Introducción
A lo mejor, el título resulta algo pretencioso, porque lo único que se puede ofrecer en pocas líneas son unas gruesas pinceladas sobre la delincuencia. Esto no impide que sea cierto, porque la delincuencia en Madrid es el asunto medular y central de este artículo, por otra parte, poco tratado y conocido. Pasaría otro tanto de lo mismo, si, en vez de los delincuentes, tuviéramos que hablar de la Policía de la época.
Se va a centrar nuestra atención en la delincuencia “común”, dejando de lado la terrorista, que estaba siendo protagonizada por el anarquismo. Para ello se va a proceder en primer lugar a clasificar de alguna forma a los delincuentes, para, después, poder abordar su carrera delincuencial. A continuación, se estudiarán con algún detalle dos casos muy sobresalientes: el de una estafadora a lo grande, Baldomera Larra, hija de Mariano José, y el de un carterista eminente, Federico Laveruy.
Las clases de delincuentes
En la zarzuela “La Gran Vía”, se presentan tres personajes de una forma un tanto peculiar: “Soy yo, el rata primero, y, yo el segundo, y yo el tercero”. ¿Quiénes eran estos “ratas” de la zarzuela? ¿Abundaban tanto en el Madrid de finales del siglo XIX para que se les pudiera presentar de tres en tres y en mayor número que a los policías?
“Rata” en masculino era el nombre por el que se conocía en argot popular a los delincuentes de pequeña monta, porque era la abreviación castiza de la palabra “ratero”. Eran los que sustraían una prenda de ropa puesta a secar que colgara demasiado baja y se pudiera coger o de un salto o utilizando un gancho; los que robaban alguna fruta en algún comercio o sustraían objetos en los coches de punto o por la calle, cuyos dueños descuidaran lo más mínimo su vigilancia sobre ellos, sobre todo las cadenas de los relojes de bolsillo. Los “ratas” no eran violentos, ni solían actuar en grupo, como ocurría con los timadores, ni dejaban pasar la ocasión de desplumar a algún “primo” si es que se presentaba alguna. Los atracadores, y, en general, los delincuentes de “alto porte”, no era raro ni infrecuente que despreciaran o se burlaran de “los ratas”, a quienes consideraban de una casta inferior.
Debe quedar claro es que también entre los delincuentes había clases y “los ratas” ocupaban, como se decía por aquellos años, la parte más baja de esa clase social. Había dos grupos claramente diferenciados. Los habituales, lo que casi vivían de sus delitos, en este nivel eran relativamente muy pocos, por la escasa cuantía de los botines. En este grupo se integraban “los ratas”. Abundaban más los delincuentes ocasionales, no en vano dice el refrán, que la ocasión hace al ladrón. Eran, como se decía más arriba, los autores de sustracciones y hurtos de pequeñas cantidades.
La escala superior estaría representada por aquellos delincuentes a los que el “oficio” les permitía vivir de él, en algunas ocasiones hasta holgadamente. Constituían un grupo relativamente pequeño y no era raro que protagonizaran grandes escándalos. A veces, como en el caso de Baldomera Larra, la hija mayor del escritor, eran ciudadanos normales quienes cometían un solo delito, pero extremadamente grave. Como veremos más adelante Baldomera protagonizó una de las mayores estafas cometidas durante todo el siglo XIX en España.
La carrera del delincuente
Como cualquier oficio, también el de delincuente, precisa de un aprendizaje, sobre todo en aquellos que necesitan habilidades manuales u oratorias. En el primer caso nos hallaríamos ante los tomadores del dos, traducido a román paladino, los carteristas y en el segundo caso, los timadores. Los tomadores del dos, al utilizar dos dedos de la mano en forma de pinza para sustraer las carteras de los bolsillos de las chaquetas o al encontrarse ante el obstáculo del cierre de las cadenas del reloj de bolsillo, tenían que pasar por un período más o menos largo de aprendizaje, si querían garantizarse un mínimo éxito en sus empresas.
Los timadores son unos verdaderos actores de teatro. Deben aprender hablar bien y muy deprisa de tal forma que el primo pueda meter poca baza en la conversación. Deben hacer todo esto con unas mínimas dotes de persuasión y de verosimilitud porque de lo contrario “el primo” no se tragaría nunca “el cuento”. Además, al actuar con otros “consortes”, deben sincronizar sus movimientos y su aparición en escena, porque forman como una minicompañía de teatro que diera sus funciones al aire libre. Esto necesita un periodo aún más largo de aprendizaje que el de los tomadores del dos.
El “oficio” se podía aprender en dos lugares diferentes: uno en la calle, el otro, era la cárcel. La calle era un lugar muy apropiado, dado que era realmente tenían que actuar. Presentaba un grave inconveniente, que, si eran sorprendidos con las manos en las manos en la masa, podían pasarse como mínimo quince días a la sombra. Tenía la ventaja de que el aprendizaje podía ser muy gradual y por pasos. Al principio actuarían solamente como “tapias”, es decir para recibir la cartera sustraída; como “tontos” en los timos; como santeros en los delitos más graves o como meros vigilantes. Aprendían así a reaccionar ante situaciones embarazosas o imprevistas al mismo tiempo que las técnicas, a poco que se fijaran en la actuación del “profesional”. Luego, en las grandes aglomeraciones, como corridas de toros, salidas de misa, de los teatros, diversas conmemoraciones tales como romerías, verbenas, fiestas populares, etc. se atreverían a dar los primeros pasos, para afianzarse poco y terminar buscando a “un tapia”, a quien enseñar. Hay casos en que un carterista, como “El Curita”, a quien apodaban así por haber estado algún tiempo en el seminario de Madrid, que enseñó a su propio hijo los secretos y trucos propios de un carterista que se preciara.
El otro lugar era la cárcel. Para adquirir prestigio en el gremio, había que ir a ponerse el capuchón, es decir, estar por lo menos una vez en la cárcel. Constituía la consagración de la vocación del delincuente a vivir a costa de los demás. Allí se hacía balance de los botines y se los ponía en relación con el riesgo necesario para obtenerlos. En los ratos libres y sin ocupación, que eran muchos, y con la escasa vigilancia que se sometía a los presos estos tenían tiempo suficiente para intercambiarse sus experiencias, hablando de las peripecias corridas y de los motivos que llevaron a su detención. Así ocurría que al mismo tiempo que se sometían a una autocrítica bastante minuciosa, aprendían nuevas técnicas de delinquir y perfeccionaban las que ya poseían. Cuando salían de la cárcel normalmente cometían delitos más graves que los que les habían llevado a ella.
Con independencia del lugar en que se aprendiera, lo cierto y verdad, que el delincuente solía comenzar por faltas o delitos leves para ir encumbrándose poco a poco y paso a paso hasta los más graves de los contemplados en el Código Penal. Es lógico y normal que esto sucediera así, ya que en ningún oficio se comienza por lo más difícil.
La estafa de la pirámide
Se suele tener la creencia de que son los atracadores o los secuestradores los que mayores botines obtienen como resultado de sus delitos, confundiendo así el alarma social que producen con el resultado práctico de sus delitos. Esto no era cierto en el siglo XIX ni lo es tampoco ahora, porque los que más provecho suelen sacar de sus actos delictivos son los estafadores. Es justamente lo que pasó con Baldomera Larra, que ella solita se bastó para desvalijar a más gente que todos los bandoleros de Sierra Morena juntos.
¿Cómo funcionan las estafas en pirámide? Pues de forma muy similar a la de aquel cuento o conseja que relata cómo un humilde y espabilado súbdito de un rey hindú pidió a éste en pago de un gran servicio, que se depositara en la primera casilla de un tablero de ajedrez un grano de trigo; en la segunda, dos; en la tercera, cuatro; en la cuarta, ocho; en la quinta dieciséis y así sucesivamente hasta la 64. El Rey, muy contento, creyó que aquel servicio le había salido casi gratis, hasta que calculó el trigo que necesitaría para cumplir su promesa y entonces le dio un desmayo, pues no habría trigo en toda la India para poder pagar a aquel espabilado.
La estafa en pirámide tiene un fundamento muy similar pero inverso al de las casillas del ajedrez. Es decir, para que el sistema funcione por cada uno a quien hay que pagar, tienen que ingresar en él como mínimo dos. De lo contrario la pirámide no se puede sostener y se viene todo el andamiaje al suelo. El problema de la pirámide es que cuando se llega al escalón 16 o 18 en España no hay suficiente población para sustentar el sistema. La imposibilidad física y material de que haya gente para poder sostener el montaje hace que esta forma de actuar se convierta en una estafa. Modernamente, se ha utilizado mucho en la venta de cosméticos, en la cual lo más importante no era vender los productos, sino atraer nuevos vendedores a la organización.
La primera en aplicar esta forma de actuación fue la hija mayor de Mariano José de Larra, Baldomera, aunque su nombre de pila fuera el de Adela. Ella fue quien acudió a la habitación de su padre, después de que éste se descerrajase un tiro en la sien. Cuando murió era conocida como la tía Antonia, porque la estafa le hizo cambiar de nombre, para evitar ser reconocida en Madrid cuando volvió pasados unos años.
El caso fue que Doña Baldomera Larra, casada con un médico cirujano, se quedó sola en Madrid, cuando su marido se enroló en el ejército y se marchó a Cuba. La soledad hubiera sido un problema llevadero, si hubiera tenido medios o sueldo de los que sustentarse, pero como estos eran escasos y lo pasaba bastante mal, agudizó el ingenio para buscarse la vida. En 1876 se le ocurrió una brillante idea: pidió una onza de oro a una vecina suya, con el compromiso firme de devolverle dos al cabo de un mes. Cumplió religiosamente con su compromiso. La vecina un tanto cotilla hizo correr la voz del milagro realizado, y siguieron llegando las onzas al poder de Doña Baldomera, de forma escalonada pero creciente.
Fundó una institución a la que llamó “Caja de Imposiciones” y estableció una oficina bastante decente en la calle de la Paja, con su administrador y sus tres empleados. Se la empezó a llamar “madre los pobres”, como si fuera un antecedente de Teresa de Calcuta.
¿Qué hacía la buena de Doña Baldomera? Pues una cosa muy simple: pagar a los “viejos” impositores, con el dinero que aportaban los nuevos. No podía invertir ese dinero en nada que produjera un interés que se calcula en torno al 30 % al mes. Hasta que llegó un momento en que el tinglado estalló por la sencilla razón que ya ha quedado expuesta: como por cada onza que entraba, tenía que pagar dos, necesitaba dos impositores nuevos por cada onza que devolvía. Llegó el día, mucho más pronto de lo que ella pensaba, en que en Madrid ya no existían físicamente esos nuevos impositores y la razón por la que el sistema, viciado desde sus orígenes, estaba abocado a la quiebra. Tuvo que declararse en bancarrota, conmocionando al “todo” Madrid de la época.
De esta forma, Doña Baldomera Larra consiguió el dudoso honor de figurar entre los mayores estafadores de este país, pues se calcula que el volumen de lo estafado se elevó a unos doce millones de pesetas de entonces. Para que se haga una idea de lo que representa esa cifra, se va a comparar con algunos datos, de ese mismo año, 1876. Esa cantidad era mucho mayor que todo el presupuesto asignado a la Policía ese año, y un poco inferior el que se destinaba al mantenimiento de la Guardia Civil. Ella solita robó mucho más que todos los bandoleros románticos juntos y, desde luego, mucho más que todos los rateros de Madrid durante los 25 años primeros de la Restauración. El más célebre carterista de la Restauración, Federico Laveruy, el primer delincuente internacional español, que pasó largas temporadas en Marbella y en Italia, no llegó a robar a lo largo de toda su carrera delictiva la cifra de 100.000 pesetas.
Un carterista internacional
Don Federico Laveruy es uno de los primeros delincuentes internacionales de los que se tienen noticias. Utilizaba como alias los de Raimundo González y el de Federico Álvarez. Nunca se llegó a saber cuál era su verdadera identidad, porque las cédulas de vecindad eran muy fácilmente falsificables.
El 18 de enero de 1898 la revista “La Policía Española” informaba de su detención en el Escorial. El motivo había sido el robo de una cartera con valores al antiguo diputado y secretario del Congreso, D. Eduardo Gullón, Pocos días antes había sido expulsado del edificio de la Bolsa porque había sido reconocido como carterista por varios corredores de valores, ante el temor de que intentase convertir aquel edificio en escenario de sus actuaciones.
Los valores le debían de atraer de una forma un tanto especial, ya que también había intentado cobrar en Madrid unos cupones emitidos en Valencia. El intermediario se llevó un disgusto más que mayúsculo, cuando le informaron desde esa ciudad que aquellos cupones habían sido robados a alguien que los portaba en un bolso de mano en la estación del ferrocarril.
La Policía le detuvo por primera vez en 1895. Intervino en este hecho el inspector D. Francisco Fernández Luna, uno de los mejores investigadores criminales que ha tenido la Policía, y que, andando el tiempo, sería nombrado primer Jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid a raíz de su fundación en 1913. Ese año estaba al frente de una de las tres rondas especiales para la persecución de delincuentes que existían en Madrid, siendo el más destacado.
Este sujeto, a parte de su elegancia en el vestir, era conocido por alguna de sus más destacadas cualidades.
Una era su especial habilidad para escabullirse de la Policía. Denunciado por el robo de varias carteras, logró zafarse de la vigilancia policial y marcharse de Madrid por la estación del Mediodía. Tenía fama de ser muy escurridizo.
La segunda sería su habilidad como carterista. Normalmente se le solía echar la culpa de la mayor parte de la sustracción de carteras, si él se encontraba en el lugar en que se producían. Le pasó esto en repetidas ocasiones tanto en Madrid como en Barcelona o en Valencia.
La tercera sería justamente la de su movilidad. Decían que pertenecía a la banda internacional. Cuando obtenía en un golpe una gran cantidad dinero –por ejemplo 15.000 pts. en una ocasión-se iba a pasar largas temporadas a Italia, Génova y sus alrededores, y a la Costa Azul francesa. Esas estancias duraban exactamente el tiempo que empleaba en gastar el dinero de que dispusiera. Su gran capacidad de movimientos era algo extraordinario en la época en la que predominaba de forma clara una delincuencia muy localizada. Por eso cuando era detenido en algún sitio, como en esta ocasión en El Escorial, se pedía que vinieran a declarar ante el Juez policías de Madrid, Valencia y Barcelona que pudieran conocer sus fechorías. La identificación de personas apenas había dado sus primeros pasos por entonces, por lo cual no se podía llevar a cabo sino era reconocido por los policías de las ciudades en que hubiera actuado.
Conclusión
Se ha comenzado hablando de “ratas” y se ha terminado con la vida y milagros de dos famosos delincuentes, que es tanto como decir del peligro que acechaba tanto a ricos como a pobres de ser desposeído de alguno de sus bienes, porque la inseguridad afectaba a todos.
Los “ratas” eran abundantes. En la Gran Vía -zarzuela, que nos ha servido de apoyo en algunas partes- se presentan tres por solamente dos policías, siendo, por ello, más los cacos que los encargados de perseguirlos. Sus actuaciones afectaban sobre todo a los sectores más pobres de la población. Los grandes delincuentes, por el contrario, solamente en algunas ocasiones como la estafa de la pirámide de Dª. Baldomera lo hacían a núcleos numerosos de población. Lo normal en estos delincuentes es intentar robar una gran cantidad a uno solo y de una sola vez. Al final, es verdad que tanto Baldomera, como Laveruy conviven y trabajan al unísono para desgracia de los ciudadanos con gentes como “El Curita” y otros muchos en vivir a costa de los demás.
