Todos los años, miles de ciudadanos, acreedores de todos los derechos constitucionales y morales que nuestra sociedad otorga a sus miembros, hombres y mujeres, se enfrentan a un proceso selectivo para ingresar en el Cuerpo Nacional de Policía.
Y como cada año, desde hace ya más de los deseables, la Institución vuelve a estar en el primer plano mediático por supuestas deficiencias en el proceso, que de nuevo acabará en los Tribunales, dando y quitando razones. Incluso, ya es común y habitual que también, para el ascenso a Inspector Jefe y a Comisario, los Tribunales tengan la última palabra incorporando a los cursos de ascenso, vía sentencia, a varios opositores todos los años, que fueron considerados no aptos por el pertinente Tribunal de selección.
Esos mismos que fueron declarados no aptos para el ascenso, gracias a la tutela judicial, podrían ahora o en un futuro muy corto, ser jefes de los que les denegaron el apto o ser incluso miembros de esos mismos Tribunales, como Jefes de División, Subdirectores Generales o en cualquier otro cargo al que no habrían llegado si se hubiesen allanado, sin ponerlo en discusión, a las decisiones del Tribunal de selección corporativo.
Podrían ser más, pero no todos tienen ganas, fuerzas o medios para una batalla judicial de algunos años y, llevados mar adentro por el ímpetu de la marea irresistible que es la Administración, son arrastrados lejos de sus verdaderas capacidades. Y siempre que muchos triunfadores en este proceso y muchos de aquellos que defienden la perfección del mismo, se vanaglorian de que los que no lo superan es porque no valen, son inferiores a los que sí, me viene a la memoria el más famoso fragmento del discurso de Theodore Roosevelt en la Sorbona, del que cito su primer párrafo literalmente:
“No es el crítico quien cuenta, ni el que señala con el dedo al hombre fuerte cuando tropieza, o el que indica en qué cuestiones quien hace las cosas podría haberlas hecho mejor. El mérito recae exclusivamente en el hombre que se halla en la arena, aquel cuyo rostro está manchado de polvo, sudor y sangre, el que lucha con valentía, el que se equivoca y falla el golpe una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error y sin limitación”
Solo el que lo intenta pueda no conseguirlo, pero el verdadero fracaso es no intentarlo siquiera, no mancharte de polvo, sudor y sangre, aunque muchos lo consiguen impolutos. Por supuesto no todos los ciudadanos que deciden opositar a policía o ascender una vez dentro, podrán conseguirlo por una mera cuestión matemática, pues hay muchos más opositores que plazas.
A aquellos que no lo consiguen les debemos al menos, respeto, consideración y admiración, tanto al ciudadano opositor como al ya policía que intenta transitar por la dura vereda de la carrera profesional, por los años de sacrificio personal, intentándolo uno tras otro, como verdadera muestra de tesón y vocación, virtudes que se invocan como rasgos del autentico policía y que a la hora de la verdad, tan pocas veces vemos en la realidad policial donde impera, al margen de un general encomiable trabajo, un elevado absentismo profesional, sobre todo entre los integrantes más jóvenes, y otras conductas indeseables, que algunos justifican alegando que el Cuerpo es un reflejo de la sociedad; argumento falaz, pues la sociedad no tiene proceso de selección alguno ya que por el mero nacimiento todos somos miembros de pleno derecho de la misma, mientras que para ingresar en la Institución Policial se supone que se supera un duro proceso que solo superan los mejores, cuando lo cierto es que hay dentro del Cuerpo, proporcionalmente, sino más, las mismas conductas reprobables que fuera de él, por lo que tanto da que hubiese proceso de selección que no.
Por eso no está de más recordar que muchos de esos admirables ciudadanos que no culminan el proceso de selección por un motivo u otro, a veces por una décima o milésima, una lesión o cualquier otro contratiempo, acrecentarán las filas de otros Cuerpos e Instituciones, donde brillarán con luz propia y otros tantos ennoblecerán otras profesiones donde recibirán el respeto que merecen su tesón y nobleza, endurecido su espíritu por los reveses de la fortuna, que sobrellevaron con paciencia y humildad, virtudes de los grandes hombres, que contrastan con la soberbia y prepotencia de aquellos que se alegran y ufanan de ser mejores que ellos por estar allí, por haberlo conseguido o, por supuestamente haber elegido a los mejores.
Y no, no son mejores los ganadores que los perdedores; ya saben lo que decía Kipling, que el triunfo se tropieza y la derrota simplemente llega, siendo ambos impostores; y nadie que se jacte, ajeno a toda humildad, de su triunfo, menospreciando al que no consigue su meta, puede ser de modo alguno mejor que él, al contrario, demuestra su bajeza moral e intelectual.
Del mismo modo hay que recordar a esos cargos que no tienen a nadie que les recuerde que son solo hombres, a veces solo pobres hombres, a los que la fortuna encumbró, que volverán a la nada de sus fútiles vidas en cuanto el simple paso del tiempo les arrebate la frágil vanagloria de su puesto y sean sustituidos sin más, porque a los otros, a los que nunca llegaron, a esos, nadie les podrá arrebatar la dignidad de haber luchado al menos, de haberse batido en la arena noblemente.
La idea, de que no hay mejores ni peores, por llegar o no a una meta, sino almas grandes o pusilánimes, la expresa con grandeza el último párrafo del citado discurso, al que no se le puede poner ni quitar una coma, que cito literalmente:
“El que cuenta es el que de hecho lucha por llevar a cabo las acciones, el que conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones, el que agota sus fuerzas en defensa de una causa noble, el que, si tiene suerte, saborea el triunfo de los grandes logros y si no la tiene y falla, fracasa al menos atreviéndose al mayor riesgo, de modo que nunca ocupará el lugar reservado a esas almas frías y tímidas que ignoran tanto la victoria como la derrota”.
Así se forjan los verdaderos hombres. Se puede decir más alto pero no más claro.
Eso es, más alto sí pero más claro no, fantástico, descriptivo, veraz como el sentimiento que emana los poros de mi piel al leer cada párrafo de esta lectura, simplemente muchas, muchas gracias.
Grandísima verdad, la falta de objetividad y de honestidad en algunos tribunales examinadores para promoción interna, que sólo valoran positivamente las entrevistas personales y lecturas de casos prácticos a los “conocidos, recomendados y/o de su camarilla”.
Resoluciones descaradamente injustas y sectarias que me tocó vivir personalmente hace años en las oposiciones para inspector jefe, por las que no recurrí judicialmente y me “retiré de la circulación” asqueado con el sistema tras haberme dejado prácticamente la piel durante 25 años en los destinos y servicios operativos más duros, estudiando y trabajando a tope, pero sin arrastrarme ni hacer la pelota a la camarilla dominante de turno para ganarme su “aprecio y consideración”;de cara al ascenso. Los méritos