Columna de Ricardo Magaz en h50 Digital Policial. “CRÓNICAS DEL NUEVE PARABELLUM”.
Estos días ando liado con el libro “Cómo luché contra ETA”, del periodista Pablo Muñoz y el policía Antonio Sala. Un excelente volumen que arranca en los nefastos años de plomo.
Quedé sorprendido al pasar una de las páginas. Hacía años que no escuchaba esas dos palabras juntas. Dos voces que podrían pasar por un juego de palabras ingenioso e irreverente si detrás no hubiera mucha muerte y un dolor infinito. Una frase que oí por primera vez en Bilbao en 1980: “Comando alzacuellos“, de ETA, naturalmente.
Sepelios indecentes
Y sí, es lo que parece. La connivencia de una gran parte de la iglesia vasca de la época con la banda terrorista ETA. Ni más ni menos. Un compadrazgo que iba más allá de que los clérigos se negaran en muchas ocasiones a oficiar funerales de policías y militares asesinados. O que los despacharan en apenas 20 minutos de un modo indecente y cuasi clandestino. La ausencia de empatía con las víctimas era brutal. No así con los verdugos cuando, verbigracia, les explotaba la bomba que manipulaban torpemente para colocarla en los bajos de algún coche y reventar a su conductor y a quien fuera con él.
“El cura etarra Fernando Arburúa Iparraguirre sacó la pistola del cajón de la sacristía y mató a quemarropa al guardia civil jubilado Félix de Diego”
Cárcel de curas
La prisión de Zamora fue desde 1968 la cárcel especial concordatoria para los curas condenados por terrorismo y otras tipologías delictivas. Durante el tiempo que estuvo en vigor ese módulo pasaron por sus celdas medio centenar de clérigos de ETA. Cuando años después los acuerdos firmados en el Concordato entre el Vaticano y el Estado Español se actualizaron, se cerró la “cárcel especial de curas” y los ungidos pasaron a cumplir sus condenas “terrenales” en los centros penitenciarios ordinarios.
Si la memoria no me falla, tengo escrito en esta sección de columnas de h50 Digital Policial el caso del cura Fernando Arburúa Iparraguirre, alias Igueldo, que ejercía en la parroquia donostiarra de San José Obrero, en el barrio de Alza. Arburúa dirigía el comando Txirritia. Una mañana de enero de 1979 sacó la pistola del cajón de la sacristía y se fue con su grupo al bar Harrería, en Irún. Allí descargó a quemarropa la parabellum en el rostro del guardia civil jubilado Félix de Diego, que regentaba el local. Cuando la policía logró detener al comando ya tenían a sus espaldas otros dos asesinatos más. En 2015 la Audiencia Nacional le condenó de nuevo por ser uno de los responsables del “frente de cárceles”.
“ETA se fundó en 1962 en un convento de jesuitas. Los terroristas utilizaron a menudo edificios religiosos para sus reuniones de planificación de atentados”
Curas con pistola
Ejemplos de curas pistoleros o que dieron apoyo a la banda criminal abundan a centenares a lo largo de décadas de tiros en la nuca y bombas lapa. Desde la fundación de ETA en 1962 en un convento de los jesuitas en Getaria, pasando por el primer asesinato planeado por la banda, el del inspector de policía Melitón Manzanas, preparado en casa del párroco de Zebeiro y ultimado en el convento de los sacramentinos de Areatza, hasta el monje benedictino Eustaquio Mendizabal, alias Txikia, destacado jefe de ETA que murió en un sangriento tiroteo metralleta en mano o, para no alargar el listado de “Biblia y parabellum”, la detención del vicario de pastoral de Bilbao, José Ángel Ubieta, encartado en diligencias para que declarase por el asesinato del taxista Miguel Monasterio. Ubieta tuvo que ser puesto en libertad porque el administrador apostólico no dio el plácet para su procesamiento amparándose en el Concordato de España y la Santa Sede de entonces.
“Los obispos vascos esperaron medio siglo y casi 900 muertos para pedir perdón por las complicidades de su Iglesia con la banda terrorista”
ETA nunca atentó contra ningún eclesiástico, salvo un aviso al capellán militar que dependía del arzobispado castrense de Madrid y que era a quien los uniformados recurrían para enterrar con dignidad a sus asesinados en Euskadi.
Reconocimiento de complicidad con ETA
En 2018, los obispos vascos y de Navarra, presionados posiblemente por la Conferencia Episcopal ante su afonía histórica, reconocieron en nota pública de prensa las “complicidades, ambigüedades y omisiones” de la iglesia vasca con el terrorismo, por las que pidieron perdón a la sociedad. Esperaron para ello a que los etarras, incluidos los suyos, mataran durante medio siglo a casi 900 víctimas y a que la banda se hubiera disuelto derrotada por las FFCCS.
¿Falso arrepentimiento?
Obras son amores, y no buenas razones, explica el proverbio. No parece que la “confesión urbi et orbi” de la máxima jerarquía eclesiástica vasca sirviera de mucho. Hace unos meses el párroco de Lemona justificó en el documental “Bajo el silencio” la lucha armada “entre bandos”. Trescientos clérigos, agrupados en el Foro de Curas de Bickaia, pidieron por escrito al obispado que le restituyeran cuanto antes a su parroquia. No hace muchas semanas otro grupo de sacerdotes que se definen como “la Iglesia vasca de base” reclamó el traslado de los terroristas presos en “cárceles españolas” a centros de Euskadi en tercer grado, “para enterrar definitivamente el conflicto político vasco”.
Se suele decir que una mala acción arruina mil verdades. Cierto. Valgan por ello estas últimas líneas de reconocimiento a la labor de los clérigos que sirven honestamente en cualquier latitud.