La esclavitud mental es un fenómeno contemporáneo que podemos detectar en cientos de ocasiones y organizaciones, salvo en la nuestra.
Camareros que se desviven por el local de su jefe sin importarles ellos mismos, madres que defienden a hijos asesinos, médicos que se protegen entre ellos silenciando homicidios imprudentes, o policías que encubren a compañeros y jefes cuando abusan de su poder.
Podríamos seguir, pero ya estamos centrados en lo que queremos.
¿Por qué un policía obedece ciegamente? ¿Por qué viola la ley?
En los más novatos pasa menos y, tales excepciones son por creer en un bien superior. Pero ¿Qué pasa cuando se normaliza? ¿O cuando etiquetas a otros como “el enemigo”? Se convierte en una especie de ser parcial y vanidoso, creedor de su autoridad y cometido de limpiar el mundo de aquellos que no han de estar ahí según la doctrina que le hicieron memorizar, porque de eso se trata, de memorizar y obedecer.
Delincuentes y abogados. Para la mayoría de nuestros policías, ellos son los héroes que cazan (a cualquier precio) delincuentes; y los abogados son villanos con estudios, que los defienden, lo que nos hace tribus enemigas bajo su concepción.
Una vez leído un atestado, tras ver numerosas vulneraciones de derechos y mentiras sangrantes, los abogados pensamos que ellos son cazadores cuya licencia debería ser retirada y que siempre están tratando de hacer sucios trucos para llenar estadísticas en busca de ascensos y medallas.
Cuando el héroe padece el “síndrome del esclavo” definido por la psicología, y decide que todo vale para hacer respetar y temer a su omnipotente empresa; incluso dando demostraciones de poder a quienes parecen no admirarles. Ya sea una detención a la que le añaden falsos aditivos para justificarla, o identificar a cualquiera que tenga malas pintas según su criterio subjetivo y cultural.
El culmen de este poder descontrolado reside en aquellos que usan las bases de datos para informarse de la vida privada de personas que no somos delincuentes (pero sí abogados que les estropeamos su cacería sin ley), y pasa lo que pasa.
Antes de ser abogado era policía de los que defienden la ley, pero no a la autoridad, y por ello me atrevo a afirmar esta realidad con un criterio valido.
Hoy, quienes me odiaban como compañeros me hablan con respeto y me llaman “de usted”, cosa innecesaria, pero entiendo que son tan jerárquicos que no pueden evitarlo; otros deciden no mirarme a la cara o decirme que voy a peor por haber estudiado una carrera, un master, superar un examen nacional y ejercer mi trabajo sin jerarquías ni órdenes.
Decidí ser libre tras años de acoso laboral, soportando falsos expedientes por mantenerme al margen de sus juegos, no ceder en robos de puestos de trabajos, nepotismo, prevaricación, y sobre todo, fui excluido del rebaño por no aplaudir al pastor.
Esta droga de la placa y la pistola no llegó a calarme en los 17 años que no dejaron de bombardearme. Por ser justo la campaña de acoso y derribo siempre fue intensa.
El peor momento era cuando un compañero me daba su apoyo a escondidas con la frase “no hay derecho a lo que están haciendo contigo Samuel”. Ahí caí a llorar y nunca más volví tras muchos años de constantes castigos encubiertos, discriminaciones, desvalores, apodos insultantes y estrecha vigilancia de mi vida íntima.
No terminé como la mayoría de los que sufre esto, suicidándome y silenciado.
Tres años después cambiar de trabajo soy mi propio jefe, no tengo jefes ni compañeros “agentes”, soy feliz, soy yo, lo que quiero, pago mis facturas con mi trabajo de abogado y me van bien las cosas. Dedico parte de mi trabajo a ayudar a otros policías en situaciones parecidas a la que yo sufrí, y aquí vuelve el monstruo:
- ¿Sigue Samuel dando guerra desde fuera? SÍ.
- A por él, se le van a quitar las ganas.
En apenas dos meses, la persecución han vuelto hasta el punto de buscar mi domicilio y aporrear la puerta gritando “abre, policía, abre minutas” ante mis vecinos de rellano. “Minutas” era mi apodo inconsentido para mofarse de mis escritos de queja sobre deficiencias que ponían en peligro nuestra seguridad, o que vulneraban los derechos de los detenidos.
¿Para qué vienen a mi domicilio? Pues para hacerme cumplir su voluntad de firmar documentos de expedientes que abren a mis clientes policías, cosa que no hacen con ningún abogado de España; ¿será la continuidad del acoso a mi persona?
Tras denunciar las coacciones (obligar a hacer cosas que la ley no obliga), acoso (acudir a mi domicilio insistentemente dañando mi imagen pública) y otro par de delitos como el no identificarse o tratar de entrar en mi casa para sacarme a firmar, la jueza (de Málaga) decide archivar sin practicar diligencias.
No valora las grabaciones aportadas en denuncias, tres en dos meses, y esto no es habitual. Se preguntarán el porqué de esta actuación…
El jefe de la unidad que envía policías a acosarme y obligarme, es el marido de una jueza de Málaga compañera de la instructora.
Y usted, ¿es policía o esclavo?