Sentir la brisa del Guadalquivir en su piel, en sus cabellos despeinados por el esfuerzo y el movimiento cuando empuñaba los remos, era una de las pasiones de Jesús.
No sabía explicar esa sensación de libertad cuando surcaba sus aguas, lo adictivo que le resultaba el deporte y la vida sana, compartir risas y bromas con sus compañeros de equipo. Estaba viviendo sus sueños. Había decidido ser policía cuando terminara sus estudios. Y aun debía vivir muchas ilusiones más. Debía, porque solo tenía dieciocho años. Porque empezaba a descubrir el mundo.
Una noche señalada, en la que antaño las familias se reunían a recordar a los seres queridos que ya no estaban, se celebraba una fiesta en Sevilla. Los tiempos cambian, y la costumbre anglosajona llevaba años instalada en nuestro país.
Jesús había quedado con unos amigos en la capital. Se arregló y peinó su flequillo, mientras silbaba, alegre. Se despidió de su madre con un beso, y ella le pidió que tuviera cuidado, que aquella noche había mucho loco suelto.
Finalmente, la fiesta se había cancelado. Tomó el metro de regreso a su pueblo, a su Palomares natal. Recorrió sus tranquillas y solitarias calles, por última vez, desde la parada hasta su hogar. El silencio de la madrugada era el único testigo de sus pasos, durante los cuatro kilómetros del trayecto hasta su destino.
Se dio cuenta de que había olvidado las llaves. No quería despertar a su madre, así que escribió un mensaje a su hermano, que se encontraba en un parque cercano, y le dejó las suyas. Se despidió de él, sin saber ambos hermanos que no volverían a reír juntos, a contarse sus cosas, a seguir creciendo unidos.
Estaba llegando a casa, a medio kilómetro del parque donde se había encontrado con su hermano, cuando un ruido le hizo darse la vuelta. No estaba solo.
De la nada salieron varios jóvenes de diferentes edades, algunos más pequeños que él. Su actitud amenazadora le hizo ponerse en guardia. Venían buscando bronca, y comenzaron a interpelarlo de manera agresiva. Estaba rodeado. Ni siquiera sabía si buscaban su móvil, dinero, o el simple placer de atemorizarlo y dañarlo. No los conocía, no parecían ser de Palomares.
Y, sin previo aviso, comenzaron los empujones. Se defendió. No les pondría fácil aquella injusticia que estaban cometiendo contra él. Pero eran demasiados, y la inquina que destilaban, muy contagiosa. Como perros de presa, que se azuzaban entre sí, no querían dejar libre a su víctima. A los empujones siguieron unos golpes que comenzaron a hacer mella en Jesús, que seguía sin comprender el por qué. Abatido, recibió el apuñalamiento que, en minutos, segaría su vida. Comenzaron a desdibujarse las formas de su casa, tan cerca, pero a la vez imposible de alcanzar. No logró llegar a su refugio. Todo se oscureció, y un terrible grito de dolor desgarró la noche. El clamor de una madre cuyo hijo murió en sus brazos injustamente.
El tiempo no cura todas las heridas, porque algunas jamás cicatrizan. Siguen sangrando, y seguirán haciéndolo. El daño sufrido es tan intenso como el primer día en el que empezó a materializarse. No existe forma de apaciguarlo.
Un analgésico alivia los síntomas del dolor, pero no logra extirpar la causa que los provoca. La marcha inmerecida de Jesús seguirá doliendo mucho, pero el analgésico de la justicia puede atenuar su pérdida, e impedir que se vuelva a repetir.
Hasta el momento, hay un único detenido. Un menor de dieciséis años. Edad insuficiente para conducir un coche, o adquirir legalmente alcohol. Y, aun así, ¿Cuántos se saltan estas normas? Quieren actuar como mayores, pero que se les castiguen como a críos. Son perfectamente conscientes de los actos que cometen, y distinguen el bien del mal. Saben las consecuencias que acarrean sus actos, pero también que estas, a determinada edad, no son elevadas. Se excusan en hogares desestructurados y otras circunstancias que usan a su libre albedrío para justificar sus acciones. No, no siempre es así. No se debe acreditar el mal arbitrariamente.
Al igual que se nace con una tendencia a hacer el bien y ayudar a los demás, se puede dar el caso contrario, y venir al mundo con un carácter que conlleve el deseo de martirizar a los demás sin causa.
Es necesario actuar para prevenir estos hechos, educar y tratar de hacer ver las consecuencias irreparables de unos actos que pueden acabar con una vida. Pero también es imprescindible proceder a un correctivo apropiado a la gravedad de las acciones realizadas. Con cierta edad, a pesar del amparo de la ley respecto a la minoría, se es responsable, se conoce el tipo delictivo cometido y se es consciente de un desenlace fatal. No procede que, en pocos años, el causante de un crimen tan atroz recobre la libertad, independientemente de que haya una adecuada reinserción, mientras que al resto de la ciudadanía le toque cruzar los dedos para que no vuelva a delinquir.
Es por ello por lo que considero que la revisión de la Ley del Menor es muy necesaria. Para las víctimas reales, y para las potenciales.