Hasta ahora se ha estudiado con mucho detenimiento y profundidad al terrorista anarquista, que fue, sin duda, uno de los mayores problemas al que tuvieron que hacer frente las distintas policías europeas en el último tercio del siglo XIX y en el primero del siglo XX. En casi todos los casos sirvió esta lucha contra el anarquismo para poner en solfa a todas esas fuerzas de seguridad que se habían quedado obsoletas, ancladas en el tiempo. La gravedad de los atentados, como el de magnicidios: el zar ruso Alejandro II en 1881; en España el de Cánovas y el del presidente francés, Carnot; las bombas contra actos de todo tipo religiosos, como el del Corpus Christi, o la del Liceo, ha dejado en la sombra a otro tipo de hechos como el de que la delincuencia común fuera traspasando fronteras de todos los países.
Hubo otro tipo de delincuencia, que fue tomando características supranacionales. Estos delincuentes se podían encuadrar en dos grupos. El primero estaba compuesto por carteristas, timadores y estafadores. Se desplazaban a los lugares de veraneo como San Sebastián o la Costa Azul; sabían idiomas y se libraban de la presión de las policías de sus países. El segundo grupo estaba compuesto únicamente por timadores. Estos no necesitaban desplazarse, porque cometían sus delitos, en ocasiones, sin salir de la cárcel. Daban sus timos desde la cárcel y después desde cualquier punto de la geografía, a gentes que vivían fuera de nuestras fronteras. Como veremos su modus operandi se lo permitía.
1.- Un carterista internacional, Federíco Laveruy, “a” Raimundo González y González y Federico Álvarez.
“Nuevamente, ha sido detenido en el Real Sitio de San Lorenzo del Escorial, el célebre carterista D. Federico como le titulan sus muchos colegas de la lucrativa industria de carteristas y enterradores. La detención se ha llevado a efecto en la pasada semana por nuevas operaciones que venía efectuando, entre ellas, el robo de una cartera con valores a don Eduardo Gullón. Con D. Federico han sido detenidos también el “Matías” y el “Mañosete”[1].
La detención suscitó serios temores a que, de nuevo, se aplicara la ley del embudo, y que fuera puesto enseguida en libertad, bien mediante la simple aplicación de una quincena, reducida después por un servicio que puede prestar, bien porque tuviera simpatías entre los policías y, lo más seguro, en las casas de lenocinio.
Dos cosas llamaban poderosamente la atención en este sujeto: la primera, que fuera uno de los más hábiles carteristas del momento, por lo cual, como se ha dicho antes, se le echaba la culpa de cuantas sustracciones de carteras se producían en Madrid o por donde pasara, y la segunda, su pertenencia a la llamada “banda internacional”, lo cual implicaba que conociera el francés perfectamente, debido a sus largas estancias en Francia y que tuviera una movilidad, que era muy extraordinaria en aquella época. Otro detalle: vestía muy elegantemente.
Fue detenido por primera vez en Madrid en 1895 por el Inspector Fernández Luna, que, como sabemos, en 1913 sería el primer jefe de la Brigada de Investigación Criminal. Ese año debió de ser también uno de los primeros que entró a formar parte de la Ronda Especial de Vigilancia.
Tenía fama de ser muy astuto y, como consecuencia de ello, sus detenciones siempre resultaran difíciles. En una ocasión logró marcharse de Madrid por la estación de Mediodía, a pesar de que estaba siendo seguido por varios policías, debido al robo de carteras.
Era célebre también por su prodigalidad. En una ocasión, en Barcelona, un delincuente, al que no conocía, le ayudó en la sustracción de una cartera sirviéndole de tapia, y, como éste le pidiera su parte, no tuvo inconveniente en darle la mitad de lo que había en la cartera.
El motivo de su detención fue el robo de una cartera con valores al diputado, antiguo secretario del Congreso, don Eduardo Gullón. Pocos días antes había sido expulsado de la Bolsa, porque había hecho de ella su campo de actuación y fue reconocido por alguno de los corredores.
En Madrid había intentado cobrar unos cupones de valores, emitidos en Valencia. La sorpresa del intermediario, que actuaba de buena fe, fue mayúscula cuando le dijeron que esos valores procedían de un robo en la estación de Valencia, donde había desaparecido un bolso de mano.
Había sido detenido en varias ocasiones en Barcelona, en donde era bien conocido por los miembros de la Ronda especial.
En relación con estos delincuentes existía un problema, que, dado el estado de la ciencia en aquellos momentos, resultaba insolucionable. Era el de probar que el detenido de El Escorial era el mismo que había actuado en Barcelona y Valencia. Por ello, se pedía que el Juez de El Escorial llamara a declarar a ciertos inspectores de la Ronda especial de Madrid y de Barcelona, que eran quienes mejor le conocían. Como se sabe, este problema no se solucionó hasta la aparición de la dactiloscopia y, más recientemente, con el ADN.
En relación con este problema, que se presentaba a la justicia de entonces muy frecuentemente, publicaba la Revista el historial de otro delincuente apodado “El Morros”, que, a base de nombres falsos, había podido eludir el cumplimiento de una condena impuesta en rebeldía por un Juzgado de Játiva.
2.- El timo del entierro
Este timo tiene un antecedente ilustre: las cartas de Jerusalén. El preludio para este asunto fue la difusión de modus operandi más allá de las fronteras del país en que se utilizó por primera vez. Uno de los primeros casos ocurrió con las cartas de Jerusalén. Lo relata Vidocq en su libro “Les voleurs”. “Los acontecimientos de nuestra primera revolución dieron origen a las Cartas de Jerusalén, … Desde finales de 1789 al año VI de la república, sumas muy considerables, resultado de las Cartas de Jerusalén, han entrado en diversas prisiones del departamento del Sena, especialmente en Bizetre. En el año VI (septiembre 1797- septiembre 1798), llegaron a esta última cárcel, en el espacio de dos meses, más de 15.000 francos.
He aquí el modus operandi de los presos que querían hacer un “arcat”, es decir robar dinero a una persona mediante una carta de Jerusalén. Se procuraban las direcciones de muchos habitantes de departamentos, y, mientras fuera posible, escogían a aquellos que añoraban el antiguo orden de cosas, y que ellos creían susceptibles de dejarse seducir con la esperanza de una operación ventajosa; se dirigía a estas personas una carta con un cuento que poco más o menos era como este”.
Uno que decía ser ayudante de cámara de un conocido de alguien perteneciente a la nobleza, perseguido por sus ideas monárquicas, no se olvide que estas castas surgieron en el año VI de la República, temiendo ser guillotinado, tuvo que huir de París, como muchos otros. Cuando estaban de camino, temieron ser detenidos y robados. Cerca de la villa de la residencia desde el destinatario de la carta, lograron enterrar el dinero -aquí ponga a prueba el lector su imaginación- y los objetos de valor que llevaban. Se alojaron en un hotel de esa villa y continuaron su camino, pero fueron detenidos, encarcelados y devueltos a París. Después de una cruel enfermedad él se encuentra pobre y desvalido, por lo cual, no tiene reparo alguno en repartir ese dinero con el afortunado destinatario de la carta. Este modus operandi no llegó a traspasar las fronteras francesas.
Parece ser que no hay nada mejor que pasar hambre o estar en condiciones infrahumanas para agudizar el ingenio y encontrar, tras una larga o corta búsqueda, la fórmula para vivir a costa de los demás. El timo del entierro se originó en la cárcel de Villanubla, de Valladolid, y tuvo unos padres también ilustres, aunque algo menos que el de Doña Baldomera Larra, ya que fue ideado por soldados que habían participado en el intento de golpe del brigadier Villacampa en 1886, que tras su derrota y detención habían sido hacinados en unas condiciones muy lamentables en esa prisión militar.
A esos padres del timo se les ocurrió una brillante idea: mezclar un viejo timo que era muy común por entonces en todas las cárceles de España, el timo del envoltorio, con otro, que era bastante frecuente fuera de ellas, el timo del tesoro escondido, que tenía sus raíces en el ocultamiento de monedas, oro y otros objetos de valor, durante la Guerra de la Independencia. No sabemos hasta qué punto influyó en ellos el timo del casorio, muy frecuente por aquellos días, y que se cometía a través de anuncios en la prensa: prometiendo una ingente cantidad de dinero –he visto uno en que la cantidad era de 100.000 duros- a la joven que estuviera dispuesta a casarse con el propietario de la fortuna.
Del timo del envoltorio se tomaron dos elementos claves: la carta, que era la única forma para poder dirigirse a la gente que estaba a muchos kilómetros de la prisión, es más todos se encontraban en el extranjero, porque las cartas se dirigieron a “primos” de Italia, Francia y Alemania y el propio envoltorio, que ya contenía como elemento esencial algo de dinero, se sustituyó únicamente por mucho dinero.
Del timo del tesoro escondido se tomó el elemento que terminó por dar nombre a este timo, el del entierro, que, en este caso se convirtió en una cantidad considerable de dinero -dependía de la voluntad y ganas del escribiente de ponerle ceros a la cifra- que había sido “enterrada”, que “el primo” podía proceder a desenterrar, previo pago de unas quinientas pesetas, que era lo que se necesitaba para mandarle el plano del lugar, a través de una jovenzuela, cuyo retrato se adjuntaba, hija supuesta del timador.
El “modus operandi” consistió en la elaboración de una carta en la que se narraba “el cuento”. Este, en esencia, venía a decir que el remitente había sido el tesorero de las compañías que se habían sublevado contra el Gobierno y que estando en peligro inminente de ser detenido y extraditado había “enterrado” una caja conteniendo cuatro o cinco millones de pesetas en las cercanías del pueblo del destinatario. A este, le suplicaban (normalmente se trataba de un sacerdote) que les ayudara a recuperar esa caja porque él estaba en prisión imposibilitado para hacerlo. La mejor forma de hacerlo era enviando quinientas pesetas,-¡de las de 1890!- y a cambio se le mandaría por medio de una hija suya de unos quince años, de la que se adjuntaba una foto el plano del lugar exacto en el que había tenido lugar el entierro.
¿Quiénes fueron los primeros “primos” que picaron en este timo? Es difícil de imaginar, porque la mayor parte de tales incautos fueron “curas párrocos” italianos, que comenzaron a hacer caer sobre la cárcel de Villanubla una lluvia copiosa de pesetas, que alivió bastante la situación de los que pusieron en marcha este negocio.
Tan grande fue el éxito de las cartas que el timo se terminó descubriendo debido precisamente a él. Cada vez se necesitaban más y más escribientes para hacer copias de la carta que se enviaba a Italia y a Francia. Para que los presos pudieran dedicarse a esta tarea en exclusiva tenían que ser destinados a la enfermería de la cárcel. Así fue como una carta cayó en manos del médico, luego en poder del director de la cárcel, y, finalmente, de la Policía.
Este timo saltó los muros de la cárcel y el círculo de los sacerdotes, sobre todo italianos, para extenderse a comerciantes y otras profesiones acomodadas. Tan extendido llegó a estar que constituyó una verdadera plaga entre los años 1890 y 1936. Fueron tantos los primos desplumados, sobre todo franceses, que se propusieron medidas muy drásticas para evitarlos, entre ellas, las de censurar toda la correspondencia que saliera desde Barcelona al extranjero. Medida que fue rechazada por inconstitucional. En la Orden General, que, como se sabe comenzó a publicarse en Madrid en 1908, era frecuente encontrarse con listas de direcciones desde las que remitían las cartas “los enterradores”.
Otra prueba fue la modificación del Código Penal. Tan a mayores fue este timo que el día 21 de febrero de 1926 se promulgó un Real Decreto, en plena Dictadura de Primo de Rivera, por el que se introdujo una modificación en los artículos que contemplaban los delitos de estafa dentro de dicho Código. Una consecuencia de esta modificación fue la circular, ya citada, de la Fiscalía General del Estado del día siguiente para dar instrucciones para mejorar la persecución de ese delito.
Ninguna de estas medidas fue capaz de erradicar este timo. Tanto en las revistas de la Policía como en la Orden General continuaron apareciendo protestas y listas de direcciones desde las que enviaban sus cartas al extranjero los enterradores.
¿A qué se debió el éxito de este timo? Básicamente, a tres razones. La primera, porque casi siempre quedaba impune. El delito, tal y como fue concebido por los suboficiales de Villacampa, se consumaba en otros países, que eran donde los perjudicados tenían que presentar las denuncias contra alguien que no residía allí. Al consumarse el delito fuera de España, no podía perseguirse con las leyes penales españolas, por el principio de extraterritorialidad. (Se debía aplicar el Código Penal francés, italiano, alemán).
La segunda razón era que los engañados en muy pocas ocasiones denunciaban los hechos, a pesar de que, en muchas ocasiones, esto les supusiera la ruina. Existe una carta conmovedora de un pequeño comerciante de Burdeos pidiendo a los timadores que devolvieran parte del dinero estafado para seguir pagando la educación de su única hija.
La tercera era que la persecución del timo resultaba sumamente difícil, porque o se frustraba cuando el engañado viajaba a Madrid o Barcelona con el dinero antes de que lo entregara o ya no había forma de evitarlo. Hubo quien hizo el viaje desde Honduras y Estados Unidos…
Este timo, con algunas variantes, tuvo que ser tipificado como delito independiente en el Código Penal de 1926. Fue una auténtica plaga que no terminó hasta la Guerra Civil. En la actualidad ha sido puesto de nuevo en acción por delincuentes nigerianos, adoptando muchas formas nuevas. Son las famosas estafas nigerianas que comenzaron con la petición de socorro para una tribu en vías de extinción, “los ogonis”, y con las célebres NILO, que no es el río en el que todos pensamos al oír este nombre, sino que responde a Loterías Nigerianas, modus operandi que ha servido para estafar a muchas personas en todo el mundo.
[1] “La Policía Española”, nº 279.
