Quedaba por comentar algo de la sesión del día 14 de julio de 1841 en que se terminaron de debatir en el Congreso de los Diputados los presupuestos del Ministerio de la Gobernación. Algo muy importante, porque se trataba de los efectos de la supresión de la Superintendencia general de Policía, de la reducción en número de efectivos de misma, y de los fondos reservados, es decir, de la policía secreta.
Lo que quedaba de comentar era causa de todos los sucesos que se han enumerado en el párrafo anterior. La clave se ofrece en una de las palabras de una de las últimas intervenciones del diputado Joaquín Alonso, quien dijo: “Lo digo francamente, a explicarla más bien que a modificarla (la enmienda a los presupuestos), porque yo no ataco a pasaportes ni a esos gastos imprevistos de que se ha hablado; aludo al personal, cuyos gastos no son de ninguna manera necesarios, y que yo considero vicioso, ya por naturaleza de la institución, ya por abuso de ella, como ha reconocido el sr. Olozága”.
Los verdaderos motivos y objetivos
En esa sesión, el diputado Joaquín Alonso, llegó a admitir como bueno el mantenimiento de los fondos reservados, pero nunca, ningún personal dedicado en exclusiva a tareas policiales. Mucho menos toleraría el incumplimiento íntegro de todo lo dispuesto en una ley: “Desde el día que la ley de 3 de febrero fue restablecida, que no se está cumpliendo dicha ley; y yo creo que los pueblos y el Gobierno deben tener más confianza en los Ayuntamientos, que son de elección popular, que en esas personas que eligen los Gobiernos, más bien para su interés particular que para el bien público. Yo no quiero hablar de los actuales Ministros, y particularmente del Sr. Ministro de la Gobernación, protesta innecesaria, porque ya sabe S. S. que no es de él de quien hablo”.
Los adjetivos peyorativos de algunos decretos dedicados a la Policía, tanto pública como secreta, según el lenguaje de la época, no disimulan fuertes cargas ideológicas. Efectivamente, en noviembre de 1836, se volvió a poner en vigor la Instrucción (Ley) para el gobierno económico político de las provincias de 1823. En ella se dejaba totalmente en manos de las autoridades locales todo lo referido a la seguridad pública, tanto fuera de índole administrativa como de seguridad de las personas y de las propiedades. Desde el mismo momento, en que entró en vigor esa ley, arreció y se hizo mucho más virulenta la campaña tanto gubernamental como mediática contra la policía. La razón era que dedicar personal a tareas de policía se veía como una ilegalidad, porque había unos veinte artículos en esa ley, que se incumplirían con sólo su existencia. Por todo esto, importaba poco que la policía lo hiciera bien o mal o nada: su misma existencia era considerada como un vicio, una ilegalidad y un problema. En esta campaña participó parte de la prensa, y, entre los periodistas, estuvo Larra.
Los problemas de regresar a 1823
Con esta ley, se dejaba a la policía y a la justicia sometidas a las presiones locales, que eran tan excesivas también sobre estas últimas que dieron motivo a una circular del 11 de septiembre de 1836 del Ministerio de Gracia y Justicia, lamentándose de ellas, porque otra cosa no podía hacer. Decía así esta circular, que necesita, como se verá, muy pocos comentarios:
“Ministerio de Gracia y Justicia. Circular a los regentes de las audiencias.= Las frecuentes comunicaciones que se hacen al ministerio de mi cargo de que los jueces de primera instancia son víctimas en algunos puntos del reino del furor de las pasiones populares, hasta el grado de tener que abandonar sus destinos, no siendo bastante fuertes para hacer que sus providencias sean cumplidas, han llamado poderosamente la atención de S. M., que, convencida de que la administración de justicia es la primera necesidad de los pueblos, y de que no puede obtenerse sin el respeto hacia las autoridades que le dispensan, me manda diga a V. S., como de su real orden lo ejecuto, que en medio de las circunstancias críticas que nos rodean, procure por todos los medios posibles que se conserve la tranquilidad pública, obrando de acuerdo con las autoridades superiores civiles y militares; pues así como está dispuesta a acoger benigna las súplicas de todos los ciudadanos, a satisfacer las necesidades legítimas de los pueblos, y a reprimir con mano fuerte las demasías de los empleados del gobierno que traspasen en un solo punto el círculo de la ley, así también quiere que se repriman con vigor los excesos que se cometan, principalmente si tienen por objeto alterar violentamente el curso de la justicia; y que las autoridades sean universalmente respetadas, siempre que no traspasen los límites de sus atribuciones, y cumplan y hagan cumplir las disposiciones de las leyes. Dios guarde a V. S. muchos años. Madrid, 8 de setiembre de 1836.=José Landero”[1].
Si las autoridades no eran respetadas y, si se las violentaba hasta el punto de expulsarlas del pueblo, ¿qué medios se podían emplear para remediar esa situación? Las autoridades locales eran impotentes, a pesar de disponer de la Milicia Nacional, y las centrales, el gobierno, también porque había dejado la Policía no solamente reducida a la mínima expresión, sino que habían eliminado su jefatura nacional, la Superintendencia General de Policía, que le permitía tener sus propios canales de información al margen de las autoridades locales y suprimido los medios para obtenerla. Peor aún: se la privó de medios eficaces para poder actuar:
“El mecanismo solo de la oficina absorbe una particular atención y no hay que despreciar esta cualidad indispensable, precisa y útil en alto grado en la corte, porque sería un crimen político, aunque no parece tal, traería fatales consecuencias mañana ú otro día. He oído asegurar que algunos alcaldes de barrio no cuidan de las matrículas en lo más mínimo desde que se les han entregado de las oficinas. Amontonados los padrones de entrada y salida bajo una carpeta que nada significa, más bien parecen papeles de botica que documentos importantes de estadística; y este abandono e indiferencia es tan perjudicial en este tiempo de revueltas, que puede decirse con seguridad que acabó la vista del león y con este accidente funesto, las fuerzas colosales que le dio naturaleza[2]”.
Es estado de cosas, se mantuvo durante mucho tiempo. Ocurrían estos hechos en los pueblos, sobre todo, en los más pequeños. Estando tan localizado el problema, la solución no podía ser dar más poder a las autoridades locales, porque lo agravaría. Fue justamente lo que sucedió con la puesta en vigor de la Instrucción para el gobierno económico político de las provincias de 1823.
La rectificación
Lo sorprendente del caso es que fuera el mismo Ministro quien suprimiera los fondos para pagar por información y reconociera, muy poco tiempo después, el que va desde noviembre a marzo, que había sido un fracaso y, a pesar de ello, insistiera en que la solución dada en materia de seguridad era la correcta. El propio ministro, Manuel Cortina, que dictó el decreto de 2 de noviembre de 1840, reconoció explícitamente su error, pero insistía en lo correcto de esa solución.
No dejó pasar mucho tiempo para que se produjera ese reconocimiento. Manuel Cortina, Ministro de la Gobernación, firmó una circular dirigida a los Jefes políticos (los gobernadores civiles), dando instrucciones para luchar contra la delincuencia, especialmente, la organizada en partidas o cuadrillas. Terminada la guerra carlista pulularon con tal abundancia y en tantos lugares, que se convirtieron en una verdadera y auténtica plaga, aunque el problema venía de antes, como se ha podido comprobar por la circular del Ministerio de Gracia y Justicia de 1836.
Los pueblos más pequeños vivían en un continuo sobresalto, porque no tenían posibilidad de oponerse a estas partidas o cuadrillas. El Ministro hacía una relación de las posibles causas para que eso sucediera: “Deberá V. S. examinar muy detenidamente las causas más principales que puedan influir en que se aumente su número, y prevenir con tiempo los graves perjuicios que de esto podrían originarse. En algunas partes, la excesiva y reciente aglomeración de individuos sin arraigo ni apego al hogar doméstico, y la miseria que en otros produjeron las calamidades de la guerra, son causa de que el trabajo escasee y queden ociosos muchos brazos. En otras, hábitos antiguos contribuyen también, aunque indirectamente, en el mayor número de casos, a que se perpetúen los robos y delitos contra las personas, y en, no pocas, por desgracia, la apatía de las autoridades locales, la indiferencia con que miran el cumplimiento de sus obligaciones, y el temor, a veces, de resentimientos personales, facilitan criminales tentativas y aseguran la impunidad de los que en ellas toman parte. A la autoridad de V.S. toca particularmente aplicar el remedio oportuno a cada uno de estos males, excitando con celo eficaz la cooperación de la diputación provincial cuando pueda producir ventajosos resultados, y la de los jefes militares, siempre que el auxilio de la fuerza permanente pueda ser necesario”.
Las autoridades eran nombradas solamente cada año, de modo que iban a pasar ese intervalo de tiempo con los menores sobresaltos que pudieran. Para ganarse la vida, tenían que seguir dedicándose cada uno al oficio que tuviera.
“Los alcaldes de barrio tendrán los mejores deseos, se hallarán adornados de las mejores cualidades; pero por más que digan, jamás podrán satisfacer la ansiedad pública, jamás trabajarán con el interés, que inspira un poder sostenido y duradero, y nunca por esfuerzos que quieran hacer, llenarán el huevo que han dejado sus antecesores. Los alcaldes de barrio son personas acomodadas, o lo menos deben serlo, y teniendo casi todos que despachar sus negocios particulares, imposible es que no hagan desgraciarse las mejores combinaciones, atendiendo á los obstáculos insuperables que les rodean. Los que sean comerciantes o artesanos, ¿Cómo saldrán de sus apuros en el trabajo material de la oficina cuando aquel invierte la mayor parte del día? Y los propietarios acostumbrados a una vida sedentaria y monótona, ¿Qué resultado darán de sus tareas? Pero dejemos esto; si el alcalde de barrio es sujeto, que no merece el mejor ni el más mínimo concepto político, y si, por el contrario, está reputado por carlista; ¿podrá ganar mucho la causa nacional, y el gobierno quedar satisfecho de su disposición?”.
Depender de sus negocios, de sus oficios o de la actividad que tuvieran previamente a ser nombrados, quería decir que seguían inmersos en la problemática de su entorno, especialmente, en su parte más negativa, que eran las represalias por las decisiones que tomaran. Por ello, no era fácil solucionar estos problemas de seguridad.
Los fondos reservados
Lo lógico sería pensar que, si se suprimía pagar por información, los fondos de policía secreta, también aumentarían las represalias, porque no se iba a encontrar a nadie que asumiera un riesgo grave de delatarlas, ni tampoco de las andanzas de los delincuentes organizados. Al haber suprimido esos fondos, la consecuencia fue que el gobierno solamente podía pagar “honoríficamente”, a quienes informaran. Pero esto se iba a quedar “en una promesa vana”. Se necesitaba incentivar a los informadores con recompensas y gratificaciones en dinero corriente y moliente, el gobierno lo había eliminado de los presupuestos, por lo cual lo más cómodo era endosarle este encargo a las diputaciones:
“El gobierno está dispuesto a recompensar honoríficamente a los que en este servicio se distingan; pero será además conveniente premiar a los aprehensores con gratificaciones en dinero, que no sólo les indemnicen del abandono momentáneo de su trabajo, sino que al mismo tiempo sirvan de estímulo para que la persecución se generalice y se afiance la seguridad del país. A V. S. compete con la diputación provincial, y considerando las circunstancias especiales de la provincia, adoptar sobre este punto las medidas convenientes para que el premio que se ofrezca según los casos no sea una promesa vana, y se realice tan pronto como se preste el servicio”.
Conclusión
Sorprende mucho el recorrido por la exposición de motivos de decretos y circulares; la prensa escrita y por el Diario de Sesiones del Congreso. De la lectura de todos ellos se saca una imagen tremendamente negativa de la Policía. No se ahorran en ninguno de ellos los adjetivos más denigrantes y las expresiones más altisonantes. Al final, resultó que todo ello, se debía a que, según su parecer, la policía era incompatible con la Instrucción para el gobierno económico de las provincias y con la misma Constitución de 1812. El leiv motiv de un grupo de liberales. Pero ese mismo grupo, cuando llegó al poder, cambió de opinión.
Ese cambio estuvo encabezado por el mismísimo Manuel Cortina, el autor del famoso decreto de 2 de noviembre de 1840, que alabó sin tapujos la labor realizada por los celadores. Es decir, alabó las novedades traídas por la Policía de 1824, tan denostada. Lo hizo sin rodeos con estas palabras para los celadores de policía: “Los celadores obraban con rapidez; sus trabajos refluían en beneficio del procomunal de un modo bien patente; y si no testigos, son un sin número de ciudadanos, que han necesitado del ramo de Protección y Seguridad Pública en circunstancias de alguna importancia”. ¡Que esto salga de la pluma del que suprimió la Jefatura nacional de la Policía, redujo sus efectivos y los medios de actuación, parece un sarcasmo indefinible y de una incongruencia total! ¿Por qué no se corrigieron los defectos, se mejoró la organización y la estructura se aprovechó lo que ya existía? Más cuando se estaba demostrando que era imposible prescindir de la Policía y del pago de información.
Un artículo de Martín Turrado Vidal para h50 Digital
* Portada foto del libro, “Los españoles pintados por sí mismos”.
[1] “El Eco del Comercio”. 11 de septiembre de 1836.
[2] Circular del Ministerio de la Gobernación. Madrid 1.º de marzo de 1841.- Manuel Cortina.=.Señor jefe político de ……”EL Corresponsal”, 4 de marzo de 1841. Las citas sin nota a pie de página pertenecen a esta circular.