Todavía recuerdo aquel momento como si lo estuviese viviendo ahora mismo. Era noviembre del año 2008 y ponía los pies por primera vez en la Comisaría de Distrito de Moncloa-Aravaca, la misma que muchos años antes era conocida como la Comisaría del Distrito de Universidad.
Al torcer la esquina que unen las calles del Rey Francisco y Martín de los Heros, empecé a buscar con la mirada donde quedaba el numero quince. Fue fácil dar con él, a mitad de la calle, una bandera ondeaba justo encima de la puerta, donde justo en ese instante un veterano policía le estaba dando las últimas caladas a su cigarrillo. El agente, uniformado y con su gorra calada como esperando pasar revista, era uno de esos veteranos a los que ni el frio, ni la lluvia intimidaba a la hora de salir a la puerta para fumar.
Apenas me acerqué, el astuto y curtido veterano esbozó una sonrisa, olió que yo era uno de los nuevos compañeros de prácticas. Tras un escueto saludo de buenos días, y sin decir una palabra más, señaló con su dedo índice unas marcas que había en la pared. A simple vista eran tres agujeros, pero mi curiosidad no me permitía quedarme con la intriga, e hizo que le preguntase directamente. Su cara se tornó visiblemente más triste, me miró con los ojos vidriosos y me hizo un gesto con el dedo, como si intentase apretar el disparador de un arma. Lo siguiente fue contarme sin ahondar en detalles, el trágico suceso que aconteció ahí hacia veintinueve años. Ahora el nudo en la garganta lo tenía yo. El veterano se presentó y puso su mano en mi hombro invitándome a pasar dentro. Así de emotivo e inolvidable fue mi primer día allí.
Días más tarde, con la confianza que da compartir el servicio y la misma vocación, con un café sobre la mesa este maestro de maestros, me contaría como fueron sus comienzos. Así como que sus años de juventud los pasó transitando entre el cuartel de Basauri y las distintas dependencias policiales de San Sebastián. De sus palabras se desprendía cierta relajación, el resto de los días de servicio que le quedaban para jubilarse, los pasaría en esta comisaría haciendo labores de seguridad. Todos tuvimos un comienzo, pero para unos fue bastante más difícil que para otros. Esta gente estaba hecha de otra pasta.
Desde mediados de los setenta y los inicios de nuestra democracia, este compañero, como tantos otros sufrieron como nadie los peores años de una barbarie terrorista exacerbada. Cuando se habla generalmente de años de plomo, siempre se asocia esta época con la banda terrorista ETA, y aunque esa asociación está más que justificada, no hay que olvidar otros grupos terroristas como el GRAPO. Los terroristas segundones querían hacerse notar y ese 20 de julio de 1979 improvisaron uno de sus ataques más crueles e indiscriminados.
Eran alrededor de las 16:00 horas, cuando entraba por la calle del Rey Francisco un taxi ocupado con al menos tres integrantes del comando terrorista. El vehículo que había sido robado previamente, les permitiría huir de la manera más cobarde.
Poco antes de llegar a la altura del número quince, y como si de una estruendosa tormenta se tratase, se descargó una ráfaga de plomo dirigida con odio y furia hacia los policías que allí se encontraban, cercenando la vida del policía nacional Deogracias Hernández Fernández de veinticinco años de edad. El agente, que era natural de Las Palmas, se encontraba en prácticas esperando traslado a Navarra para integrarse en la Reserva General de Pamplona.
Los cuatro impactos de bala que hicieron diana en su cuerpo resultaron mortales para el joven policía. Los compañeros que estaban en ese momento en el interior justo detrás de la puerta, reaccionaron tan rápido como pudieron y se tiraron al suelo. El coche aceleró y abandonó el lugar, dejando un olor a gasolina y pólvora que resultaba nauseabundo. La mezcla de ese hedor con los gritos de dolor y rabia hacían aún más tétrica la escena. El ponerse cuerpo a tierra les libró milagrosamente de una muerte asegurada. Con más suerte que Deogracias, salieron ilesos del atentado y la vida les volvió a dar otra oportunidad.
Los años han pasado y a pesar de que capa tras capa de olvido haya ido tapando todo lo que allí sucedió, los impactos de bala siguen ahí cuarenta y tres años después dando testimonio de lo acontecido ese triste mes de julio. Por justicia, por memoria y para que casos como el de nuestro compañero Deogracias no caigan en el olvido, es necesario no solo remover conciencias, sino remover también cielo y tierra para dar luz a una historia tristemente ocultada en la oscuridad del ostracismo.
En estos momentos y desde otra perspectiva, vemos muchas veces ese pasado como algo que nos queda demasiado lejano. Puede que el tiempo nos incite a verlo así, pero es hora de rebobinar y dar a conocer unos hechos que marcaron con sangre y fuego a toda una sociedad.
Esta sociedad que avanza y evoluciona a ritmo vertiginoso debe tomar nota y servirle para que no se vuelvan a repetir.
Bien por sentirme orgulloso de los principios y valores que representan la institución policial, bien por obligación moral de un merecido reconocimiento para los compañeros que nos precedieron y que nos han enseñado, hoy soy yo uno de que muestra a los recién llegados los ulcerantes impactos que decoran tristemente la pared.
Mi eterno agradecimiento y admiración infinita para nuestros veteranos.