Xavier Eguiguren*
Cuatro meses después de haber bajado del País Vasco, y ya en el nuevo destino, comenzó el verdadero infierno para nuestro protagonista. El infierno se presentó una noche en forma de golpes en el pecho, y vino para quedarse.
«A la psicóloga me acompañaba mi madre; me gusta decir que, en la tierra, ella nunca me dejó solo. A las cinco en punto en su consulta de Santiago de Compostela, mi psicóloga, de nombre María José, despachaba a un paciente que había entrado antes que yo; ni él, ni yo, cruzábamos las miradas, ¿para qué?, mejor, así nadie recordaría otra cara que no fuera la de María José».
—¡Entra!, ¿cómo has pasado la semana? —pregunta la psicóloga.
—Mal, te he dicho que paso de tomar pastillas. Estas drogas enganchan.
—Te las tienes que tomar a la fuerza. Le dices a tu médico que te recete, aunque sea solo «Lexatín» —refiere visiblemente molesta María José.
—Quiero contarte un montón de cosas —le dice el guardia civil.
—Pues empieza ya. Que sepas que cuanto peor te encuentres ahora, mejor estarás después —explica la psicóloga.
«A está mujer se le está yendo la cabeza como a mí. Yo no entiendo ese juego de palabras. Me encuentro fatal, y ¿tengo que empeorar para recuperarme? Esto es de locos, nunca mejor dicho. Tendré que sacar lo que tenga dentro por reacción, imagino. En fin, son cosas de psicólogos», piensa para sus adentros el agente de la Benemérita.
La psicóloga garabateaba el signo del infinito en una cuartilla con múltiples anotaciones, mientras esperaba a que el paciente hablara.
—Mi sufrimiento es como eso que dibujas: un ocho acostado con mucho sueño y sin poder dormir; con un principio claro que es estar jodido, y sin un final; bueno, o con un final que sería suicidarme —responde el guardia civil—. ¿Te cuento lo que pasaba en las catacumbas del cuartel?
—Soy toda oídos —responde María José.
Aquí comienza una terapia infinita.
Así habló un guardia civil roto:
«Sueño con un muro periférico de color marrón; una tela metálica cubre los patios más pequeños. La suciedad adherida al círculo infinito de las garitas, penales insignificantes en suspensión engullidos por la madre. Cuentan que alguien se ha suicidado, limpian la sangre, no desaparecen los lamentos ni el sonido de los últimos pasos que siempre están, suben y bajan, bajan y suben. Pasos que resuenan entre el silencio absoluto de la nada.
En el estómago de las cabinas de cristal, apostaban a los guardias civiles como gárgolas demoníacas. En la penitenciaría todas las paredes son principio y final; las profundas cicatrices en las tapias son mensajes de otros tiempos, de otros vigías. Casi todos hemos muerto ya.
La maldad es absoluta entre los pobladores de la quinta galería, miradas de depredador, lamen libidinosamente el culatín desplegado del subfusil que porta el guardia civil. Los depravados tienen un único anhelo, sangre, y todos ellos con un fin único, la fuga.
Violadores descuartizadores, asesinos con Biblias que dicen ser santos, ratas y ratones colorados, dientes mellados son tarjeta de crédito en el claustro hermético. Sumidero, cloaca máxima en un espacio mínimo.
Hombres lobo regodeándose en su asquerosa lobera».