El gran avispero mundial. La están liando bien gorda I

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Columna de Manuel Avilés*

Hace dieciocho años, en Navidad y para despejar una situación conyugal problemática, que acabó en un divorcio conflictivo ya olvidado – casi fue más conflictiva la boda-, me fui a Israel y a Cisjordania. No era la típica visita diseñada por el párroco y el obispo, para mantener el fervor y la sumisión de los fieles. Yo fui a ver la situación  del avispero en primera fila. Qué hacían los israelíes y los palestinos, cómo vivían unos y otros y cuáles eran las realidades que los movimientos yihadistas esgrimían para atentar fundamentalmente en occidente. Recuerden mi libro “Criminalidad Organizada. Los movimientos terroristas”, que creo que tendré que reeditar veintidós años después, con pequeñas correcciones, porque sigue vigente desde la A hasta la Z. No desde la A de Ayuso a la Z de Zaplana, ni desde la A de Ábalos a la Z de Zapatero, desde la primera a la última letra del alfabeto.

Tras arduo trabajo, mi amigo Juan Ramón Gil, Director General de Contenidos, ha conseguido encontrar el cuadernillo que escribí entonces en el Diario Información, perdido porque soy un desastre para ordenar, clasificar y guardar papeles y todo lo fío a la memoria hasta que el alemán Alzheimer, un cabrón, tenga el capricho de robármela, como hace con tantos ancianos.

Vivimos una época peligrosa. Más aún que la que se vivía en la navidad de 2006 cuando fui a Cisjordania y adonde pienso volver, si encuentro quien me financie los cinco o seis mil pavos que vale la historia para contar lo que vea, intentando esquivar los drones, que dicen que son inteligentes, pero matan sin preguntar antes. Peor que en el antiguo Oeste.

Dejemos aparte la invasión rusa de Ucrania y el peligro que supone una guerra en Europa, con los rusos avisando reiteradamente que no van a consentir una Ucrania en la OTAN, ni tropas “otánicas” en suelo ucraniano que consideran suyo. El problema no es menor, como salta a la vista hasta de los más ciegos.

El grandísimo conflicto  entre moros y judíos – no digo  musulmanes porque es muy anterior a la aparición del Islam, no se me rebelen los puristas que quieren modificar el lenguaje- y erradicar, por ejemplo, la palabra moro que dicen que es despectiva-. El conflicto entre moros y judíos viene de muy lejos.

Todo pueblo, para cohesionarse, para diferenciarse frente a los otros, necesita una epopeya. Eso ya lo afirmaba solemnemente el etarra Peixoto: “para crear un pueblo hacen falta años y sangre”. Nosotros tenemos el Cid, los franceses Roland y los alemanes los Nibelungos.

Los Judíos son maestros en esto y lo que no es ni está, lo inventan. Para empezar se erigen en “pueblo elegido de Dios”  – luego curas y obispos, interesados, lo blanquean diciendo que es cierto, pero que la cosa ha cambiado  con la venida de Jesús de Nazaret que cambió el antiguo régimen por uno nuevo. Gran manipulación ambas cosas porque parten de una premisa inexistente: Dios elige a un determinado pueblo, ellos,  que se cohesiona y se hace el chulo por ser el elegido. Como si yo elijo ahora entre cuatro, a la rubia del jaguar y esta va sacando pecho y diciendo: ¡Qué pasa, soy la elegida! ¡Soy la mejor y además Dios – realidad difusa e inventada que es la clave- está de mi parte!

Los judíos, pueblo semítico, originario del actual Irak, las fértiles llanuras entre el Tigris y el Eufrates, pueblo imaginativo, inteligente y cohesionado por asumir plenamente el mito de Dios, de Abraham, Isaac y Jacob  – vayan y vean en Hebrón, la tumba de los patriarcas en la que no hay nadie, o por lo menos, no están los que dicen que están.

Los judíos, otro mito, retoman a Moisés como gran caudillo que saca al pueblo de la esclavitud y lo conduce a la “Tierra prometida” y les baja del Sinaí las tablas con las leyes. ¿Qué tierra es esa? Está clarísimo, la que Dios  – otro mito- ha dicho que es suya. No hay vuelta de hoja. Dios es el ser supremo  – gran creación humana como decía Ludwig Feuerbach- y como Dios no aparece por ningún sitio, ya están curas, obispos, pastores, chamanes, fariseos, saduceos, escribas y sumos sacerdotes para decir que ellos tienen una conexión especial con él y ellos son depositarios de su palabra y hablan por su boca, o sea que lo que ellos dicen, viene de Dios y hay que hacerles caso. Y la manada de borregos  – vean otra vez mi Criminalidad Organizada y también “El catolicismo explicado a las ovejas” de mi amigo Juan Eslava o “Pecado, política y perdón. Los confesores reales”, que saldrá a principios de año, editado en Samarcanda y fruto del taller literario que imparto en la Universidad de Alicante y donde queda bastante clara la cosa.

Los judíos, además de pueblo elegido  – falso, mito, creencia paranoide- tenían un Dios peculiar, guerrero, vengativo y con soluciones contundentes en las guerras: “Vendrán a ti humillados los hijos de los que te afligieron. Se postrarán a tus pies quienes te despreciaban porque el día de la venganza esta en mi corazón”, dice el profeta Isaías, que habla por boca del número uno.

Son un pueblo laborioso e inteligente. En sus mil diásporas por el mundo – Egipto, Babilonia, destrucción de Jerusalén por los romanos…etc… siempre tenían en sus bocas las lamentaciones de Jeremías: “Junto a los canales de babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión”. ¿Les suena la palabra sionismo? Ya andaba por el Oriente Medio quinientos años antes de nuestra era cristiana  – que por cierto también desciende de judíos, unos maestros religiosos, o sea del dominio de unos hombres por otros más espabilados.

Ciñámonos a España, que está más cerca y la conocemos mejor – los de anteriores planes de estudios claro, porque con los de  ahora le preguntas a un escolar y no tiene ni puta idea. Los judíos españoles eran trabajadores y tenían oficios generadores de riqueza: médicos, economistas, prestamistas   -llamar a uno judío ya es peyorativo-, banqueros…y muchos oficios manuales solicitados. Generan odio a los vagos y a los inútiles. La sociedad se dividía en nobles, guerreros, curas y frailes y la plebe que pechaba. Ya saben la frase: el señor no sabe leer porque es noble. O no trabaja porque es noble.

Los judíos sufren una grave escisión con el cristianismo. Ellos siguen en el Antiguo Testamento y la nueva secta se erige también en la verdadera, predicando que el tiempo viejo ha terminado y ha sido superado por la venida del Mesías, Jesús de Nazaret. Con el cristianismo institucionalizado, extendido y casado con el poder, el gran secretario de organización fue Pablo de Tarso, un apóstol que no conoció a Jesús, se enfrascaron en discusiones gilipollescas. Los obispos, los llamados santos padres, influidos por Pablo y por la filosofía neoplatónica, se dedicaron como todos los desocupados a lo que desde entonces se ha llamado “discusiones bizantinas”. Las polémicas versaban sobre si Dios era uno solo o otres personas, si Jesús tenía naturaleza humana o divina, si él era consciente de que era Dios y si la transustanciación de la consagración cambiaba la composición de la hostia. Lo dicho, gilipolleces, cuestiones bizantinas. Esto dejó el camino expedito a Mahoma, un camellero analfabeto pero muy listo, que copió  – todas las religiones se copian unas a otras- dogmas del judaísmo  y del cristianismo y creo una religión simple: “solo Allah es Dios y Mahoma su profeta”. No hay más dogmas ni más discusiones. Una religión a medida de las gentes del desierto, con normas muy básicas y una esencial: proclama como base de esta la Yihad, la guerra santa porque todas las religiones también   – el judaísmo menos porque ellos son el pueblo elegido- tienen espíritu expansivo. Todas se creen en posesión de la verdad y, consecuentemente, deben expandir esa verdad por el mundo entero. ¿Se acuerdan de los misioneros que iban a predicar a los infieles? Pues eso.

El islam coge fuerza rápidamente y se expande. No habían pasado cincuenta años de la muerte de Mahoma y ya teníamos a los moros a los pies de la cordillera cantábrica. Estuvieron aquí ochocientos años  – ahora están de nuevo- y siguen diciendo que Al Andalus es suyo y que el califato deberá recuperar esa tierra de sus antepasados.

La lucha, religiosa sobre el papel, pero política y económica en el fondo, es clara. En esta época de conquista y reconquista, la religión está siempre  en medio. Los moros tiene a Allah, su Dios y los cristianos tienen al suyo y además a Santiago, cuyo apellido ahora no se dice pero era Matamoros. Los judíos siguen a su tarea, haciendo negocios y ganando dinero, financiando las batallas de los reyes cristianos, incluidas las famosas Cruzadas contra el moro infiel y para recuperar los llamados Santos lugares, aquellos sitios en los que nació, anduvo, fue torturado y asesinado Jesús de Nazaret, un buen hombre, con un mensaje distinto, con un carisma extraordinario, pero con una pega: no resucitó, como pretendieron los creadores del cristianismo, especialmente San Pablo que dejó claro el invento: si Jesús no resucitó, vana es nuestra fe.

Conocí, en mi juventud a un jesuita sabio, creo recordar que se llamaba José María Castillo, que en sus clases de altísima teología dudaba que Jesús hubiese querido fundar ninguna iglesia. Fue defenestrado definitivamente por el Papa Wojtyla y murió retirado hace poco a los noventa y tantos años. No se habrá salvado por hereje, ni el Papa tampoco porque aquí no se salva nadie. La muerte nos lleva a todos por delante seas de la religión que seas.

Ha salido la palabra clave:  hereje. Los cristianos ganaron las batallas de conquista que duraron muchos años. Los Reyes unificadores  -Católicos los llamó un Papa sinvergüenza, incestuoso y simoníaco, Alejandro VI, el Papa Borgia, valenciano- arrasaron la cultura y establecieron, ayudados por Cisneros y otros de su recua, con la única excepción de Fray Hernando de Talavera, la uniformidad religiosa equivalente a la política: todos cristianos. La conversión era obligatoria. Conversión o expulsión.

Siento darles esta paliza, pero… en la historia y en la política nada pasa porque sí ni de pronto. Todo se cuece a fuego lento. Seguiremos la semana próxima. Entonces empieza la guerra de verdad, sin entender que las anteriores han sido de broma.

Columna de Manuel Avilés, escritor y director de prisiones jubilado, para h50 Digital

 

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