“Crónicas desde la cárcel de Ocaña”. Columna de Manuel Avilés*, director de prisiones jubilado y escritor, para h50 Digital Policial
El tiempo es imparable. La vida sigue. Se arruina Unión de Centro Democrático y sale a la palestra el Centro Democrático y Social del que ya nadie se acuerda porque fue un patinazo de los que hacen época. No olvido, en aquellas elecciones, a un señor elegante, que había sido ministro de Justicia – jefe mío por tanto, porque las cárceles dependían de Justicia como ahora de Interior- no lo olvido en campaña, desgreñado, desubicado, bailando a disgusto para captar no sé qué votos. Landelino Lavilla cuyo suegro, José Moreno, estaba en el Tribunal de mi primera oposición.
España está agitada. Hay, eso que llaman para que suene bien, ruido de sables en los cuarteles, o sea golpistas nostálgicos que quieren volver al régimen de Franco. Las tramas negras de la ultraderecha parece que campan a sus anchas, los Sánchez Covisa y su Guerrilleros de Cristo Rey, los Girón de Velasco, los García Carrés, los camisas viejas falangistas… Todos querían un golpe de Estado involucionista y, como los extremos se tocan, ETA, el FRAP, el GRAPO, los canarios de Antonio Cubillo, el Exercito do Pobo Gallego Ceibe, Terra Lliure… todos estos que se llamaban de izquierdas – lean, dicho sin el menor ánimo pecuniario, mi libro “Criminalidad Organizada. Los Movimientos terroristas”- peleaban cada uno por su lado, pero confluían en buscar un golpe militar que les diera su razón de ser. No los ultraderechistas que pensaban que todos los militares estaban con ellos.
ETA, el FRAP y el GRAPO mataban militares, guardias civiles y policías en nombre – decían- del pueblo y de la democracia. Los Guerrilleros de Cristo Rey, Hellín Moro, Fernández Cerrá, García Juliá, Lerdo de Tejada… mataban abogados rojos o simplemente rojos. Entre todos crearon un clima invivible y allí sonaba la “Operación Galaxia”, el comandante Inestrilllas, los hermanos Crespo Cuspinera… Adolfo Suárez arrojó la toalla porque era consciente de que había perdido el control y el apoyo del Borbón. El ruido de sables se concretó en uno de los hechos más graves desde la Guerra Civil: el golpe del 23 F de 1981. Después de leer mucho sobre ese hecho luctuoso, aún no tengo claros los últimos entresijos del Golpe que, desde luego, no fue urdido por Tejero. Leyendo y oyendo a Pilar Urbano o al Coronel Martínez Inglés aun me quedan muchas dudas sobre quien fue la palanca real de ese golpe, quien era el elefante blanco y quien era la autoridad – militar por supuesto- que estaba llamaba a hacerse cargo de la situación. ¿Tenía algo que ver la situación del país y la solución que buscaron – nefasta- con el inicio de la dictadura de Primo de Ribera sesenta años antes?
El golpe del 23 F me cogió en la vieja cárcel de Benalúa, hoy Palacio de Justicia de Alicante. Estaba oscureciendo y los castigados ya habían salido todos al patio. Los presos remoloneaban minutos antes de la cena y yo estaba en un despacho cutre en el que aún permanecía un sillón de madera , pintado a brocha, que había sido utilizado – hasta que me enteré de su función y mandé quitarlo- para dar Garrote vil al último ajusticiado en Alicante en el año 58. Este condenado era Julio López Gixot, autor con otro del llamado crimen de Vistahermosa. Este tipo, un vividor con aires de grandeza, decía haber inventado un sistema infalible para ganar a las quinielas. Falló y se llenó de deudas. Me sigue gustando la Criminología – vean los relatos de los timos a los abuelos por parte de enamoradas pasionales- y este hombre cometió lo que se llama un delito de crisis. O sea, cometer un delito para tapar el anterior. Mató junto con su amigo Segarra a Vicente Valero, que llevaba dinero del banco de Alicante a Elche, liándolo – siempre la pulsión sexual por en medio- con unas chicas que venían de Logroño y querían pasarlo bien en un chalet que habían alquilado, pero esa es otra historia. Baste decir, para información de los lectores de H50Digital que el verdugo, Antonio López, era de Badajoz, ex presidiario, antiguo soldado de la División Azul, barrendero en Berlín, feriante y estraperlista.
El ajusticiamiento – ¡qué palabra tan apropiada!- anterior al de López Gixot había sido precisamente el 23 de febrero de 1922. Le dieron garrote a un gitano apodado “Pelolobo” – también en el patio de Benalúa que aún no era cárcel porque se estaba haciendo- por herir con un cuchillo a un cabo de la guardia civil. Se le infectó la herida y murió por eso con la condena a muerte del que la causó.
Estaba junto al sillón donde dieron garrote a Gixot, leía yo no sé qué parte de funcionarios y oía en la radio la votación del congreso, cuando entraron a saco Tejero y sus huestes y viví en primera línea el golpe de estado del 23 F. Hasta que inutilizaron – de Milans del Bosch partió la orden- las emisoras de toda la comunidad valenciana y solo podíamos oír los partes de guerra de Milans que nos avisaban de todas las prohibiciones que habían entrado en vigor y lo que se jugaba quien las contraviniera, casi siempre ser fusilado. Los presos ni respiraban. Reinó un silencio sepulcral, comieron como monjes trapenses sin rechistar y subieron a las celdas y a los dormitorios como si estuvieran haciendo el viacrucis. Los funcionarios estuvimos toda la noche viendo programas de monos en la televisión y preguntándole a los guardias civiles de las garitas si veían algún movimiento de tropas en el Cuartel de San Fernando, que estaba frente a la cárcel y ahora mismo es el lugar donde se está levantando la Ciudad de la Justicia. Solo un detalle: dos funcionarios – jamás diré su nombre- se presentaron en la cancela de entrada a la prisión con la pistola al cinto y una expresión entre angustiada y de satisfacción: ¡Ya era hora! Fue la frase que dijeron al unísono como si hubiera llegado el momento de empezar a dar “paseíllos” hacia las cunetas.
Insisto: espero saber, antes de pasar por el crematorio, quien fue el que dio la última orden, quien el ideólogo, quien el que lo mandó. De la mano de algún historiador competente y antes del crematorio porque después… hay poco que saber.
Con el acojono lógico siguió la vida su curso y, tras un poco tiempo de Calvo Sotelo, hay nuevas elecciones. Barren los socialistas y sale Alfonso Guerra al balcón del Palace jaleando la victoria y alzando el brazo del gran artífice Felipe González. Los socialistas, Guerra como jefazo, hacen una afirmación casi profética: A España no la va a conocer ni la madre que la parió. Esto, al menos en los que a las cárceles se refiere fue absolutamente cierto. De las que había cuando llegaron los socialistas a las que dejaron ellos con el Plan de Amortización de Antonio Asunción, había un abismo como entre el día y la noche.
Múgica era descendiente de un músico vasco muerto en Francia durante la guerra civil y de una mujer judía. Su pedigrí de izquierdas y su capacidad para negociar con los judíos y pelear en primera fila contra el antisemitismo, le hicieron subir en el viejo PSOE de manera meteórica, aquel Psoe idealista del clan de la tortilla, el de Suresnes donde cayó el alicantino Llopis, el de Felipe, el de Alfonso Guerra, el de Gómez Llorente y Pablo Castellano, que se parece al de Lastra y Ábalos, al de Sánchez y Pachi López, al de Simancas y Bolaños, al de Franco y Millana como un huevo a una castaña.
Múgica un hombre inteligente, expansivo, amante del diálogo, de la buena mesa, los puros y los toros no se preparó jamás una conferencia. Llegaba a los sitios y preguntaba: ¿de qué vamos a hablar? Y mezclaba Roma con Santiago, las churras con las merinas y la velocidad con el tocino. Su sabiduría y sus tablas – también la “auctoritas” y el aura de ser ministro socialista- le hacían salir airoso de todos los encuentros con el público. Uno de sus grandes méritos – a mi entender, mucho más que la Ley de Planta y Demarcación Judicial y la del Procedimiento Abreviado- fue ser el Ministro de Justicia que eligió a Antoni Asunción para llevar la Dirección General de Instituciones Penitenciarias rescatándolo de sus cargos en la Diputación y en el Partido Socialista de Valencia. Soportó con entereza y sin buscar réditos – como otros muchos- el asesinato de su hermano Fernando a manos de García Gaztelu, Txapote, y de Valentín Lasarte. Por cierto, Sánchez, que no me gusta en muchos aspectos ha sido injustamente tratado con ese lema electoral – ¡Que te vote Txapote!- con el que han alentado el batacazo socialista en las elecciones. Ya llegaremos a la explicación del desmantelamiento de ETA en las cárceles cuando llegue la hora. Vayan leyendo, si quieren, “De prisiones, putas y pistolas” que va también de lo que aquí estamos tratando.
El asesinato de su hermano hizo cambiar a Enrique Múgica, su modo de ver y de tratar el hecho terrorista, un giro copernicano total, concretándolo en una frase que se hizo famosa: Ni olvido ni perdono. Este hombre tuvo una relación más antigua con las cárceles que el hecho de que aquella Dirección General de Prisiones estuviera incluida en su ministerio junto a la de Justicia, la de Registros y Notariado y la de Relaciones con la Iglesia.
Enrique Múgica junto con Agustín Ibarrola – el gran pintor y escultor vasco- junto con Antonio Giménez Pericas, luego magistrado en la Audiencia de San Sebastián y con el jefe de la célula comunista Ramón Ormazabal Tifé, cumplió condena en la cárcel de Burgos en los años sesenta por ser comunista. Fueron cazados, conforme me contó un Ibarrola cariñoso y genial, en un Seat ochocientos cincuenta con el maletero lleno de revistas de Mundo Obrero – ¡Qué diferencia de aquellos líderes sindicales que se jugaban el pellejo con algunos de ahora que se dicen de izquierdas y pastelean en la misma cama que la derecha más montaraz-! No diremos nombres, pero como ya habrán comprobado, me acuerdo de todo, incluidos los fachas redomados que ahora van de sindicalistas izquierdosos.
En el año sesenta y dos Ormazábal Tifé – el más importante, calificado como Directivo del Socorro Rojo Internacional- Pericás, Ibarrola, Múgica y unos cuantos más que no recuerdo -¡mierda de memoria frágil a veces!- fueron condenados por el Juzgado Nacional Especial de Actividades Extremistas que presidía, cómo no, un coronel llamado Enrique Eimar y que tenía como título para presidir el tribunal el de ser Caballero mutilado por la Patria. Todos fueron acusados de “trabajar al servicio del comunismo internacional, que fue batido victoriosamente por el ejército español y que, desde el extranjero, desarrolla una implacable hostilidad de actos y palabras contra el Estado Español”. A Múgica le cayeron seis años. A Tifé, el jefe de la célula, veinte. A Ibarrola nueve y al después magistrado Pericas, diez años.
Múgica, en Burgos y para redimir condena, trabajó como ordenanza del economato y participó activamente en las actividades culturales que organizaba la “comuna” dirigida por Ormazábal, en concreto en “La Aldaba” una tertulia literaria que posibilitaba, por ejemplo, el acceso a libros, previamente autorizados por el capellán, el maestro y el propio director que junto con los educadores y hasta bien entrada la democracia, ejercían de censores. Impensable, salvo por las argucias de los presos comunistas y libertarios, leer en las cárceles de Franco a Camus o a Sartre. Recuerdo, aun con emoción, como lloraba Ibarrola, el día que por orden de Juan Alberto Belloch – ya podrían aprender algo de su sabiduría, de su temple y su saber estar los de antes y los de ahora-, entregué a don Agustín una copia de su expediente carcelario y el me correspondió regalándome un opúsculo de su obra. Ramón Ormazábal, el líder, fue sancionado a un duro aislamiento en la cárcel de Burgos, durante la comida de un día de la Merced en la que se leían obras piadosas y educativas para reformar a los presos, fue sancionado por levantarse y gritar en el comedor: Amnistía y Libertad. Falta muy grave. Celda de castigo.