Hace más de veinte años, tuve la idea de revisar una tipología criminológica antigua que, en los años cuarenta del siglo pasado – cómo corre el tiempo, hace nada hablábamos de esa época y nos parecía ayer-, hizo un criminólogo alemán, Ernest Seelig.
Escribí un libro sobre ese asunto titulado “Criminalidad organizada. Los movimientos terroristas”, que prologaron los ministros Antonio Asunción y Juan Alberto Belloch – con los que trabajé- y mi catedrático de Derecho Penal Bernardo del Rosal. El catedrático, en su prólogo, incluso afirmó que era osado por mi parte intentar corregir a un señor tan prestigioso como el alemán Seelig.
Nunca he despreciado el trabajo de despacho, de investigación científica y de ratón de biblioteca. Siempre lo he valorado en todo lo que vale que es mucho y algo de ese trabajo – criminológico, penal y bibliotecario- tengo yo en mi haber sin ánimo de ser pretencioso. Los crímenes cambian con el tiempo. Seelig, por ejemplo, hablaba de “las ratas de hotel”, como un tipo de delincuente y hoy no le dejarían usar ese término, acostumbrados como estamos a la autocensura de los escritores para no incomodar al pensamiento políticamente establecido como correcto. Seelig no hablaba de muchos delitos económicos ahora en boga ni de los delitos informáticos o contra el medio ambiente por lo que, aunque sea famoso, con méritos académicos infinitos y tenga un lugar en el Olimpo de los criminólogos, tiene que ser revisado.
No me gustan los que llevo muchos años llamando, “criminólogos de salón”. Estoy harto de ver opinar y sentar cátedra en todos los ámbitos – radios, televisiones, prensa y aulas universitarias- a señores – también más de una señora-, que se expresan con contundencia sobre todo tipo de delincuentes: asesinos, pederastas, estafadores, agresores sexuales, atracadores, terroristas o ciberdelincuentes, sin haberse sentado nunca, sin barreras y sin cristales blindados, ante uno de estos personajes para hablar con él e intentar conocerlo de cerca.
Yo hablo desde la autoridad que me pueden dar – sin pretender estar en posesión de la verdad- cuarenta años en la cárcel donde he desempañado casi todos los puestos de trabajo y desde luego los más incómodos, como son Jefe de Servicios, Subdirector de Asuntos Jurídicos – antes llamado de Régimen y ahora de Gestión- y Director. También desde la autoridad que me da – sin pretender poseer la verdad- he trabajado bastantes años con Antonio Asunción y Juan Alberto Belloch en asuntos de bandas armadas. Lean, porque no tiene desperdicio, sus Memorias recientemente publicadas: “Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y un político independiente”. Me dedica algunas páginas que dan fe, al menos, de que mi experiencia criminal no se reduce a un despacho con moqueta, secretaria y aire acondicionado.
El tratamiento penitenciario, tendente a rehabilitar a los condenados, no deja de ser una buena intención hoy en día. Un profesor mío – y gran amigo después cuando yo dirigía la prisión de Nanclares de la Oca, el catedrático Antonio Beristain- hablaba sabiamente de cómo muchos presos “ se dedican solo a carcelear”. ¿Qué pretenden carceleando? Generar una buena impresión en los equipos de tratamiento para conseguir los permisos, los terceros grados y las libertades condicionales, aunque su voluntad de vivir respetando el derecho sea nula. Podría poner cien ejemplos en menos de media hora, un ejemplo cada diez segundos. Así vemos multitud de delitos graves cometidos durante un permiso o reincidencias, durante la estancia en régimen abierto, en libertad condicional o recién cumplida la condena.
He ahí la clave. El tratamiento no consiste en dar al penado unos ejercicios espirituales, darle buenos consejos o hacerle que “carcelee” como si estuviera asumiendo, sin rechistar, los postulados que le presenta el psicólogo, educador, jurista o trabajador social de turno – cosa que tampoco hacen demasiado porque una de mis grandes peleas en las cárceles ha sido que se dejaran de tanto papeleo y trataran más con los internos cara a cara. Es entendible el poco trato porque poco puede hacer un psicólogo para trescientos presos. El tratamiento es muy caro.
La clave, a mi entender y puedo estar equivocado, se la he dicho a miles de presos uno por uno: ¿quieres vivir enfrentado al Derecho? ¿quieres vivir a salto de mata intentando esquivar el ordenamiento jurídico? Me parece perfecto. Es tu voluntad, es tu libertad pero carga con las consecuencias de esa decisión y recibe la respuesta contundente del Estado que es la marginación y la cárcel. Si eso te gusta, perfecto sigue por el mismo camino y ya sabes a qué estás destinado. La sociedad tiene defectos, multitud de cosas que no nos gustan, pero…es el sistema. O te socializas y entras por el aro, respetando las leyes – ¡Ojo que ley y justicia no son términos sinónimos! Ley es la voluntad del poderoso que la expresa en un código y que debe ser obedecida porque el poderoso tiene la capacidad de coacción suficiente para hacerla cumplir- O entras por el aro o el Estado se te viene encima y te hace entrar en vereda, por las buenas o por las malas, al menos en apariencia momentánea. La Escuela Crítica de Criminología – en la cual me siento encuadrado- lo dice claramente: El poder instaura las normas que le interesan y margina a quienes no entran por ellas de tres formas claras: encarcelando, psiquiatrizando y hospitalizando. Las tres formas más duras de marginación además de la instalación en la marginalidad propiamente dicha, de la que se consigue salir muy difícilmente.
A todos se nos ha pasado alguna vez por la cabeza, o más de una, enfrentarnos al Derecho cometiendo un delito: un vecino loco y cabrón que molesta sin parar, un incidente en la calle o en un bar o en una gasolinera, una discusión de tráfico, una ocasión para enriquecerse en poco tiempo… ¿Qué nos frena para no llevar a cabo la acción antijurídica? La amenaza penal, el código que tipifica la conducta y le aplica una condena.
Cuando Seelig hizo su clasificación criminológica disitnguió múltiples tipos de delincuentes: los profesionales refractarios al trabajo – nada que ver con la realidad actual porque los delincuentes profesionales trabajan mucho para vivir sin trabajar y ganando dinero-; los delincuentes por falta de dominio sexual – nada que ver con hoy que no se habla de dominio sino de respeto a la libertad del otro-; delincuentes por falta de disciplina social – ahí entrarían todos porque los códigos penales establecen una disciplina que el delincuente se salta-…. Luego mi revisión era precisa, la que hice en el libro ya citado y que debe ser revisada también.
La revisión hoy y en esta revista de la Guardia Civil va por el camino siguiente: Todos los delitos que se cometen, sean cuales sean, tienen su origen en una crisis mall o incluso peor resuelta.
La palabra crisis viene del griego y crisis es situación clave, situación problemática en la que se “pone en tela de juicio nuestra existencia”, crisis es enjuiciamiento. Una crisis es una ruin económica, un divorcio, el abandono de una pareja, una infidelidad, una enfermedad grave, una patología psíquica, una dependencia alcohólica o de drogadicción, un despido del trabajo, una causa penal, civil o administrativa por cualquier motivo. En todas ellas la estabilidad emocional, la vida, la comodidad de estar establecido…se pone en solfa, nos desestabiliza y nos hace temblar el suelo bajo nuestros pies.
Hay muchas personas – de ahí mi empeño en que al que se salta el derecho penal, al que se enfrenta con él, se le estudie de manera personal y minuciosa- que en sus crisis particulares, encuentran la salida delinquiendo. Es una salida equivocada por lo general, casi siempre, porque la respuesta del Estado no hace sino agravar la situación del que resolvió mal su crisis existencial.
Caso típico que se da con mucha más frecuencia de la deseable. A mi algunos – nótese que no uso ese lenguaje “gilipollesco” de algunos y algunas, hombres y mujeres, jóvenes y jovenas…esa estupidez lingüística que han dado en llamar lenguaje inclusivo- algunos me han llamado machista cuando no hay nada más lejos de la realidad. Soy feminista y defensor de las mujeres porque tengo pareja, hija, hermanas, nietas y nada me hace más feliz que ver a la mujer libre, inteligente, independiente económicamente y protegida en todos los terrenos. De ahí a pretender que, en nombre de la defensa de las mujeres, nos carguemos el principio de igualdad va un trecho muy largo.
Partiendo de mi convicción feminista vamos con un caso doloroso y frecuente: Un hombre es dejado por su mujer y la agrede gravemente con resultado de muerte. A veces, incluso, puede agredir a los hijos con lo que el desastre ocasionado es aún mayor. Y a veces, incluso termina quitándose la vida él para “acabar” con el problema. Clarísima situación de crisis muy mal resuelta. Llegan los simplistas, los profetas que quieren – frase no mía sino del ministro Fernández Ordoñez, el de la ley del divorcio- solemnizar lo obvio, creando frases tan efectistas como vacías: mató a su mujer por el hecho de ser mujer. Nunca he visto una afirmación más simple, vacía de sentido y con palabras carentes de significado.
La muerte de esa mujer, de esos hijos y del propio asesino a veces, esos hechos detestables y luctuosos, son furto de una situación de crisis que ha desembocado en una tragedia que en absoluto puede estudiarse – recuerden que para la criminología no hay hechos terribles, ni trágicos, ni horrorosos…solo hechos científicamente estudiables- a la ligera ni con frases más o menos exitosas de cara a la galería – más bien menos-: mató a la mujer por el hecho de ser mujer.
Habría que ver y estudiar mil detalles, mil elementos determinantes de esa crisis y de forma nefasta de solventarla: rasgos psicopáticos del autor; incapacidad de control de impulsos; episodios de ira desatada; ruina que proporciona el abandono de la otra parte – ¡Ojo con el principio de igualdad!- ; problemas económicos que genera; síndrome de alienación parental – que siempre ha existido y ha sido admitido aunque ahora por seguir la ola políticamente correcta se niegue-; desequilibrios en las separaciones. El estudio parte de un axioma inamovible: nadie tiene la razón ni la verdad por pertenecer a un sexo u otro. Ni la mujer ni el hombre son culpables desde el minuto cero y por anticipado. Hay que estudiar. Las crisis son diabólicas porque en una crisis grave, se tiene tendencia a echar por el camino de en medio. Lo que con palabras más o menos zafias se ha dado en llamar “tirar el carro por el pedregal” o “mandarlo todo a tomar po el culo”. Mala solución para cualquier situación problemática.