Manuel Avilés*
Nunca debe uno usar los artículos para contar la vida propia. Eso es un coñazo, dicho sea, con permiso de las feministas y la recua del lenguaje inclusivo que quieren convertir en vulgaridad y basura el español clásico, desde Cervantes a Quevedo y desde Cela a Delibes, un tostón. Me paso por el forro las órdenes que pretenden dirigir lo que digo o escribo y sigo mucho más a Pérez Reverte, a Alfonso Guerra, a Manuel Vicent, a Matías Vallés y hasta a Alfonso Ussía, que a Irene Montero, Belarra, Sánchez o Díaz – que antes me gustaban, ¡cojones!-. Y yo tengo de facha, querido amigo Juan Carlos de Manuel lo que el Papa Borgia de piadoso y de casto. Ahora casto porque no queda más remedio que, si no, se iba a enterar la rubia.
Contar la vida, la mili, los analfabetismos de sargento de semana, del brigada de cocina o del teniente de guardia, tenía que estar tipificado como tortura, castigado como yo quise darle a más de un torturador y no pude por el garantismo que impera para algunos. Pregúntenle al obispo Vitorio, un hombre que, en lugar ser de ser de Dios y ser un profeta, estaba pegado a la buena vida y al sortijón y al báculo y a la mitra. Como todos.
Dejo de predicar en el desierto. He ido a un pueblo idílico, calor seco y brisa relajante a partir de las nueve de la tarde. Limpio como jamás he visto otro, salvo El Pedernoso. Con un auditorio que para sí querrían otros pueblos veinte veces más grandes y con hambre de cultura, con ganas de literatura y de historia en lugar de ganas de botellón, de litronas, de briscas y subastao. Está en mitad de la Mancha conquense y, contagiado de El Pedernoso, pasando de la que tiene Sánchez liada, por esas ganas de que habla Guerra, de no abandonar el sillón ni aunque le echen agua hirviendo, con el QUIJOTE NEGRO E HISTORICO en ristre, me he metido a hablar de literatura y de historia de España. De prisiones, putas y pistolas – ya saben el desmantelamiento de ETA en la cárcel-. El gato tuerto – un caso judicial, una violación imposible que, a mi entender no fue-. 357 Magnum. Por ti me juego la salvación – un mezcla de espionaje yihadista y pasión desatada, como no puede ser de otra forma por una Carolina, perdón, por una cardióloga-.
Todo era felicidad. Mi colega, Anabel Escribano se vino arriba con su extraordinaria novela El canto del grajo: policías, asesinos y curas mariquitas que se esconden bajo la sotana y luego se perdonan entre ellos, como embajadores del perdón divino que se inventan. Un asco, pero literariamente perfecto, doña Ana.
Castillo de Garcimuñoz. No se lo pierdan, el sitio – no lo voy a decir más- donde encontró la muerte Jorge Manrique. Con su castillo que se está reconstruyendo desde el siglo XII, que se ve desde la autovía de Madrid y que merece una parada de un par de horas.
Terminamos la sesión literaria y don Justo, el alcalde, con doña Ana, la alcaldesa de El Pedernoso, y un señor llamado Miguel que era el factótum del evento, todo amabilidad y efectividad porque una cosa sin la otra no vale, nos regalan unos vinos y un queso manchego divino – ese queso sí es divino y no los bodrios lenguaraces de la concatedral-. Y nos despedimos hasta más ver, esperando que sea pronto.
Para no darle la paliza de kilómetros y cambio de clima, dejé, solo por veintidós horas, a Casilda, con una señora que ya la había tenido otras veces sin novedad.
Casilda es el amor de mi vida, es dulce, cariñosa, desentendida y anarquista. Silenciosa y poco exigente. Aguanta como una atleta de decatlón porque tiene diecisiete años y sigue viva para que yo no me tire con la moto, desde el acueducto más alto de los Pirineos, si ella falta.
Vuelvo del Castillo de Garcimuñoz, sin aceptar una invitación a comer en Cuenca, por Casilda. La señora me recibe risueña, me invita a una cerveza porque vengo deshidratado y nos ponemos a buscar a Casilda para recogerla. Ella, sabia como es, gusta de colocarse con la “calorasa”, en rincones y lugares oscuros. Revisamos la casa entera y no está. No acostumbra a escaparse porque es vaga, es abuelita y no le gusta andar. Había una puerta abierta cuando yo he llegado y unos chicos cargando una furgoneta con pinta de excursionistas o viajeros anarcoides – como mi hija la que me pega sablazos-. ¿No se les habrá subido a la furgoneta? Los llamamos y se ofrecen a volver para ayudar en la búsqueda. Reviso varios chalets de esa urbanización. Nadie ha visto a Casilda. Se la ha tragado la tierra. Reviso otra vez todo de arriba abajo y me entra la convicción – de mi profesión antigua, que ahora no tengo ninguna, soy un parásito que cobra de hacienda y no hace ni el huevo-, de que Casilda no está, ni escondida, ni leches. No está.
En diciembre del noventa y uno, cuando Antonio Asunción filtró a la Ser, las grabaciones que yo había hecho ilegalmente a unos etarras y a unos abogados, cuando se me pusieron de corbata después de que fueran recogidas por los medios de comunicación de todo el mundo, como golpe esencial en la línea de flotación a la banda terrorista, recibí dos llamadas de teléfono. Antonio Asunción, Secretario de Estado de Instituciones Penitenciarias y Rafael Vera, Secretario de Estado de Seguridad. Los dos repitieron lo mismo, como después lo hicieron el Coronel Ugarte del Cesid o el propio Biministro Juan Alberto Belloch, que casi me desterró a Colombia: Manuel – decían- lo sentimos pero te van a matar. Lo van a intentar una y otra vez hasta que lo consigan. Lean sus memorias “Una vida a larga distancia” que ahí lo cuenta y no vayan a creer que es – como he visto a muchos- tirarme faroles falsos en estos terrenos. Yo paso ya de faroles y solo me fío de que pase por mi casa, cada vez que le dé la gana, la rubia del Jaguar, pibón estratosférico, foráneo y galáctico.
Ni entonces ni nunca, he sentido la desolación que he tenido durante las larguísimas veintitantas horas, que ha estado desaparecida Casilda. Horas y horas buscando por los secarrales llenos de matojos y de pinchos que hay entre el límite de San Vicente y Alicante y los caminos que van desde ahí hasta Villafranqueza.
No entiendo cómo, con la angustia y la sensación de muerte, que a mi me ha producido la desaparición de Casilda, puede haber hijos de puta que abandonen a su perro en una gasolinera o atado a guardarraíl para irse de vacaciones a comer rancho y forraje mientras se ponen colorados como salmonetes invocando al cáncer de piel. No lo entiendo.
Más horas y más horas, calor y sed por los secarrales alicantinos, sanvicenteros y villafranquezos y no hay rastro de Casilda. Crece la angustia. Pienso que es una abuelita, que estará aterrorizada, que tendrá sed y que pensará que su padre la ha abandonado. No sé qué hacer. Aparece – esto no es literatura, es verdad- la rubia del Jaguar, me abraza, me besa como solo besa una mujer que ama y me dice: está tranquilo, ya verás cómo aparece. Seguro que la habrá cogido alguien y la va a entregar en algún sitio. Todavía hay buena gente.
¿Puigdemont se siente abandonado porque Sánchez ha firmado con los esquerras y los comunes y el fuguista del maletero no se va a comer ni una mierda? No hombre, no. Puigdemont es un golfo y un golpista que se aprovecha de la liquidación del estado de derecho para conservar los sillones. Yo me siento abandonado ¿por una imprudencia, por un descuido? Porque Casilda dulce y amorosa, anarquista y desentendida se ha ido. Ella no sabe donde está y yo daría todo lo que tengo por encontrarla. Doy otra batida y hablo con unos okupas que viven indignamente en un chamizo con cuatro tablas y lonas. Indigno. Por favor, ayudadme a buscar a Casilda. Si la encontráis os doy quinientos euros a cada uno. ¿Cómo habéis caído en esta situación? – no tienen mala pinta. ¿qué es mala pinta?- Pues ya ve usted, dice uno que si lo lavas y lo arreglas puede pasar por concejal de lo que sea: ya ve usted, la vida que no se porta bien con nosotros. Sigo mi búsqueda y habló con otro marginal. Este hace malabarismos en un semáforo junto a Rabasa. Deja los malabares y busca a Casilda, por favor. Quinientos pavos, si la encuentras y me voy llorando como una autentica maricona. No lloré ni cuando murió mi madre a la que pedía a mi cuñado medico que me diera una inyección para liberarla del maldito alemán.
Se ha producido el milagro. Me llaman de una clínica veterinaria de Mutxamel. Una pareja de chicos la han llevado, encontrada en un camino cerca de Villafranqueza. Hay muy buena gente. Si no fuera por los obispos hoy creería que dios existe. Mañana voy a buscar a los okupas y al malabarista y, aunque no hayan sido ellos, me los voy a llevar a comer con un par de cojones.