“El Eco del Comercio” se ocupó con mucha frecuencia de asuntos relacionados con la policía, a pesar de declararse enemigo acérrimo de ella. Sin embargo, fue el único que publicó y comentó un oficio del gobierno –el 31 de enero de 1837- a las Cortes en las que se proponía entre otras cosas cambiar el nombre, por el que se conocía a la policía desde el 18 de agosto de 1836, “Ramo de Protección y Seguridad Pública” por el de “Seguridad y Vigilancia”.
Puede parecer algo anecdótico. No lo era en aquel momento histórico. La policía se asociaba con la Policía General del Reino, cuya Superintendencia General fue suprimida el 4 de octubre de 1835 por un Real Decreto con la firma de Martín de los Heros. Lo cual no supuso el final de la policía, porque, como se puede comprobar en este decreto, siguió actuando en Madrid, pero, por otras noticias de los periódicos se sabe que prestó servicio en las fronteras –Irún, Valcarlos y la Junquera- y en otras grandes poblaciones como Sevilla o Barcelona. Más aún, se siguió manteniendo año tras año en los presupuestos generales del Estado un partida dentro de las dedicadas al Ministerio de la Gobernación para el Ramo de Protección y Seguridad Pública de alrededor de 3.000.000 de reales. Esta última es la prueba definitiva de que la policía fue cambiada de nombre pero no, suprimida.
La importancia de este artículo de “El Eco del Comercio” radica, a mi parecer, en otros aspectos, ninguno de ellos novedoso, porque el primero sería un reconocimiento explícito del fracaso estrepitoso de los organismos que se encargaron de los asuntos policiales; la vuelta a fórmulas ya ensayadas y la necesidad de crear un policía judicial.
El cambio de nombre
Era el tercer nombre que recibía la Policía en tres años: en 1835 se llamaba Policía General del Reino, como la de José I Bonaparte y luego la de Fernando VII. El 18 de agosto de 1836 pasó a denominarse “Protección y Seguridad Pública”. En este oficio del gobierno, 1837, se proponía un nuevo cambio, el de “Seguridad y Vigilancia”. Pero, al no ser tramitada siquiera esta proposición en las Cortes, resultó que el proyecto quedó sepultado en el fondo de un cajón. Gracias a que “El Eco del Comercio” lo publicó en su momento.
Lo más curioso de este nombre es que terminó siendo profético y adelantado a su tiempo. Fue el que llevó la Policía durante mayor parte del tiempo de su existencia. El de Seguridad se le puso por primera vez en Madrid en 1877 y lo llevó este Cuerpo hasta la ley de 1941 en que se le cambió por el Policía Armada y de Tráfico. El de Vigilancia, para el cuerpo civil, tuvo una mayor vigencia pues se le denominó así a partir del atentado del cura Merino contra Isabel II en 1852 hasta 1868 en que pasó a denominarse Cuerpo de Orden Público. En 1877 se volvería a este nombre primero en Madrid como ocurrió en el caso del Cuerpo de Seguridad, y tuvo una vida paralela a él, pues también se le cambió por la ley de 1941 por el de Cuerpo General de Policía.
El cambio de nombre respondía, en esta ocasión, a que se deberían fijar con precisión “las atribuciones” –competencias- de la institución, “cuyo nombre y abusos la han hecho odiosa”. Es decir, había que condenar a la policía al más completo de los olvidos, y para ello nada mejor que cambiarla hasta de nombre. Como sólo por cambiárselo se mejoraran en algo sus servicios. En la Policía este ha sido un mal endémico: los cambios de nombre, como se ha visto en un párrafo anterior, han sido continuos y seguidos tanto en el siglo XIX como en el XX. La institución ha subsistido a todos ellos. Tal vez porque Quevedo, en las últimas palabras con que termina “La historia del vida del Buscón”, siga teniendo razón: “nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres”. Trasladado a una institución es secundario el nombre con que se la bautice, porque lo verdaderamente importante, para que se aprecien sus servicios, es corregir los defectos de su funcionamiento, cosa que normalmente resulta muy complicada cuando no contraproducente. Ocasiones ha habido a lo largo de la historia de la policía, en que esa corrección o su intento lo único que consiguió fue aumentarlos. Es lo que ocurrió en este caso, como se verá más abajo.
La policía secreta
En este “defecto” de la Policía General del Reino, insiste mucho “El Eco del Comercio”. Siempre que desde este periódico se atacó a la Policía, cosa que ocurrió en muchísimas ocasiones, se utilizó contra ella, entre otros, este argumento, como se hizo también ahora: “Establecida tal cual se ha pedido, sin marcar sus atribuciones, sería una continuación de la policía anterior, un foco de delaciones obscuras y de chismes, por consiguiente de inmoralidad, aunque con más o menos abuso según la calidad de los individuos que estén a la cabeza del gobierno y de sus agentes inmediatos”. Alusión nada velada y abierta a la red de confidentes, correveidiles, soplones y gentes que aspiraban a cobrar por delaciones, a través de los fondos reservados, llamados en esos momentos de “policía secreta”. Se tomaba, como ya se ha denunciado repetidamente la parte por el todo: de los ocho millones de reales dedicados a la policía, está última partida no llegó nunca al medio millón. Se equivocaba al exagerar unos defectos que no tuvo, si nos atenemos a este hecho constatado. Al que habría que añadir otro: la policía se autofinanciaba, dejando anualmente superávit para el Real Tesoro.
Los testimonios que tenemos de empleados en la policía tanto en la etapa absolutista como en la del Estatuto no concuerdan con estos planteamientos. Veamos lo que dice Estébanez Calderón en la Revista Española, para justificar la petición de aumento de sueldo para los celadores: “Los celadores, cualquiera que hayan sido las circunstancias, han tenido por precisión que ser en sus barrios unos mediadores de las cuestiones particulares, unos conciliadores de las desavenencias leves, unos fiscales de los delitos y en ciertos casos unos jueces hasta la llegada de otra superior autoridad, porque el ningún conocimiento que en el día tienen los alcaldes de barrio, por el poco roce con el vecindario, los hace de toda inutilidad, y he aquí la razón por la que, para dar las noticias que se les piden, se ven precisados para evacuarlas con acierto a solicitarlas de los celadores, de forma que hasta para los socorros y demás operaciones propias de las diputaciones de caridad, no podrían suministrarse sin el auxilio y conocimientos de estos empleados a quienes acuden continuamente.
Estos trabajos, la asistencia diaria a las comisarías, la contestación a los infinitos informes que piden varias autoridades sobre distintas cosas, la permanencia en sus despachos durante cinco horas al día, y aun más de nueve en los meses de expedición de las cartas de seguridad, el despacho del público ya para padrones de mudanza, pasaportes, certificaciones y otros muchos asuntos, la formación de estados, matrículas, censos de población y otras, la continua vigilancia de sus distritos principalmente sobre los establecimientos públicos, la exposición de sus encargos, las rondas de día y de noche en todo tiempo y con particularidad en las críticas circunstancias y el arreglo interior de sus oficinas, donde se reúnen tantos documentos y registros que no pudieran enumerarse sin ser prolijo, los pone en estado de no poder adquirir otra ocupación porque aun para ésta les es necesario el auxilio de un escribiente. De aquí nacen los defectos advertidos en varias épocas y la razón que los disculpa es muy sencilla”[1].
Un Comisario de Valencia, Blas Molina, se defiende de acusaciones lanzadas contra él para privarle de su puesto en el Ministerio de Hacienda, en el que estaba destinado el año 1837, va muchísimo más lejos, describiendo una circunstancia que conocía por vivencia personal: “La policía de Valencia en aquel tiempo no era posible que obrasele que obrase de otro modo cuando contaba entre sus individuos un crecido número de patriotas que habían hecho conocer demasiado sus principios liberales, que sostuvieron con las armas en la mano hasta el último baluarte; que tenían compromisos quizá más graves que aquellos a quienes se les encomendaba vigilar, y que habían aceptado sus encargos no solo como un puerto de salvación individual, sino como un medio seguro de poder dispensar amparo a su partido vencido. Largo catálogo de personas de todas clases y jerarquías que recibieron servicios eminentes de aquellos empleados pudiera llamar en apoyo de esta verdad; y en cuanto á mi toca, no serían solos los Sres. D. Mariano Carsi y D. Mariano Cabrerizo (bien conocidos por sus opiniones liberales) a quienes podría interpelar para que atestiguasen de la quietud y tranquilidad que gozaron bajo mi comisariato, luego que, cesando su prisión y encarnizada persecución comenzadas antes del establecimiento de la policía pudieron estar en el seno de sus familias ¡Ojalá que me fuera dado publicar sin ofender mi modestia los repetidos casos en que arranqué las víctimas del borde del precipicio en que pretendían hundirlas para siempre tal vez algunos do los que antes y ahora llevaron y llevan el honroso titulo de liberales! ¡Ojalá que la muerte no hubiera arrastrado con los despojos del brigadier Cornel los secretos que él podría publicar respecto de mi comportamiento con los patriotas!”[2].
La confirmación de estas afirmaciones de Blas Molina existe en el hecho de que en Valencia fueron más perseguidos por la policía los ultrarrealistas que los liberales. La Policía no nació para perseguir liberales ni se significó en la lucha contra el liberalismo. Otra cosa es que lo hicieran las Comisiones Militares Ejecutivas, los Voluntarios Realistas, y la Alta Policía (de donde proviene este error de atribución de responsabilidades), que era equivalente al servicio de espionaje. La documentación, a la que se puede tener acceso, no apunta en este sentido, sino en el contrario: a la Policía se la acusa repetida y sistemáticamente de estar infiltrada por los liberales, llegando, incluso, a contenerse una insinuación en este sentido en el episodio nacional “El terror del año 24″ de Benito Pérez Galdós.
Las mejoras prometidas y no cumplidas
El gobierno presidido por Mendizábal pensó que volviendo a resucitar la legislación del Trienio Constitucional se solucionarían los problemas en materia de seguridad pública. Dos eran las piezas básicas de este modelo: la Ley de 3 de agosto de 1823 sobre el gobierno económico político de las provincias y el Reglamento provisional de Policía de 6 de diciembre de 1822. Invertimos la cronología porque lo verdaderamente importante en este asunto fue la primera, en detrimento del segundo, aunque ambos coincidían en los puntos esenciales, como no podía ser de otra manera. Un resumen perfecto de ambas se encuentra dentro del texto del artículo comentado:
“Por el sistema constitucional la policía general de las provincias está cometida á los jefes políticos: la de los pueblos á los alcaldes, que tienen por auxiliares a los alcaldes de barrio. Estas autoridades son utilísimas, y deben inspirar una completa confianza, como que tienen la opinión de los pueblos mismos que los eligieron; pero si bien pueden bastar bajo otra forma en la mayor parte de los pueblos, la experiencia acredita que en las grandes poblaciones, y principalmente en Madrid, no son suficientes para los grandes objetos de su institución”.
El jefe político no disponía más que de un corto número de policías y de ninguna manera podía cumplir con esa misión encomendada ni siquiera de garantizar el orden en los procesos electorales.
Será bueno recordar que el desmantelamiento de la mayor parte de la estructura y organización de la policía había tenido lugar meses antes de que se escribieran estas líneas. Si el cambio de nombre se había producido en agosto de 1836 y la puesta en vigor de la ley de 3 de agosto de 1823 fue simultánea. Esto se escribe solamente seis meses después y ya se constataba el fracaso, porque el siguiente párrafo no tiene desperdicio:
“Los pueblos grandes exigen una vigilancia continua y tan extensa, que alcance a toda la extensión de ellos, por el gran número de personas de malas costumbres que buscan los medios de hacer daño al abrigo de la multitud; y esta vigilancia no puede esperarse de sujetos que todos tienen sus ocupaciones particulares a que atender, y no reciben retribución ninguna por el tiempo que invierten y por el menoscabo que necesariamente van de sufrir sus intereses. El resultado es que o el servicio público ha de ser desatendido en mucha parte, o si hay alguno tan celoso que se dedique con esmero al cumplimiento de su destino, se arruina por el abandono en que tiene que dejar sus negocios”.
El mismo periódico se había insertado en su número anterior un comunicado de un alcalde de barrio de Madrid en el que venía a decir que ese cúmulo de trabajo desarrollado por los celadores era perfectamente asumible por los alcaldes[3]. Y esto nunca fue así desde que fueron establecidos en 1768, porque la cantidad de tareas que se les habían encomendado, sin cobrar nada por desempeñarlo temporalmente, les distraía mucho tiempo del dedicado a sus oficios y ocupaciones que era de lo que realmente tenían que comer ellos y sus familias. Eran estas obligaciones las que hacían que rehuyeran presentarse a las elecciones y que tuvieran que ensayar soluciones continuamente sin lograr acertar en ninguna.
El articulista volvía sin reparo ninguno a esa estructura, y aunque sea marear un poco al lector no me resisto a traer la cita literalmente.
“Grande auxilio recibirían los alcaldes constitucionales y mejor podrían llenar sus funciones con agentes que recibieran alguna retribución y de quienes pudieran exigir todo el cuidado y el servicio necesarios; y por consiguiente, sea que esta retribución se pagase a los alcaldes de barrio o a otras autoridades subalternas con el nombre de celadores ú otro cualquiera, deberían estar bajo las órdenes de los alcaldes constitucionales, como encargados de la policía de seguridad y de la judicial. Los comisarios y el inspector podrán ser útiles en Madrid, donde el trabajo de los alcaldes constitucionales es inmenso para dividir con ellos la carga y hacerla más llevadera; pero fuera de aquí no los creemos necesarios, mediante que en las demás capitales el jefe político puede atender por sí a mucha parte de las atribuciones que aquellos habrían de desempeñar”.
El Reglamento de Policía de 1824 a través de los celadores de barrio había solucionado este problema, al liberar a los alcaldes de barrio de la mayor parte de sus tareas, dejándoles únicamente como jueces de paz en sus demarcaciones. Precisamente, uno de los mayores aciertos de la organización de la policía fue que tanto en la Real Cédula como en el Reglamento se trató de adecuar su estructura y organización a la realidad de la España de entonces. Para ello se distinguía netamente la situación en que se encontraban las grandes poblaciones de la de los pueblos pequeños. En consecuencia, se adaptó la organización a esa realidad.
Esta característica fue una de las que distinguió a la Policía de 1824 de la de José I Bonaparte, que copió literalmente la estructura y organización que tenía en Francia sin adaptarla para nada a la realidad española. Hasta el punto de que el mariscal Soult en Andalucía y Extremadura mandó hacer un reglamento de policía y se lo encargó a alguien de su estado mayor que lo redactó en francés y después tuvo que ser traducido para enviarlo a los comisarios de prefectura. Esta es una de las razones por la que a esos dos documentos, Real Cédula y Reglamento, se les considera como fundacionales de la policía en España.
También la distinguía del modelo constitucional, que uniformaba la solución dada a la salvaguarda de la seguridad pública en toda la nación. Las grandes poblaciones, que necesitaban un tratamiento especial, se igualaban a los pueblos pequeños y medianos. Tampoco se tenían en cuenta aquellas poblaciones que por unas características especiales necesitaban una atención más especial, como podían ser ciertos puertos de mar o fronterizos. En esto se apartaba la Constitución y sus leyes de desarrollo de lo que había sido tradicional, pues lo normal en la legislación tradicional había sido tratar de forma diferente a la Corte, Madrid, y al resto de la poblaciones. La seguridad del Rey exigía unas medidas especiales. Sin embargo ese trato especial a las grandes poblaciones se puede encontrar ya en la Real Cédula y en el Reglamento de 1824. Los liberales se basaban para actuar así en el principio de la igualdad de todos ante la ley, pero, al uniformar la solución, fueron en el sentido contrario de lo que ocurriría andando el tiempo que la estructura y organización de la policía de las grandes poblaciones se trasplantó sin ningún tipo de adaptación a las pequeñas y medianas.
Los Juzgados de Policía
La separación neta de las competencias de la policía de las judiciales aparecía también en este documento. Terminaba dedicando sus dos últimos párrafos a los juzgados de policía. Solamente conozco con este nombre los que funcionan en Bélgica. Por lo que sé de ellos son equiparables a nuestros juzgados de paz, en los que se solventan asuntos menores, pasando los de mayor entidad a los juzgados de primera instancia. La solución que se ve en el artículo es la fundación de los juzgados de policía, que se encargaran de esos asuntos de menor gravedad y transcendencia.
La primera ventaja sería que se podría ejercer de una forma efectiva la policía judicial, “que hoy puede decirse abandonada con el inconveniente de que no se averigua quien o quienes fueron los autores de los delitos y los delincuentes quedan impunes”.
“En Madrid sucede diariamente que los jueces reciben partes de los alcaldes constitucionales de delitos cometidos uno, dos o tres días antes, sin haberse hecho nada para su averiguación; y lo mismo sucedía cuando existían los celadores de policía ; porque no teniendo a estos funcionarios bajo sus órdenes, y no pudiendo los alcaldes de barrio dedicarse a seguir el hilo de los muchos delitos que se cometen para presentarles los reos y los testigos con los demás medios de averiguación, sus diligencias tendrían que limitarse á las lentas actuaciones que puede hacer el juez, y le pasan el parte tal cual lo reciben, y con el atraso consiguiente al rodeo que sufre yendo por su mano. Esto mismo indica que mientras subsista el actual sistema de enjuiciar los agentes de policía, cualesquiera que sean su nombre y atribuciones, deben auxiliar a los jueces de 1ª instancia en cuanto sea necesario para la reunión de las pruebas y busca de los delincuentes”.
Esta separación de funciones entre jueces y policías sería altamente beneficiosa para los ciudadanos. Desde un punto de vista teórico daría cumplimiento a una de las reformas procesales más importantes contenidas en la Constitución de Cádiz de 1812 y recogida también en la de 1837. La policía en su vertiente de seguridad sería un auxiliar formidable para aliviar de muchas asuntos menores e intranscendentes a los jueces de 1ª instancia porque quedarían resueltos en los juzgados de policía. En su vertiente de policía administrativa asumiría las tareas más pesadas encomendadas a los alcaldes de barrio. Todo ello redundaría en utilidad de los ciudadanos que se verían libres de trámites molestos, porque muchos asuntos se resolverían sobre la marcha.
“Lo mejor sería que se estableciesen juzgados de policía á cargo de los mismos alcaldes constitucionales, auxiliados si se quiere por otros funcionarios, á los cuales, constituidos diariamente en tribunal, se diese cuenta en sesión pública y verbalmente de todos los casos en que la autoridad judicial deba intervenir, ya sea por queja de las partes ó de oficio; y que decidiendo en materias leves, y despidiendo a los comparecidos como sospechosos cuando apareciesen inocentes, pasaran á los jueces respectivos los reos y comprobantes de causas de más entidad para su seguimiento en forma. Así se evitarían muchas causas injustamente seguidas por materias insignificantes; se evitarían mortificaciones inútiles á los acusados: y se dejaría más tiempo á los jueces para ocuparse en los negocios importantes á que debe quedar reducida su jurisdicción”.
La Real Cédula de 1824 imponía a la policía la obligación de poner a disposición del Juez a los detenidos en el plazo de ocho días como máximo. Es decir, recogía ya esta obligación de trabajar con los jueces que se hicieran cargo de la instrucción de los sumarios. De hecho se sabe que esto sucedió así. Precisamente el Alcalde de Quartel que se hizo cargo de la investigación del “crimen de los Basilios” (1830)[4], no llegó a resolver el caso porque se perdió en un laberinto de pruebas que no le llevaron a ningún sitio. Cuando requirió los servicios del celador de policía, Francisco García Chico, ya era tarde porque las pruebas habían sido destruidas o falsificadas.
Conclusión
“El Eco del Comercio” fue el periódico madrileño más beligerante contra la policía. En sus páginas, y en numerosas ocasiones, se puede leer la afirmación de que eran enemigos de la policía. Editó 3.045 números entre el 1 de mayo de 1834 y el 11 de diciembre de 1849. En muchas ocasiones, como también sucede en partes concretas del artículo que se ha comentado, se exageran los defectos de esta institución tomando la parte por el todo o lo que ni siquiera fue parte, como ocurrió en el caso de la policía secreta, una simple partida presupuestaria para pagar información.
Lo que sucedía entonces y sigue sucediendo ahora, es que la policía en el desarrollo de sus funciones obtiene mucha información. En aquel período esa información podía versar sobre asuntos muy sensibles como pudieran ser un levantamiento armado, la preparación de asonadas y bullangas y de otros desórdenes públicos por parte de grupos opuestos al gobierno. En estos dos casos había dos formas de llegar a esa información, como ocurre en la actualidad: mediante el pago a los confidentes, para eso están los fondos reservados o mediante la labor diaria de los Cuerpos de Seguridad a quienes llega la información por su tarea diaria en la calle y el conocimiento de ciertos individuos.
Se han tocado varios puntos esenciales y otros no tanto a lo largo del artículo comentado. La más intrascendente fue sin duda la propuesta del cambio de nombre de la policía para dar la sensación de que se rompía con el pasado y de que la nueva institución no tenía nada que ver con él. Vana pretensión porque las funciones que debería desarrollar serían las mismas como se ha demostrado a lo largo de las líneas que anteceden.
Más importancia el reconocimiento explícito del fracaso de las reformas cuando apenas llevaban seis meses puestas en marcha, especialmente en las grandes ciudades y Madrid como ejemplo de ello. No era posible seguir sin una policía enteramente profesionalizada, y con un marcado carácter de policía judicial en cuanto a la seguridad y en cuanto al de policía administrativa dependiendo del poder ejecutivo. La propuesta en el primer de los casos de una potenciación de los alcaldes de barrio, como auténticos juzgados de paz o de policía y en el segundo, de las tareas de control de la población, no es más que una consecuencia de lo que ya era evidente: la puesta en marcha de las reformas había fracasado. Lo llamativo es que se volviera a fórmulas contenidas en la Real Cédula y en el Reglamento de 1824, porque resulta paradójico que se buscara la solución a problemas que ya habían sido resueltos. Lo lógico hubiera sido conservar lo que funcionaba bien y tratar de corregir lo que no funcionara. Para ello se habría tenido que dejar de lado el factor ideológico, que terminó imponiéndose.
[1] “Indicaciones sobre la necesidad de reformar la clase de empleados subalternos de la policía”. “La Revista Española, periódico dedicado a S. M. la Reina Gobernadora”. nº 461. Martes 27 de enero de 1835. Los celadores constituían la columna vertebral de la policía en las grandes poblaciones.
[2] “El Correo Nacional”, 20 de diciembre de 1840. Vuelve a publicar este comunicado, que por primera vez había sido publicado en “Turia” en 1837.
[3] El Eco del Comercio, 9 de febrero de 1837, número 1.016
[4] Se trata de un crimen muy célebre, la noche del 3 de octubre de 1830 se dio cuenta al Alcalde de Quartel de la muerte violenta del padre Prior del Convento de los Basilios. Por Madrid corrieron las teorías más disparatadas sobre este asesinato. La investigación derivó hacia las enemistades entre los frailes y se descuidó el que pudo ser el motivo real del crimen: el robo en la celda del Prior. Se puede leer en el Tomo VII de las Causas Célebres españolas.