Es policía y escribe.
Lo hace muy bien, sus miles de seguidores en twitter lo confirman, cada día asoman a su muro a leer la historia.
Son historias cotidianas, quizás propias vivencias policiales.
No dice su nombre, se hace llamar “un policía cualquiera” que trabaja en una oficina de denuncias de cualquier capital de España. @policia_ODAC es su dirección.
Hoy reproducimos la historia de Juan, que aparece en su muro, por su sencillez y realismo:
Os voy a contar la historia de Juan. Juan «El Vividor» (ficticio).
Es la historia de tantos otros y sus tristes finales.
Juan nació en un barrio acomodado. En una familia de clase media alta que, desde bien pequeño, nunca le privó de nada. Sus antojos infantiles todos eran favorecidos. Y no solamente juguetes, no: cualquier acción, cualquier gesto, eran bien vistos por sus familiares y allegados.
Que al niño le apetecía lanzar las sillas al suelo, pues ahí estaban todos afirmando que cuanto más caso se le hiciera, peor; que se lo habían oído decir a no sé qué psicóloga infantil que salía en televisión.
Por supuesto, todas las sillas acabaron rotas, y Juan muy sorprendido, ya que nunca supo por qué, portándose tan mal como se portaba, nunca le regañaban.
A Juan no le enseñaron la cultura del esfuerzo; aquella de que «para conseguir algo, había que ganárselo». A él le mostraron el camino de la permisividad, de «pedir y tener al instante», y nunca, nunca tuvo condiciones ante sus deseos.
Saca buenas notas que si no no te compraremos la bicicleta – le decía su madre siendo Juan bastante pequeño. Y ahí estaba Juan, aprobando poco o nada y con una bici nueva cada verano.
Conforme iba creciendo sus caprichos iban aumentando. Y aunque su familia tenía posibles para eso, todo tiene un límite. Aunque esos límites nunca estuvieran en los pensamientos de Juan.
La buena paga que sus padres le daban servía para conseguir su consumo propio de marihuana y hachís. Sin embargo, la cosa cambió el día que decidió probar drogas más caras.
Día sí, día no, Juan pedía por esa boca mientras ponía la mano, y su familia nunca se preguntó cómo ni en qué era posible que Juan gastara esa cantidad de dinero. Solo le daban, y le daban, y le daban… Hasta que un día su familia le cortó el grifo.
Juan nunca lo llegó a comprender. ¿Cómo es posible que su familia lo dejara de querer? «Familia de mierda es lo que tengo» pensaba. A pesar de todo esto, se mantenía en sus trece.
«Pues yo quiero. Deseo. Necesito más cocaína». Y ahí estaba él, intentando conseguir dinero a toda costa para sufragar el «noble» vicio de consumir farlopa. ¿Trabajando? Ni por asomo. Ahora os lo contaré:
Un día, Juan vio salir de un cajero a un «pardillo con gafas», como así los llamaba. Y ni corto ni perezoso, se fue a por él.
– ¿Tienes un cigarro?
– ¿Eh? No, no fumo – contestó el pobre chaval asustado porque ya sabía de qué iba el asunto.
– ¿Cómo que no? ¿Y no tienes hora?
– No, no – contestaba el otro mirando al suelo del puro miedo.
– A ver ¿qué tienes ahí? ¿Qué llevas en ese bolsillo?
– Nada, no es nada – le contestó «el pardillo con gafas» poniéndose la mano en el bolsillo para impedir que Juan se llevara el teléfono.
Y Juan, ese al que nunca nadie le dijo que no; ese al que nunca le enseñaron que hay cosas que no están al alcance de nuestra mano, le soltó tal hostia al pobre chaval que el «pardillo con gafas» acabó en el suelo sin ellas y sin varios dientes.
Horas más tarde, Juan cambiaba el teléfono por unos cuantos gramos de polvo blanco.
¡Qué gusto daba tener vicios y caprichos a costa de los demás!
¡Y qué fácil era! Acabó siendo el más «malote» del barrio.
Sus amigos besaban el suelo que Juan pisaba, y todas las «tías buenas» con aires de chonismo perdían las bragas por él.
Nadie le tenía miedo y todo lo que decía Juan, iba a misa. No tenía miedo a nada porque nadie le replicaba.
Un día, Juan quiso ir más allá; dar otro paso en su carrera delincuencial. ¿Por qué robar a «pardillos con gafas» para conseguir dinero para droga cuando podía robarla directamente a los camellos?
Y así, sabiendo de ante mano que en el barrio de al lado iba a haber un pase de varios kilos de coca, allá que se fue navaja en mano y la cara tapada.
¡Qué fácil fue! ¡Y qué fiesta se pegaron todos después!
¡Viva Juan! Aclamaban sus seguidores.
Y Juan sacaba pecho.
Era todo un «mafias».
Y esta acabó siendo la razón de su existencia. ¿Para qué robar al pez pequeño cuando puedes robar al pez gordo?.
Una noche, después de dejar a su novia en casa, Juan regresaba a la suya en moto.
En un momento dado, un coche se le puso en paralelo durante unos segundos, bajaron las ventanillas y lo cosieron a tiros.
Juan acabó como un colador.
¡Cómo lloraban sus amigos y familiares! ¡Qué lástima!
Incluso se llegó a decir: ¡Qué bueno era, si te daba hasta los buenos días y reciclaba!
Los familiares lloraban y lloraban y no entendían qué había pasado.
– ¿Puede que estuviera metido en algún lío? – les llegaron a preguntar.
Y sin dudar ni un segundo, afirmaban sin pudor:
– ¡Qué va! Si él no era malo. Fue la sociedad quien lo hizo así.
Por cierto, lo de ficticio solo es el nombre.
Es lo q hay.