I
Introducción: Un atentado espectacular
La vida del cura Martín Merino Gómez, el regicida, no confundir con don Jerónimo Merino guerrillero, párroco de Villoviado, es por sí misma sin los aditivos que le añade Galdós una verdadera novela. Por eso se ha elegido este título para el artículo que va a hablar sobre él. Fue toda ella una novelesca aventura por la cantidad de sucesos rocambolescos en que se vio envuelto, en unos casos a pesar de su voluntad, pero en otros muchos, provocados por él mismo.
De estos últimos, el más novelesco de todos fue, sin duda alguna, el atentado frustrado contra la Reina Isabel II. Ese atentado tuvo en su momento enormes repercusiones, pero no se ha estudiado con un cierto detenimiento. Cuanto mejor se conoce, más se agrandan ciertas dudas y cuanto más despacio se leen los escritos del cura, más incertidumbres surgen a la hora de emitir juicios. En el relato de los hechos se encuentran unas cosas contradictorias, otras muy inquietantes, algunas morbosas y otras que se han repetido de unos autores a otros sin someterlas a la más somera crítica.
Se van a poner algunos ejemplos. Si se examina ese atentado a la luz de la técnica de protección de personas, surge inmediatamente una pregunta: ¿por qué solamente le asestó una puñalada a la Reina? Si se analiza desde el punto de vista de sus escritos y de sus declaraciones en el proceso, se ve muy claramente que todo su odio y animadversión se dirigían a Narváez y a la Reina Madre, María Cristina de Borbón. Si se fija uno en la ejecución, sobrecoge la sangre fría y la soledad con que lo llevó a efecto. Es como si hubiera escogido a propósito una forma casi inofensiva pero muy espectacular para garantizar una sentencia de muerte. ¿Por qué se trató de ocultar al público su comportamiento ante la muerte, que tenía perfectamente asumida y sobre todo su impasibilidad ante ella? ¿Por qué el ensañamiento que sufrió post mortem? Además, las últimas palabras que pronunció el cura, según algunos periódicos, fueron: “¡Adiós, pueblo estúpido!” Hubo quien las interpretó como una muestra palpable de soberbia y, sin embargo, vistas a la luz de los acontecimientos, no dejan de ser una parte del enigma.
Por otra parte, sus escritos se polarizan en torno a dos palabras: sus desgracias y la justicia. El cura Merino, gran lector, era un perfecto conocedor de la poesía y de los autores latinos en general; sabía de memoria casi toda la Vulgata –la traducción de la Biblia al latín realizada por San Jerónimo- e intercalaba en sus frases muchas palabras latinas. Escribió, en un español correctísimo, un tratado inacabado de política moral contra Narváez.
Hay, pues, aparte de la cantidad no despreciable de morbo que este hecho siempre ha generado, motivos más que suficientes para acercarse a él con un cierto detenimiento y con una independencia de juicio que permitan sobrevolar por encima de toda la literatura existente. Sin embargo, no se va hacer de este personaje uno novelesco: bastará para ello describirle lo más ajustadamente a la realidad que se pueda. Su aventura vital lo es en tal grado, que no hay novela que la pueda mejorar. Resulta por sí misma suficientemente novelesca como para intentar transformarla más, convirtiéndola en lo que, en mucha parte ha llegado hasta nosotros, en una leyenda.
La vida y milagros de Martín Merino
El garrote vil puso punto final a una vida llena de avatares y aventuras, que había comenzado en Arnedo (La Rioja) en 1789, el mismo año de la Revolución Francesa y en el que subió al trono de España, Carlos IV. Tenía once años cuando fue enviado a un colegio de frailes Franciscanos Reformados (vulgo, gilitos) de Santo Domingo de la Calzada. Allí permaneció hasta 1808 en que regresó a Arnedo con sus padres, hasta ver en qué terminaba la invasión de España por las tropas de Napoleón. Pero, al poco tiempo, decidió volver al convento, en el que los graves acontecimientos, que estaban sucediendo le desbordaron. Lo abandonó de nuevo, pero, ahora, estaba decidido a luchar contra los franceses. Compró un caballo, que había sido desechado por inservible en una requisa por los franceses (los peplas[1]) y viajó hacia el sur. Cerca de Sevilla se enroló en una partida de guerrilleros, muy posiblemente la de los Cruzados de la Mancha del cura Francisco Ureña, hasta que la situación se hizo muy peligrosa, pasando a Cádiz, en cuya defensa tomó parte. Allí, terminó sus estudios eclesiásticos y fue ordenado sacerdote en 1813.
Terminada la guerra de la Independencia regresó una vez más a su convento de Santo Domingo de la Calzada. De nuevo, su estancia en él duró unos cinco años: esta vez porque se enzarzó en discusiones con los otros frailes, debido a sus ideas liberales. Las peleas dialécticas debieron adquirir un tono muy agrio, para que uno de los frailes amenazara con denunciarle por hereje y liberal. Se tomó muy en serio esta amenaza, porque se exilió a Francia en 1819.
Estuvo en Angers hasta el año 1821, en que decidió volver a España. Aprovechó el tiempo de su estancia en Madrid para arreglar sus papeles, pasando al clero secular, abandonando la orden religiosa, incardinándose en el arzobispado de Toledo. Él mismo confiesa que “tomó parte en los sucesos de 7 de julio de 1822 en favor del partido liberal”. Cuando la vuelta al poder absoluto del Rey, tras la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, fue delatado por alguien. Le detuvieron y estuvo en la cárcel hasta principios de 1824 en que se promulgó una amnistía, a la que se acogió. Fue liberado y decidió que corría mucho riesgo quedándose en España. Tomó de nuevo el camino del exilio, y lógicamente volvió al lugar que conocía, es de decir a Angers, en las cercanías de Burdeos.
No le fue demasiado bien, porque, casi enseguida, se trasladó a Burdeos. El Arzobispo, pasado algún tiempo, le asignó la parroquia de Saimedal, un pueblo que estaba a tres leguas (unos 15 kms.) de Burdeos. Allí estuvo a gusto, porque permaneció en esta parroquia hasta que de nuevo volvió a España, esta vez de forma definitiva en 1841. Tenía ahorrado un dinero, con el que podía pasar bastante bien el resto de su vida, a nada que le favoreciera un poco la suerte en Madrid. Eran unas 8.400 pts, que era una cantidad considerable por aquellos entonces.
La vuelta a casa: cura saltatumbas
Regresó de Francia el 3 de diciembre de 1841, según consta en una Real Orden por la que se le reconocía una pensión como exclaustrado. El motivo de su regreso no fue otro que haberse enterado de que era regente Espartero. Se instaló en Madrid en un piso de alquiler en la calle Bordadores 3, cogiendo como ama de llaves a Rafaela Calvo, que iba a jugar un papel importante en el devenir de los acontecimientos.
Se convirtió entonces en lo que muy gráficamente él denominaba como cura “saltatumbas”, traducido a un lenguaje actual, “culo de mal asiento”. Se comenzó llamando saltatumbas a los curas que sobrevivían gracias a oficiar en los entierros, sobre todo en los nocturnos, que era cuando más cobraban y después a los que se cambiaban con demasiada frecuencia de iglesia.
En principio fue destinado, gracias a la recomendación de un diputado, capellán de número a la Iglesia de San Sebastián. Este diputado bien pudiera ser Salustiano Olózaga o su hermano José, pues les conocía a ambos que también eran de La Rioja. Al parecer poco después le escribió una carta en que se le insultaba a su padrino, porque estaba muy descontento con el destino que le habían dado.
Fue expulsado después de esa iglesia, pero las razones que dio “El Católico” no fueron las verdaderas o, al menos, no lo eran del todo. Según ese periódico de filiación carlista, una de las razones de su expulsión fue la de que “el clero estaba abochornado con él, pues a cada momento estaba la Policía en su busca”. El mes de abril de 1847 comenzó a decir misa en la Iglesia de San Millán, que en la actualidad no existe, ya que fue derribada a finales del siglo XIX.
El 15 de diciembre de 1850 se marchó de esa Iglesia, aduciendo que había conseguido tener misa de punto en una Iglesia que no era jurisdicción del Sr. Arzobispo. Es por esta circunstancia por la que el párroco de San Millán aclaraba en el sumario que no había dicho misa antes del atentado en esa iglesia. Lo cual era cierto, porque según el párroco de San Justo llevaba como dos meses diciéndola en la de San Justo, sita en la calle Sacramento y además a primera hora de la mañana.
Estas serían en síntesis sus vivencias cuando regresó de Francia en lo que respecta a sus relaciones con la Iglesia. Fueron bastante conflictivas, en algunas ocasiones, no se puede negar, aunque también, como veremos, le dieron muchos motivos para ello.
¿Tuvo la suerte de cara?
En 1843, ocurrió un hecho que cambió radicalmente su vida. D. Martín solía pararse en una administración de Loterías de las Cuatro Calles, cuando terminaba sus trabajos en la Capellanía de la Iglesia de San Sebastián. Acostumbraba a comprar unos billetes de lotería. Aquel debía ser su día de suerte, porque se encontró con que le habían tocado algo más de 5.000 duros, lo cual significaba, ni más ni menos, que, sumado a lo que había traído de Francia, se había hecho rico. Téngase en cuenta que por aquella época tener un sueldo de 8.000 reales (2.000 pts) anuales era considerado como algo con lo que se podía vivir muy desahogadamente y que muy pocos afortunados cobraban.
Quiso hacer negocio con su dinero y se dedicó a dar préstamos, naturalmente, dada la mentalidad y usos de la época, usurarios. Varios de ellos, alguno muy importante, resultaron fallidos, porque D. Martín no tenía un conocimiento exacto del mundo en que pretendía entrar. Esto le produjo muchos disgustos y , lo peor de todo, la enemistad de varios curas a quienes reclamaba la devolución de los préstamos, de forma muy poco pacífica en ocasiones, como en el caso del cura párroco de San Sebastián, al que persiguió, incensario en mano, cuando ya estaba revestido para decir misa por toda la iglesia, ante el estupor indescriptible de los feligreses, que estaban esperando otro tipo de celebraciones. Había avalado un préstamo a un sobrino suyo, que nunca llegó a devolver. A raíz de todo esto, se descubrió que se dedicaba al negocio de los préstamos usurarios con intereses crecidísimos a las mujeres que vendían en las plazuelas. Pero, este era un negocio normal en aquellos tiempos.
Esta actividad le produjo numerosos quebraderos de cabeza y terminó en su total ruina. Uno de los préstamos más grandes que hizo fue a parar a las manos de José María Salazar, quien no contento con no devolver ni un solo real del principal ni de los intereses, en 1847 le propinó una regular paliza en la calle de Atocha, cuando le fue a reclamar su dinero. Desde entonces vivió amedrentado y para evitar que hechos de esta calaña se repitieran se fue a la armería de los alabarderos en la calle Alcalá y adquirió un cachorrillo –una pistola pequeña- que le fue ocupada en el piso, porque no la utilizó para realizar el atentado, a pesar de que hubiera asegurado mejor el resultado final del mismo.
- Martín y sus criadas
Es este un asunto sumamente desgraciado dentro de la vida del cura Merino. La primera que contrató, al regresar de su exilio, fue Rafaela Calvo. Resultó ser un poco pendón y un tanto desahogada. Por culpa de ella, se vio en la boca de todos los madrileños y le costó ser protagonista de un suceso tan extraordinario que se estuvo comentando en la prensa cerca de cincuenta años. Tuvo unas consecuencias nefastas para la reputación del cura.
Resultó que Rafaela Calvo, su ama de llaves, quedó embarazada. D. Martín la echó de su casa, pero ella intentó suicidarse, siendo detenida, in extremis, por un guarda. Durante el proceso, el suicidio estaba considerado en el Código Penal como un delito, le echó la culpa al cura de su desgracia, lo que valió a este una fuerte reprensión por parte del obispado. El desenlace final de esta historia no pudo ser más rocambolesco, pues terminó en que, cuando Rafaela dio a luz, el niño era negro. No podía ser de otra manera, porque era fruto de sus relaciones con un antiguo esclavo fugado jamaicano, llamado, nada menos, que Jorge Washington González. D. Martín quedaba automáticamente exculpado, pero su honor no volvió nunca más a su antiguo estado.
La segunda ama de llaves que contrató fue Cipriana Gómez, “que casó hará un año con un tal Francisco, cuyo apellido ignora, que tenía una fábrica de fósforos junto al puente de Toledo y en día de ayer o en el de hoy se habrán marchado al pueblo de ella, que lo es de Ontovar de la Alcarria”. Al quedarse arruinado, se vio en la precisión de reducir drásticamente los gastos y contrató solamente a una criada, que era la que estaba viviendo en su casa cuando ocurrieron todos estos hechos, y que se llamaba Dominga Castellanos. Dicho sea de paso, a causa del atentado, perdió su empleo.
El atentado
El 2 de febrero de 1852, el día de la Virgen de las Candelas, la Presentación de la Virgen en el Templo, el Cura se había levantado muy pronto, como todos los días, cosa que ya no representaba ninguna dificultad para él, pues acostumbraba a acostarse muy temprano, sobre las siete de la tarde, y después de dormir cuatro o cinco horas se despertaba y pasaba el resto de la noche leyendo.
Aquel día hizo exactamente lo mismo que había hecho durante muchos años en los días festivos. Se levantó y se dirigió a la Iglesia de San Justo, que está en la calle Sacramento, muy cerca del callejón del Infierno donde él vivía. Dijo la misa de las nueve de la mañana y después participó en la procesión de las Candelas en su parroquia. Según D. Francisco Pardel, párroco de la Iglesia de San Justo, había asistido a la función de las Candelas y tomó vela en ella y, al concluir la procesión, se marchó diciendo que iba a tomar el chocolate. Eran las 10,30. Volvió a su casa para desayunar. La criada tenía preparada una jícara de chocolate, que se tomó sin hacer ningún comentario. Le entregó una vela a Dominga, su criada y lo único que le dijo fue que, a lo mejor, volvía tarde para comer. Eso significaba que tendría algunas cosas más que hacer y que se retrasaría un poco de las 13 horas, que era la normal de comer en el siglo XIX. Dominga, aunque llevaba solamente dos años sirviendo en aquella casa, sabía perfectamente que no podía pedir explicaciones, porque con el genio que se gastaba el cura, no le iba a dar ninguna.
Se dirigió, pues, al Palacio Real, donde se preparaba una gran fiesta. Era la presentación de la infanta, nacida el día 20 de diciembre de 1851, a la Virgen en el santuario de Atocha, como era tradicional. La infanta era alguien que con el paso del tiempo se iba a convertir en uno de los personajes más populares de Madrid castizo. Se trataba de Isabel Francisca de Asís de Borbón, la hija mayor de Isabel II y de Francisco de Asís, y por lo tanto, en aquellos momentos, era la heredera del trono. Fue más conocida y popular por su apodo: “La Chata”.
La entrada al palacio le fue franqueada por un alabardero, que le vio anciano y con el traje talar. Ni siquiera le exigió la papeleta que se expedía como justificante de la entrada. Era normal en esas ocasiones que el mismo Palacio se llenara de curiosos. El cura se fue a la segunda galería de la derecha que comunicaba la Capilla con la escalera. A base de empujones y de codazos, logró abrirse paso hasta la primera fila, hasta conseguir un lugar privilegiado.
Allí podría lograr su objetivo, pues creyó que en la capilla se encontraba la causa de todas sus desgracias, que no era otro que el general Narváez. De acuerdo con el protocolo debería abandonar el Palacio antes que la Reina, pero la fatalidad hizo que, al salir, tuviera que despachar un asunto urgente con uno de los ministros. La Reina, impaciente, decidió no respetar el protocolo, una vez terminada la ceremonia, pues le estaba esperando un coche de caballos para llevarla a la Basílica de Atocha. Eran las 13,15 horas y el Te Deum estaba programado en Atocha a las 13,30. Merino también se impacientaba, porque Narváez no terminaba de salir. En éstas estaba, cuando vio aparecer a la Reina, acompañada por un séquito impresionante de cortesanos. Como un relámpago se cruzó por la cabeza la idea de que para salvar a España de tanta injusticia lo mismo o mejor tal vez era matar la Reina.
Se acercó a ella. La reina seguramente pensaría ¡Un cura! Éste me va a entregar un memorial o una lista de agravios. Se inclinó hacía ella y tendió la mano:
– ¿Qué quieres?
– Esto.
Repentinamente, sacó el puñal que llevaba oculto debajo de la sotana y levantó el brazo todo lo que pudo para coger fuerza. La Reina levantó también el suyo, el derecho, instintivamente para cubrirse del golpe y esto fue la que la salvó. El cura descargó el golpe, pero resbaló al encontrarse con el brazo y el cuchillo siguió su trayectoria penetrando a través de la ropa –el oro con el que estaba tejida hizo de coraza- en el hipocondrio anterior derecho, algo por encima de su cadera. Tuvo suerte la reina, porque el cuchillo tropezó en una de las ballenas de su corsé, y perdió aún más fuerza. La herida que se produjo era como de ocho pulgadas pero apenas tenía una de profundidad. Fue una herida leve, a pesar de su aparatosidad y de la sangre que se vertió.
– Con esto tienes bastante. ¡Muerta eres!
La Reina cayó hacia atrás, apoyándose en su caída en el aya que la seguía a corta distancia llevando a la Princesa de Asturias y el mayordomo de semana que iba inmediatamente detrás de ella y le ayudaba llevando la cola de su pesado vestido. La niña fue recogida por alguien, a quien después de esto se le dio el título de Marqués del Amparo. El cura se quedó inmóvil, con el puñal en la mano, como si se hubiera quedado petrificado. En esa postura fue detenido por un alabardero, que fue el primero en reaccionar en medio del revuelo que se organizó. No es cierto, como dijo la Gaceta Militar que forcejease con nadie ni que intentase huir. Y con esto llegamos al mayor misterio de toda esta historia.
¿Por qué no mató a la Reina?
El cura Merino pudo haber matado a la Reina, porque la tuvo a su merced durante un lapso de tiempo breve, pero suficiente para haber podido seguir apuñándola. Pudo repetir la puñalada una o dos veces más, pero no lo hizo. Cuando hay una carga de odio muy grande, también se genera un gran ensañamiento con la víctima. En este caso no existió ese ensañamiento, cabe preguntarse, por tanto, ¿había ese odio tan profundo del cura hacia la reina? Esta puede ser la clave de todo este asunto.
Se había dicho más arriba que a quien realmente odiaba el Cura y quería asesinar era al General Narváez y, en menor medida, a la Reina Madre, Dª María Cristina de Borbón. En su declaración durante el proceso dejó muy claro cómo surgió la idea de matar a la Reina:
“Que a quien ha tenido siempre deseos de asesinar ha sido al Excmo. Señor Duque de Valencia a quien creyó ver en la ceremonia de Palacio y a quien tenía gran odio por creerle corruptor de la monarquía, ejército y nación; y no habiéndole encontrado allí formó de pronto el proyecto de atentar contra la Reina”.
La decisión de atentar contra la Reina la tomó cuando estaba dentro del Palacio y solamente, cuando dudó de que lo podría hacer contra Narváez. Era a quien odiaba, no a la reina.
En ningún momento, se puede deducir de sus escritos que, cuando habla de cómo pueden caer los reyes y los tiranos, se esté refiriendo a la reina de España. ¿Por qué? Porque tanto en sus declaraciones como en sus escritos consideraba que la Reina era menor de edad y no adquiriría esa mayoría hasta que cumpliera los 25 años. Él no iba a matar a una niña: recuérdese un dato muy importante en este sentido. Isabel II cuando ocurrió el atentado tenía 21 años, pues había nacido en 1830. Por esto se explica lo que contestó textualmente al Juez de Instrucción de Palacio, tal y como se recoge en el sumario:
“Que cuando compró el puñal no tenía interés en matar a la reina porque no era mayor de edad y aunque lo fuese en virtud de la declaración de las Cortes, esto era contrario a la ley, y que se proponía hacer un servicio a la humanidad”.
De sus palabras –“¡Muerta eres! ¡Con esto tienes bastante!”- al tiempo de herirla indujeron a un tremendo error. Se dedujo de ellas que el puñal pudiera estar envenenado. Por eso, se le hicieron las pruebas químicas pertinentes y se le preguntó al cura, a lo que éste contestó que nunca se le había ocurrido tal cosa. Fue consciente de que esa puñalada no había sido suficiente, pero no insistió en su acción hasta asegurarse de que la había matado. La pregunta sigue pues en pie ¿por qué no continuó apuñalándola en la tremenda confusión que se generó, cuando tuvo tiempo –muy breve si se quiere- pero suficiente para hacerlo, repitiendo su acción por lo menos un par de veces más?
Es cierto que en el sumario tanto el aya como el mayordomo de semana, Don Francisco de Torrijos, declararon que cuando lo detuvieron tenía el brazo levantado en actitud de repetir el golpe. El aya, Marquesa viuda de Pomar, que la Reina cayó de repente sobre ella “y en aquel momento vio a uno vestido de clérigo, con un puñal levantado, en actitud de dar a S. M. un segundo golpe…”. El mayordomo de semana declaró que los alabarderos que reaccionaron fulgurantemente impidieron que se produjera ese segundo golpe.
El problema es que ese segundo golpe no se produjo y que la reacción de los alabarderos no podía ser tan rápida como para impedirlo. Se podría demostrar aún hoy simplemente con una reconstrucción del atentado. En la declaración de uno de los alabarderos hay una confirmación explícita de todo lo que llevamos dicho:
“Viendo el declarante que un eclesiástico vestido de hábitos talares hizo la demostración de inclinarse como para entregar un memorial o besar la mano a S. M. la reina, y queriendo evitar, según órdenes que tiene de sus jefes, para que nadie se aproxime a sus majestades bajo ningún pretexto, mientras éstas pasan por delante del cuerpo cuando éste está formado, vio tenía un puñal en la mano y con el cual había herido a S.M., al cual sujeto vio con dicha arma en la mano”.
Es muy importante anotar que este alabardero fue el que detuvo al cura. A pesar de estar pendiente de la escena, según su propia confesión, no habría podido impedir un segundo golpe. Solamente reaccionó después de ver el cuchillo, que es justamente por lo que estamos diciendo que hubo unos segundos de vital importancia.
Otro alabardero dice en el proceso que intervino, pero dudo mucho que lo hiciera antes de quien prestó el testimonio que acabamos de transcribir que, para mí, se ajusta más a la verdad de los hechos, porque es la que más coincide con la del aya y la del mayordomo. Esta declaración tiene un tufillo a autojustificación incuestionable:
“Ocurrió que un clérigo…y le dijo que se retirase, a qué contestó ¡Ya eres muerta! Y que el que declara asió inmediatamente diciéndole “Ah, pícaro asesino, ¿qué has hecho que has muerto a S.M.? y enseguida se le condujo preso al cuerpo de guardia”.
A esta declaración únicamente se le puede hacer una observación muy simple: si las cosas hubieran sucedido tal y como las cuenta este alabardero, hubiera sido imposible realizar el atentado, pues el cura hubiera sido apartado de las inmediaciones de la reina, sin que hubiera podido sacar siquiera su puñal. Además, que no cuenta cómo la apuñaló y lo único que se puede deducir es que, cuando él reaccionó, ya estaba todo solucionado. De la acusación del promotor fiscal en el juicio se deduce también que leyó demasiado de prisa las diligencias, cuando afirmó con toda rotundidad que los guardias alabarderos “detuvieron el brazo y quitaron el puñal al mismo tiempo que acababa de darse el fatal golpe”. Se ha demostrado hasta la saciedad que esto no fue cierto.
(Continuará)
[1] “Parece que esta palabra, en efecto, surge del compuesto francés plait pas. A principios del XIX hubo en Sevilla un intendente francés encargado de comprar caballos para el ejército de ocupación, a quien la gente le llevaba sus animales. El francés los examinaba cuidadosamente, aceptando unos y rechazando otros. Respecto a éstos últimos, los descartaba con un lacónico y enigmático plait pas, que en castellano significa “no me gusta”. Así, la voz “plepa” se introdujo en castellano con el significado negativo de “caballo defectuoso”, que luego se hizo extensivo a personas y cosas”. (Patricio Celdrán. “Inventario general de Insultos”, página 226.
