho en la sombra para siempre. Se movió con la presión de quienes pedían justicia rápida y a toda costa, que coincidían con los que tenían algo que temer del reo. Porque la muerte del cura, no lo olvidemos, a quienes más benefició fue a sus acreedores que por este medio se vieron libres de pagar sus deudas.
La interpretación de ese “¡Adiós, pueblo estúpido!” con que se despidió del público, que presenciaba su ejecución, puede ser que nos esté afectando también a nosotros, porque no hemos sido capaces de comprender las hondas razones del comportamiento del cura. En cierta forma se ha salido con la suya, demostrando que estaba por encima de todo y de todos.
Es cierto que eso sigue siendo un gran enigma, pero constituye un desafío a descifrar. Afortunadamente, hay elementos suficientes para intentarlo tanto desde su comportamiento como desde sus escritos. El atentado en sí mismo era completamente imposible de prevenir, dada la reserva con que llevó todos los preparativos. La ejecución presenta numerosas dudas e interrogantes, puesto que escogió el puñal y desechó la utilización de la pistola, y porque no siguió asestando puñaladas a la reina. Finalmente, el ensañamiento final con su cadáver y con sus pertenencias nos parece, se mire como se mire, innecesario y más allá de lo que la propia justicia exigía.

