“Crónicas desde la cárcel de Ocaña”. Columna de Manuel Avilés*, director de prisiones jubilado y escritor, para h50 Digital Policial
Hemos tenido suerte. Hoy llueve en Alicante como hace tiempo que no veía hacerlo. Con la falta que hace, que cada día nos parecemos más al Sahara, no entiendo como la gente se acobarda por la lluvia y no sale a la calle a celebrarla.Este días frío y lluvioso que parecen más crudo invierno que plena primavera es un motivo para la alegría y me pego una vuelta disfrutando del agua antes de ponerme con el artículo carcelario para H50 DIGITAL .
Hemos tenido suerte de que hace cinco mil años, tres mil antes de Cristo, en las llanuras fértiles que hay entre el Tigris y el Éufrates, hoy devastadas por la guerra, existieran los Sumerios, el pueblo que empezó a dejar constancia de su pensamiento en tablillas grabadas. Ellos inventaron la escritura cuneiforme, ellos fueron los primeros escritores.
La escritura – la lectura también, evidentemente- nos saca del muermo y del aburrimiento, nos hace vivir mil vidas y nos hace meternos en las pieles de otros que están a miles de kilómetros y viviendo infinitas aventuras. La escritura es mágica. Para mí el mayor invento de la humanidad pues nos hace capaces de transmitir nuestro pensamiento a personas a las que no conocemos y que están a miles de kilómetros o a decenas de años de nosotros. Agradezco a este grupo entusiasta de funcionarios policiales que me propusiera hacer una historia penitenciaria de los últimos cuarenta y cinco años. No les he hecho ningún favor, me lo hacen ellos a mí, porque gracias a su invitación revivo la historia y la dejo escrita para que se sepa.
Andábamos con la aprobación de la Ley General Penitenciaria, inimaginable solo cinco años antes, y con el cese de Carlos García Valdés que fue su promotor, redactor y gran valedor. García Valdés, criticaban algunos en la época, tan progresista, tan leguleyo, tan defensor de los derechos de los presos, de los permisos… y ha tenido que abrir Herrera de la Mancha.
A mediados del 1.979 nace y se termina la estrella penitenciaria, que albergará a la selección nacional de los presos más conflictivos, el Centro Penitenciario de Herrera de la Mancha Cerrado. Ese centro dio fe en su momento , y luego fue confirmado por la creación años más tarde del Régimen Fies, de que no es en absoluto válida la teoría del “café para todos”. Hay personas que no se adaptan, hay personas que abusan de los demás y hay personas que, en la convivencia forzada de una prisión, son tiranos de funcionarios y de sus propios compañeros. Luego vendrán psicólogos, juristas, sociólogos, penitenciaristas y todos los que queramos a intentar explicar conductas, traumas y patologías que justifiquen acciones violentas y que colocan al sistema contra la pared pero, de momento, hay que controlar a los sujetos activos de esas conductas y no solo por un mero afán de control sino para proteger también a sus víctimas incluso dentro de las cárceles.
Se le dotó al centro de Herrera de la tecnología más avanzada al servicio del control y vigilancia de los presos, como un Centro de Control con múltiples pantallas de televisión – nunca vistas en las cárceles- y alarmas que visualizan accesos externos e internos al Centro, a los patios, pasillos y zonas comunes, puertas y cancelas eléctricas incluso a distancia. Se instalaron exclusas de seguridad, las oficinas de los funcionarios totalmente protegidas con sistemas antisabotaje en cristales , puertas, telefonía y otros elementos, así como múltiples sistemas de alarma con sensores térmicos, de movimiento y/o volumétricos, etc. Todo modernísimo copiado de israelíes y norteamericanos.
Cuando llegaron los primeros funcionarios de la plantilla y sin la presencia de internos todavía, se empezó a ver la cantidad de dificultades y el reto que había por delante.
Durante meses se efectuó un riguroso registro y cacheo de toda la obra, de cada rincón del Centro sin estrenar y se encontraron y retiraron docenas de utensilios y armas punzantes y contundentes, así como gran cantidad de pelos de sierra. Ni los arquitectos ni los obreros eran expertos en seguridad carcelaria. Todo estaba allí listo para generar altercados, agresiones y/o fugas. También fueron sustituidos gran cantidad de elementos susceptibles de utilizarse como arma de violencia (contra el funcionariado o contra sí mismo o contra otros.
Se consideró imprescindible dotar al centro de una meticulosa y rigurosa normativa de Régimen Interior, tanto para internos como para funcionarios, concretando minuciosa y específicamente los movimientos dentro de los departamentos, fuera de ellos y en los desplazamientos de los internos. Por ejemplo, uno que se desplazara a comunicar -fuera del módulo- aunque se le abriera a distancia la cancela o rastrillo, no podía traspasarla y continuar andando hasta ser expresamente autorizado por el funcionario que lo acompañaba. Era la época en que el interno no podía dirigirse al funcionario sin ser preguntado o no podía traspasar determinadas rayas en el suelo sin ser autorizado. Yo he visto, recién entrado, en lo que ahora es el hall de los Juzgados de Alicante, esas rayas amarillas que no podían ser traspasadas sin permiso.
Herrera de la Mancha fue precisa en su momento. Las cárceles, con la COPEL exigiendo medidas masivas de gracia similares a la amnistía de los presos políticos del franquismo, se habían convertido en campos de batalla en los que la Policía tenía que entrar un día si y otro también a restablecer el orden tras los motines que se extendieron por toda la geografía. Este centro no fue – en su momento tocará hablar de eso- sino un esbozo de lo que una década después sería el tan denostado – como imprescindible en su momento- Régimen Fies.
Fui a Herrera varias veces a ver etarras siempre para informar sobre ellos. Me acuerdo de uno – Aguirre Echeita- que fue detenido, o eso contaba, mientras hacía la mili y era chófer de su coronel en Ceuta. De buena se libró el coronel porque no he visto tipo más duro ni más refractario. Aceptó hablar conmigo solo porque tenía curiosidad por conocer al “grabador de las cintas de Nanclares”, pero no cedía ni medio milímetro en lo imprescindible de la lucha armada – terrorismo para nosotros-, en la opresión del pueblo vasco y en la política de aniquilación que había seguido el Estado español – nunca he oído a un etarra, ni a un vasco ni a un gilipollas que vaya de moderno, decir España. Como si eso fuese un agravio imposible de limpiar- con los vascos desde tiempos inmemoriales.
En esta época de mis visitas – me salgo por un momento del hilo histórico- los etarras tenían prohibido por sus abogados, que transmitían fielmente las consignas de la organización, aceptar ningún destino ni ninguna forma que pudiera considerarse de “colaboración con la institución”. Como todos ellos – por algo hacían bombas, mandos a distancia, explosivos con retardo, etc…- eran muy manitas y les gustaban mucho los trabajos manuales – ya verán cuando lleguemos Nanclares- se me ocurrió montar un curso de fontanería e instalación de gas en colaboración con Trabajos Penitenciarios y la Consejería de Castilla la Mancha – corría el año 95, creo recordar-.
Se apuntaron casi todos. Cuando el curso estaba para finalizar llamé al Director, al que apodaban “El Toldo” porque era calvo y usaba peluquín. Víctor – le dije- dile a los etarras, mejor a través del educador, que los títulos de fontanero e instalador de gas, se entregan en la ceremonia de clausura del curso y entrega de títulos. El que no lo recoja ahí, se queda sin él. El titulo era goloso porque facultaba para hacer boletines de gas y de instalaciones de fontanería.
Víctor cumplió su cometido, aunque no sin resistencia de los terroristas y sin que preguntaran mil veces si no habría nadie haciendo fotos o no aparecería por allí el hijoputa del Avilés. No, no, fotos… ninguna. Nadie hará fotos en el salón de actos donde se entregarán los títulos.
Todos duchados y peinados, primorosamente distribuidos por el salón y el Consejero de Castilla la Mancha y el Gerente de Trabajos Penitenciarios – al que apodaban todos Pantani por su enorme parecido con el ciclista- dispuestos a entregar uno a uno los títulos de fontanero e Instalador de gas, que fueron unánimente aplaudidos uno a uno. Yo, entre bambalinas y sin ser visto por nadie había ordenado claramente la grabación del evento completo.
Al acabar, sin saludar ni al director ni al Consejero ni a Pantani, salí zumbando con la cinta de video – eran cintas, eran otros tiempos- hasta un edificio policial en Madrid, creo que en la calle Francos Rodríguez, que era el colmo de la tecnología para la época. Vimos el video despacito y cada vez que un etarra cogía el título y daba la mano a Pantani o al Consejero, yo decía al policía: ¡Foto! Y él imprimía la instantánea del momento.
El director general de entonces era David Beltrán, fiscal, magnífica persona y tristemente fallecido con escasos cuarenta años. Se equivocó con esas fotos porque en lugar de filtrarlas a un par de medios nacionales y a la televisión, se las dio a “El Correo” que las sacó en un cuadernillo un domingo, ocasionaron un gran jaleo en el País Vasco y entre el mundillo etarra-batasuno, pero no tanto como aquellas fotos que ponían otra vez a la banda en evidencia, habrían merecido. Evidentemente, todos me echaron la culpa a mi de las fotografías, pero yo en esa época ya estaba curado en salud de cualquier cosa que me pudiera poner nervioso.
Carlos García Valdés – volvamos a la historia- se retiró en octubre de 1979 e Iñigo Cavero, el desterrado por Franco a la isla del Hierro, el participante en el “Contubernio de Munich”, llamó para el puesto de Director General a un militante de su partido, la UCD, Enrique Galavís Reyes.
Recuerdo los comentarios como si los estuviera viendo ahora: “Este no tiene ni puta idea de prisiones. Es un director general con dos teléfonos en su mesa. Si es un problema de la cárcel llama a Emilio Tavera y si es un problema de personal llama a José Sesma”. Seguían, las cárceles, queriendo guisarlo y comerlo todo en su propia cocina, aunque si hubieran nombrado a algún militar del antiguo régimen, los criticones habrían estado contentos. Les iba esa marcha.
Algo de razón -poca- tenían. Enrique Galavís era un ingeniero joven, con ganas de subir en el seno de la UCD a la que pertenecía, y sin conocimiento alguno del mundo penitenciario, contrariamente a García Valdés que era un reputado penalista y penitenciarista aunque de laboratorio antes de entrar a dirigir las prisiones. No pretendo con eso estigmatizar a este hombre, era ingeniero, entró en política y le endosaron el muerto de unas cárceles en las que la ebullición de los grandes motines, la Coordinadora de Presos en Lucha que era su promotora reclamando una amnistía general, los funcionarios viejos en contra de la ley nueva y abiertamente a favor del franquismo yacente y la absoluta precariedad de medios, eran problemas aún sin solucionar. Había, con toda seguridad en esos años, un teléfono más en la mesa de Enrique Galavís. Si había alguna duda en materia de Tratamiento, esa realidad que estaba empezando a ser contemplada, allí estaba el gran “santón” de la misma – dicho con todo respeto, Jesús Alarcón-. Mirad los tratados antiguos de ciencia penitenciaria y veréis su nombre seguramente.
La estructura de la dirección general de entonces no era ni parecida al mastodonte que es ahora. Ni de lejos. Había, que yo recuerde, un director general que era el jefe supremo y lo de los dos teléfonos, o los tres, era pura realidad. Un inspector general y varias inspecciones que atendían los distintos negociados – entiéndase por negociado los problemas particulares de los centros-: sanidad, medios materiales, régimen… Había también en esa época un reparto de las distintas zonas, una para cada inspector, que reunían a cinco o seis cárceles cada una. Las cárceles, por cierto – ya hemos hablado de la penosa infraestructura-, eran todas prisiones provinciales, con los presos preventivos que generaba cada provincia y centros de cumplimiento con algunas especialidades – por darle un nombre, ya que la especialización era ninguna-. En Huesca había psicópatas. Homosexuales activos y pasivos en Huelva y Badajoz, Jóvenes en Liria, Ebrios en Segovia – una cárcel pequeña, fea y normal solo que denominada casa de templanza, en la que aterrizó, por ejemplo, Jesús Gil tras el desastre y hundimiento de un edificio en Los Ángeles de San Rafael, con cincuenta y ocho muertos en el balance. Que Gil estuviese en Ebrios no quiere decir que él fuera alcohólico, sino que la causa cayó en aquella provincia y en sus juzgados. Gil fue indultado por Franco cumpliendo muy poco de su condena y Gil recibió allí el trato privilegiado de “encargado del economato”, pero esa etapa escapa a nuestra historia-. Burgos, Ocaña y el Puerto eran “penales” para los primeros grados de aquel sistema progresivo que la Ley Penitenciaria de García Valdés y Alarcón Bravo cambió por el de individualización científica. Un nombre más vistoso para una realidad similar.
Habían sido creados -hacía poco y se comenzaban a cubrir plazas- los Cuerpos Técnicos e incluso, aunque solo fuese testimonial había plazas como especialistas en Moral -¿qué moral?-. Tampoco estaban, los técnicos, psicólogos y criminólogos, luego convertidos en juristas con conocimientos de criminología; tampoco estaban bien vistos por las viejas guardias. También recuerdo, como si fuese hoy mismo, el nombre que les daban. Entraban a la vieja cárcel de Benalúa, el psicólogo y el criminólogo, y decía el jefe de centro: ya están aquí los músicos y danzantes, queriendo manifestar la inutilidad de su tarea. Solo era eficaz, para algunos elementos del régimen, el cumplimiento a pulso, la mano dura, los años de condena y los indultos del Generalísimo si tenía una nieta o si se moría el Papa, que era el deseo de todos los presos porque significaba una reducción de las condenas. Repetían hasta la saciedad una frase que se me ha quedado grabada y que sirve aún hoy: “Si no reinsertas a uno, no te pasa nada. Ahora bien, como se te fugue ya verás la que te cae”. Pura custodia, irresponsable tratamiento. ¿Habéis visto algún expediente por no reinsertar? Ahora también son difíciles por fugas porque pasó a la historia serrar el barrote de la ventana para evadirse a media noche.