Lo dejamos en el capítulo anterior de esta historia, carcelaria no, historia de las cárceles españolas que de muchas formas es también historia de España. Lo dejamos en los motines de principios de los años noventa y, necesariamente hay que volver sobre ellos.
Me enfado ahora mismo viendo los discursos de unos y otros en la sesión exclusivade Feijoo para ser investido Presidente del Gobierno. El discurso se centra en una cuestión: la amnistía a Puigdemont y sus secuaces porque “una crisis política no debe resolverse en los juzgados”. No sabía yo que un golpe de estado era solo una crisis política y no un delito. Por mucho menos que eso, conozco gente que se ha pegado unos años en la cárcel bien pegados. También está la maniobra de los populares de pedir a “los socialistas honestos” que peguen un Tamayazo y desbanquen a Sánchez del sillón monclovita.
Mi amigo, gran novelista, gran escritor, Jerónimo Tristante, cita en su último artículo a un autor francés que le copio literalmente: “Edmon Thinaudiere definió la política como el arte de disfrazar de interés general lo que solo es interés particular”. ¡Qué brillantez tan suprema, que extraordinario pensamiento!
No digo yo que no se deba discutir en el Congreso sobre esa cuestión espinosa, Puigdemones, esquerras, ultras, peneuvveros y bildutarras, pero….mecagoentoloquesemenea…no hay nada más de lo que hablar que de los propios políticos mirándose el ombligo y hablando sobre ellos mismos. El que haya cometido un delito ahí está el código penal y aplíquesele. Y procuren hacer frente a los problemas que tienen todos y cada uno de los ciudadanos – palabra no gilipollesca que engloba a hombres y a mujeres, a niños y a mayores, a cualquier persona, como quiera que se considere ella.
Ya escribiré de esto en este mismo lugar pero ahora me tengo que dedicar a lo que me ocupa: la historia de las cárceles que es para que lo que me llamaron estos compañeros policías.
El principio de los años noventa fue terrible en las prisiones españolas. Menos mal que cayó un Director General extraordinario para lidiar con ese Miura fiero como pocos.
Hablé de los dos motines de Fontcalent en Alicante, uno en marzo y uno en noviembre. El último mas grave porque resultó asesinado un argelino al que atravesaron con el palo de una escoba. Hablé también del motín del Puerto de Santamaría donde cortaron la cabeza, sin guillotina, a puro huevo, al alicantino Miguel Anguita, como ajuste de cuentas y para demostrar que “la pajarraca iba en serio”. También aludí al motín de Huesca donde colgaron a un funcionario en la barandilla, sujeto solo por el cuello y donde solo un mínimo resbalón habría supuesto un ahorcamiento al estilo de las películas del oeste. No insistiré más porque aún me quedan un par de episodios que relatar para dejar clara la situación crítica en que se encontraba el Estado.
Habrá, con toda seguridad algún progre de pacotilla que diga: ¡Oiga usted, los presos sociales tienen derecho a rebelarse! Absolutamente de acuerdo. Todo el mundo tiene derecho a protestar pero… siguiendo la realidad inevitable de que el Derecho lo fijan quienes ostentan el poder, hay que remitirse a Kelsen: si instaurar una norma tienes que poner a su lado una sanción. De lo contrario la norma es papel mojado. No me meto en la Filosofía del Derecho porque tendría para veinte o cincuenta artículos mas y tengo que hablar de la historia de las cárceles.
En septiembre del 92 otro viejo conocido de todas las cárceles, Joaquín Zamoro Durán, que también pretendía ir de intelectual anarquista, organizó un grave motín en la prisión de Daroca con la intención de evadirse, fallida desde el principio. También las unidades especiales de la guardia civil pusieron fin en unos minutos – usando sus armas de fuego evidentemente- a más de un día de secuestros y violencia intramuros y liberaron al juez de vigilancia y al subdirector de gestión penitenciaria. Los amotinados, su líder Zamoro era el jefe, no respetaron ni la norma mínima y universalmente aceptada de no tocar a quienes entran a negociar para resolver las situaciones de conflicto y secuestraron al Juez de Vigilancia y a un Subdirector General. Quise, en su momento y sin el menor ánomo de ser curioso, ver cómo se desarrolló ese motín pero, aquel que había sido secuestrado y que entonces mandaba no lo permitió. Como si fuera una vergüenza haber estado en un secuestro como víctima -cuestión que conozco de primera mano-. No lo criticaré, tendría sus motivos para guardar ese video como oro en paño. Este psicópata, Zamoro Durán, murió hace unos años – tanta paz lleve como paz dejó- y la prensa “abertzale” le dedicó un panegírico,, como si fuera un héroe de la Batalla de Lepanto. Como reacción escribí un artículo en el periódico de Alicante titulado “Quiero morir esta noche”. No hay como palmarla y desaparecer del mapa para que te escriban poniéndote por las nubes. Quitándome a mí, que mi biministro Belloch, me ha puesto así en sus memorias cuya lectura recomiendo a todos: Una vida a larga distancia. Memorias de un juez y un político independiente. Por cierto, Juan Alberto Belloch, jurista de un enorme prestigio y autor del mejor Código Penal de la historia de España – que reformó una que no sabe lo que es el Derecho con la ley esa de sí porque sí o no sé qué- tampoco entiende lo que está pasando con estas amnistías que se gestan sin decirlo, de tapadillo, en conciliábulos inquisitoriales y secretos hasta que el gobierno urdidor quede conformado y ya solo quepa un cuarto de mitad de derecho al pataleo inútil.
Un mes antes de lo del héroe – lo cuento con detalle en el libro De prisiones, putas y pistolas porque ese motín con secuestro me cogió a mí de lleno- yo iba con la que era mi novia – que me dejó como consecuencia de tanto estrés y tanto jaleo carcelario sin que me dieran como compensación ni medio jamón de salamanca ni media caja de cervezas Alhambra, ya sabemos que las medallas gordas son para los que hacen pasillo y reverencias en los altísimos despachos-, iba yo a comprarme una camisa que había visto con un escudito de Adidas y me apetecía darme aquel capricho mínimo.
No habían aparecido aún los móviles y sonó el busca: Urgente. Llame al Centro Penitenciario. No había móviles. Busqué una cabina. Cogió el teléfono un funcionario gallego llamado Cortizo – ojalá me funcionaria todo tan bien como la memoria y el amor de mi vida no me habría dejado- y cuando me identifiqué como el director contestó nervioso y con su tonillo típico: ¡Venga rápido han secuestrado al Venero!
¡Quien era ese tal Venero? Un imputado – luego, con la gilipollez de la suavización del lenguaje, al imputado lo han cambiado en investigado- un imputado, el tal Venero, en una causa famosa en la época: la mafia policial del Nani.
No me meto en esta historia porque no es mi cometido aquí y ahora. Basté decir que El Nani, Santiago Corella, era un delincuente habitual, un chorizo de poca monta que acusado de un atraco con un muerto en Lavapiés, desapareció del mapa y no ha sido encontrado hasta ahora. Los hechos se remontaban hasta principios de los ochenta y me tocó a mí soportar este muerto una década después.
La realidad supera a la ficción y no sé por qué se escriben tantas bobadas como novelas negras cuando hay historias verdaderas que dan sopas con honda a las invenciones del más calenturiento de los novelistas. No entraré en esta aventura delincuencial por la que fueron condenados unos cuantos policías a penas de reclusión mayor – así se llamaba entonces-. El hecho es el siguiente, dicho de manera resumida y a vuela pluma: Había montada una mafia auténtica, una organización criminal en toda regla, en la que los papeles estaban perfectamente delimitados. El joyero Venero daba el santo – avisaba- los delincuentes con el Nani a la cabeza, pegaban el palo. Los policías hacían la vista gorda y hasta vigilaban la operación y luego el botín se repartía. Más o menos. Miren las hemerotecas de la época relativas a El Nani y a la Mafia policial.
Iba a celebrarse el juicio y el joyero chivato, Federico Venero, me tocó en Nanclares de la Oca, prisión de la que yo era director. El interno tenía impuestas unas medidas de seguridad importantes: salía solo al patio, estaba en el departamento celular y para abrir la puerta tenían que estar presentes dos funcionarios que previamente debían coger las llaves de jefatura de servicios.
En aquel departamento de celular – ya hablaremos de eso en el próximo capítulo- había cuatro o cinco internos muy peligrosos a los que les había sido impuesto un sistema de control fieramente criticado por los progres y los defensores de causas perdidas porque ellos no eran quienes tenían que lidiar con este tipo de criminales. Hablemos claro. El régimen FIES que requerirá un capítulo para él solo.
El funcionario, como todo el que cae en la rutina diaria, aburrido y relajado, sin tener ni idea de la que se le venía encima, abrió la puerta a uno de estos internos peligrosos para no sé qué. El tipo, se le echó encima con un clavo en la mano. Uno de esos clavos largos de las obras, que nadie supo nunca de donde había sacado. Perdón, para evitar los cacheos lo tenía alojado en el recto y se lo sacaba y lo metía cada vez que tenía que guardarlo. Ustedes no saben la cantidad y el volumen de cosas que caben en ese rincón de la anatomía. Desde tubos de Couldina llenos de cocaína o de hachís hasta teléfonos móviles, he visto yo salir de esos cuerpos cuyos dueños confunden los intestinos con una alacena.
Con el clavo en la mano coge el funcionario del cuello presionándole en el mismo con el pincho maloliente. Le obliga a abrir a otros dos y cuatro: Serrano, Pedro Vázquez y Romera Chuliá – del otro nombre no me acuerdo, lo siento-, se van a la celda de Federico Venero. Lo suben al tejado de la cárcel y ahí comienza el festival.
Exigen que se presente el Secretario de Estado Antoni Asunción, el juez de guardia, el fiscal jefe y el presidente de la Audiencia, la prensa, la televisión y el sursum corda. No exigieron la presencia de Felipe González de milagro.
Comienza la crisis y me hago cargo de la situación ordenando que el resto de presos sean cerrados en sus celdas y se les reparta la comida en ellas en lugar de en los comedores colectivos para evitar contagios. La guardia civil dobla los puestos de vigilancia y suelta en el recinto los dos mastines que deambulan disfrutando del premio y se dedican a las carreras por ese pasillo intramuros de la cárcel.
Pedro Vázquez, un bilbaíno de Ocharcoaga, chulo, violento que no sabía con quien se la jugaba, es el líder del secuestro. Romera Chuliá, valenciano de Paterna, chulo también , guaperas, alto y cachas, también pero un poco menos. Los otros…dos comparsas.
Las voces de Antoni Asunción se oían sin necesidad de teléfono. Los secuestradores avisaron de su intención de tirar al Venero desde el tejado si no se atendía cada una de sus pretensiones. Y Antoni, con un cabreo como solo él sabía cogerlo – solo lo vi tan cabreado el día que dimitió, sin tener que hacerlo, cuando desapareció Roldán- me dijo termina con eso como sea. Hasta ser reunió un pequeño gabinete de crisis gubernamental porque claro, Venero era chivato, estaba metido en el reparto de beneficios de los delitos, pero era testigo contra os otros y si moría en aquel secuestro, precipitado al suelo desde el tejado, culparían al Gobierno de ser el tejedor del mismo para proteger a los policías corruptos. Hasta un lumbreras de la secretaría de estado me dijo – en tono autoritario- rodea la cárcel con colchones por si de verdad lo tiran, amortiguar la caída. Nunca supe de donde sacar planchas de espuma – esos eran los colchones para alfombrar los mas de tres kilómetros de perímetro que tenían aquellos cuatro módulos, porque estos recorrían el tejado de un sitio para otro con el rehén a rastras. No le hice ni caso.
El Director General de la Erztainza, José Manuel Martiarena, mi amigo, me dijo: Te mando dos helicópteros con Beltzas y arreglamos eso en cinco minutos. El gobernador se oponía porque no podía dejar en ridículo a la policía. La policía había mandado un grupo en el que estaban el guardia de puertas, cuatro de las oficinas del DNI, uno de pasaportes y no sé de donde más. Al mando de un comisario, cuyo nombre no diré, era lo más parecido al ejercito de Pancho Villa. Cogieron a los que había más a pero que no estaban preparados para subir a los tejados a reducir a aquellos especímenes.
Después de una larga noche de negociación y tras mil y una mentiras conseguí que Vázquez bajara con la promesa de darle un termo de café, negándome repetidamente y jugándome el cargo y tal vez una condena ordenado que de ninguna manera se lo subiera con una cuerda. Bajó, confiado en que el rehén seguía en el tejado, y no volvió a subir. Enfadado el líder vicario, Romera Chuliá, hizo ademán de tirar a Venero desde el tejado y fue un cabo primero de la Policía el que solventó la situación: montó si nueve milímetros para bellum – el sonido a las cuatro de la madrugada impresiona- y le dijo: si lo tiras te tiro yo. Chuliá, tan chulo y prepotente agotó en los días posteriores el papel higiénico del economato. Allí estaban conmigo, sobrecogidos, el Juez de Guardia Francisco Picazo, actual Presidente de la Sección Sexta de la Audiencia Provincial de Zaragoza y Alfonso Aya, fiscal jefe de la Audiencia de Álava y ahora Fiscal del Supremo. ¡Qué tiempos! Allí nació el tan denostado y necesario régimen FIES. Eso lo dejo para el próximo capítulo.