Columna de Ricardo Magaz en h50 Digital Policial. “CRÓNICAS DEL NUEVE PARABELLUM”.
Hubo un tiempo en el que los policías, los guardias y los militares, entre otros, morían vilmente. O mejor dicho, de manera doblemente vil. Por ser asesinados de un tiro en la nuca y por ser enterrados en el más deshonesto de los sigilos, rozando la clandestinidad, para solapar el hecho criminal con la anuencia de parte de la sociedad zonal y, en idéntica medida, del propio clero de la época en la jurisdicción. Así de palmario. Esto ocurrió en los años de plomo (1979-1981) en el País Vasco. En ese trienio horrible fueron asesinadas 221 personas por la banda terrorista ETA. Sólo en 1980, cayeron bajo las balas y las bombas etarras cerca de un centenar de ciudadanos.
Misas exprés
Cuando después de un atentado las parroquias de las víctimas permitían celebrar el funeral (a menudo lo rechazaban con excusas peregrinas), era frecuente que durante el oficio religioso evitaran expresar el motivo de su muerte. Los clérigos, bien por miedo o por falta de compromiso, resolvían la misa exprés en apenas veinte minutos, entregaban el cadáver a la familia, cargaban el féretro en un coche discreto y desaparecía camino de su tierra de origen donde darle sepultura al calor de los seres queridos.
Algo habrá hecho
Esto, que sucedía todas las semanas en un Estado de derecho, era en sí mismo una triple perversidad. Primero, por el asesinato a manos terroristas. Segundo, por la muerte civil e infame que suponía la sordera del crimen por parte de la “mayoría silenciosa” y de un numeroso grupo del clero de la zona que no quería complicarse la vida. Y tercero, por la victimización secundaria de la familia que ante el cuerpo aún caliente del hijo, del padre, del hermano…, eran objeto de la invisibilidad deliberada de la gente que les negaba la mirada, acallando su conciencia con la vieja ignominia del “algo habrá hecho”. Tal cual. Sin exageraciones. Una especie de relato contemporáneo de la Damnatio memoriae o condena de la memoria en la antigua Roma, mediante la cual se censuraba el nombre y el recuerdo de una persona hasta ignorarla. Como si nada hubiera acontecido. Ya llegaría el tiempo de reescribir la historia para blanquear el espanto.
De tal modo estaban las cosas hasta que alguien dio un paso al frente. Fue el cura Javier Mendizábal, párroco en la iglesia bilbaína de San Nicolas. Él acogió en su templo las exequias fúnebres de los asesinados a los que se les había negado, incluso desde la Administración, el pan y la sal de la dignidad, pronunció sus nombres, declaró la causa de sus muertes por la barbarie terrorista y las condenó.
Condena al ostracismo
Ante esa osadía, la jerarquía episcopal vasca no tardó en postergar a Mendizábal y abocarlo al ostracismo. Alguien debió hacer gestiones desde Madrid y finalmente le comisionaron como pater de las FFCCSE y del Ejército en Vizcaya. Ahí nació “el cura de las víctimas”. El capellán que más hombres de uniforme ha enterrado en España junto, ya en el plano asistencial y normativo, al jesuita Antonio Beristain, catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Deusto y fundador del Instituto Vasco de Criminología, al que es de ley reconocer su labor en pro de las víctimas del terrorismo.
Complicidades, ambigüedades y omisiones
Paralelamente, el incesante goteo de atentados cruentos continuó produciendo centenares de cadáveres inocentes en Euskadi. ETA ha ocasionado 853 muertos en medio siglo y decenas de miles de heridos, además de llevar el miedo a millones de hogares, antes de “disolverse” en mayo de 2018, derrotados por el tesón policial. Javier Mendizábal se ocupó, a partir de su valiente paso adelante, de que quienes dieron su vida por defender la libertad y la justicia tuvieran un adiós con el respeto que merecían, como todo ser humano, ya fueran católicos, profesaran otras confesiones o simplemente ninguna. Les devolvió lo que nunca debieron arrebatarles: la dignidad. Una dignidad que los obispos del País Vasco, Navarra y Bayona quisieron recuperar en 2018 pidiendo en un comunicado públicamente perdón por las “complicidades, ambigüedades y omisiones” (cita textual) que se dieron en el seno de la Iglesia vasca durante la barbarie de ETA.
Sangre a raudales
Javier Mendizábal Ruiz falleció. Murió en su Bilbao natal. Más allá de las lógicas consideraciones de naturaleza eclesiástica, todos los que por entonces estábamos allí sabemos la importancia de su valiente postura de aliento en un periodo, los terribles años de plomo, donde casi nadie quería ver la sangre que corría a raudales por las aceras ni los estragos cotidianos de las bombas. Los cadáveres de los inocentes importunaban el día a día de mucha gente, y no sólo de los que gritaban “ETA, mátalos”. Aún tengo presentes los hermosos versos que pronunció Mendizábal, entre lágrimas y medallas, en el funeral de Antonio Moreno Núñez, ametrallado a bocajarro en Santurce por etarras encapuchados cuando salía con el coche del aparcamiento en 1980.
Honrar a los muertos
Mendizábal demostró a lo largo de su carrera que una buena causa debe ser defendida siempre desde la moralidad, la verdad y la justicia. En definitiva, desde los derechos humanos y, por supuesto, el respeto a las víctimas y su memoria. Es un digno oficio honrar a los muertos. Quede dicho.
Enhorabuena por el artículo, certero. En plena línea de flotación. Más claro el agua 👏👏
B. Tardes Carlos, con permiso de el Canal. Así fue y así lo vivimos. Por más que quieran darle vuelta a la tortilla. Pero la verdad, solo tiene un camino. Y Vd lo ha dejado muy muy claro. No hace falta cargarse de bibliografía. Con su artículo está todo :concreto y conciso.
Un fuerte abrszo. Y perdón al Canal por ocupar más espacio 😉🇪🇦🇪🇦🌹