Cuentan desde Chile cómo se desvalijaba, especialmente en los puertos de mar, a los parroquianos de los bares por los desaprensivos. Por lo que sabemos esa técnica se desarrolló durante el siglo XVIII en Cádiz, cuando se trasladó a esa ciudad el puerto de Sevilla como receptor y exportador de mercancías a “las Indias”. Pero el timo, estafa o como quiera se le llame, era más complejo y tenía varias modalidades.
Para empezar los dueños de los bares, comercios o sastrerías se ponían de acuerdo con ciertos individuos –“ganchos”- para que les suministraran clientes a cambio de una suculenta comisión. Estos ganchos actuaban preferentemente en el puerto, paradas de las diligencias y en las estaciones de ferrocarril, cuando las hubo. Allí embaucaban a los pasajeros con el cuento de que los llevarían a establecimientos donde el género que compraran o lo que consumieran les saldría más barato que en ninguna parte. Siempre terminaban en un lugar con cuyo dueño se habían compinchado.
En el caso de las tabernas, casas de comidas y fondas se apilaban las botellas vacías en un lugar previamente determinado con los clientes para que se confiaran en que no iba a haber trampa alguna. Cuando la cosa se iba calentando, el dueño iba colocando botellas vacías, porque ya nadie le prestaba atención. Si se apuntaban en una hoja, se retiraban las botellas servidas a medio llenar, se rellenaban de nuevo y se volvían a servir. El resultado era que cobraba una botella entera por cada media botella servida. Para el cliente era lo mismo: la cuenta siempre era abultadísima. Otro sistema consistía en apuntar más rayas de la cuenta, para lo cual se usaba un tenedor.
Hay noticias de que este sistema funcionaba en Sevilla en pleno siglo XVI, aunque nada hace suponer que pudiera ser anterior. Esas noticias se contienen en varias obras relacionadas con sucesos en la cárcel de esa ciudad. Pero donde se desarrolló y alcanzó sus formas definitivas fue en Cádiz, desde donde se expandió por todos los puertos de España y se trasplantó al otro lado del Océano.
En Madrid se bautizó a los ganchos con el nombre de “pimpis” en el argot policial. Una de sus actuaciones más funestas tuvo lugar cuando se repatrió a los soldados que habían participado en la guerra de Cuba de 1898. Un resumen de lo que pasó, lo publiqué en mi libro “Policía y delincuencia a finales del siglo XIX” y lo voy a transcribir a continuación.
EL EXPOLIO DE LOS SOLDADOS QUE VOLVÍAN DE CUBA.
Este asunto, aunque fue muy puntual, como se dice ahora, ocasionó que se reactivasen todas las formas de desvalijar a los viajeros y gentes de paso hasta el punto de que obligaron a tomárselo muy en serio a las autoridades. El sistema utilizado no era nuevo en absoluto. Lo nuevo era que a los provincianos y lugareños se unieron como víctimas los soldados repatriados tras la guerra de Cuba. Su expoliación se vio favorecida por el hecho de que, en muchas ocasiones, se encontraran enfermos y desvalidos en medio de una camada de pícaros y golfos.
Lo que sucedía en las estaciones de ferrocarril era lo siguiente:
“Tan pronto como un viajero cualquiera se apea del tren, le asedian una multitud de golfos que, cuando no le roban, le hacen pagar por un servicio insignificante cantidad a veces excesiva. Sigue, luego, en turno el auriga a quien hay que ajustarle de antemano, y aun así, el sacrificio es indudable; recuerdo a este propósito, que a mi llegada a esta Corte en el mes de Agosto último el conductor del ómnibus nº 44, abusó de mi paciencia cobrando por un asiento solamente nueve pesetas, y eso que había sido recomendado…”[1]
La primera voz de alarma sobre lo que estaba ocurriendo se dio en Barcelona, pero más tarde, casi a continuación, sucedieron cosas muy parecidas en Madrid.
Los delincuentes esperaban a los soldados que volvían de Cuba, bien, en la estación de ferrocarril bien en el puerto. En Barcelona tenían que esperar unos días hasta que la oficina del Depósito de Ultramar les entregaba el importe de sus sueldos y el pasaporte. Los ganchos, una vez cogida su presa, ya no la dejaban ni a sol ni a sombra, acompañándolos a todas partes, y, siendo ellos los que escogían los alojamientos.
En la mayoría de los casos, estos soldados eran alojados en pisos que no reunían ninguna condición higiénica, hasta el extremo de que muchos de estos alojamientos tenían muy poco que envidiar a la sentina del peor de los barcos en que habían regresado de Cuba. Eran obligados a dormir amontonados en el suelo y, en cuanto a la comida, consistía en una bazofia indefinible.
En Madrid, los ganchos salían a esperar a sus víctimas en las estaciones de Medina, Alcalá, Aranjuez y Segovia, desde donde trataban de captar la confianza de los soldados para que les entregasen cuanto traían. Al llegar a la ciudad, solían ser alojados en pisos interiores, sin luz ni ventilación, infectos, pero que reunían todas las condiciones para la comisión de todo tipo de fechorías, pues estaban lejos de la mirada del público y desde donde no podían transcender las quejas de las víctimas. Allí les amontonaban, obligándoles a dormir en el suelo y a comer bazofia.
A los que protestaban o se resistían, les decían que Madrid era muy caro y que si abandonaban el hospedaje, se verían obligados a dormir en el arroyo, ya que las buenas casas de huéspedes no querían admitir a los repatriados, porque creían que traían enfermedades contagiosas. A los que se resistían, se les llegaba, incluso a amenazar de muerte, manteniéndoles después como prisioneros hasta que emprendían el viaje de vuelta a sus casas.
Por el día los llevaban a tugurios abyectos, en los cuales tenían que pagar a precio de oro bebidas, viandas y prostitutas. Los ganchos en todas estas operaciones solían cobrar entre seis y ocho reales por duro gastado. A los pocos días se les instaba a que volviesen a sus hogares. Venía, entonces, la cuenta del hospedaje, que oscilaba entre los cuatro y cinco duros diarios. Los que se resistían a pagar tales facturas abusivas, eran amenazados de muerte.
El Gobernador civil de Barcelona procuró poner remedio a esta situación mediante una circular en la que se ordenaba lo siguiente:
1º.- El cierre de todos aquellos establecimientos que no reunieran unas condiciones mínimas de higiene y de habitabilidad. Se les exigía que remitieran una nota diaria al Gobierno civil en que se especificara el nombre de los que se alojaran. Deberían estar al tanto en el pago de los impuestos.
2º.- Los ganchos desaparecerían. Los que se dedicasen a llevar personal a los albergues deberían estar en posesión de un permiso gubernativo, que no podía ser concedido sino a personas con buenos antecedentes.
Incluso se llegó a cursar una orden para que fueran detenidos todos los ganchos y al mismo tiempo hay noticias de que varios albergues ilegales fueron clausurados y también algunos fueron detenidos, como se podrá ver un poco más abajo.
Los ganchos jugaban un papel fundamental en el despojo de los soldados que volvían de la guerra de Cuba, porque no solamente les proporcionaban los hospedajes carísimos sino que además los acompañaban a comprar en comercios con los que ya estaban compinchados de antemano y que les cobraban lo que querían. Así se cita el caso de un soldado a quien cobraron por un traje 25 duros, el doble de su valor, como solían hacer también con otros artículos.
No contentos con esto, les timaban por el procedimiento del cartucho (véase el timo de los perdigones) y del cambiazo. Otras veces les proponían participar en timbas al aire libre, y cuando habían desplumado a los incautos, uno de los ganchos daba la voz de alarma y todos huían “quedándose la pobre víctima como quien ve visiones”. La baraja hacía tales estragos que hubo ocasiones en que los soldados se jugaron hasta las condecoraciones en esas timbas amañadas.
En “El Liberal”, de Madrid, se contaba cómo fue despojado uno de estos soldados y detenidos los autores:
“Volviendo sobre el suceso que nos ocupa diremos que los timadores, al salir Francisco Expósito de la estación del Mediodía, le siguieron un largo trecho.-¿A dónde va el señorito? –le preguntaron.-¿Quiere el señorito que le llevemos el equipaje? Con estas o parecidas preguntas los timadores consiguieron que dicho soldado les entregara el único equipaje que traía: un pequeño lío. La casa de huéspedes que le recomendaron se hallaba a bastante distancia de la estación.
Tres sujetos lleváronle por la Ronda de Atocha. Uno de ellos se apoderó del lío de ropas que dicho soldado llevaba.
Otro y una mujer, le llevaban del brazo, pues el soldado, por el estado en que estaba apenas podía caminar.
Rendido el soldado por las fatigas se desprendió al fin de los brazos de los que lo conducían, y dijo:
– ¿A dónde me lleváis?
– Sigue que vamos a la casa de huéspedes que te hemos dicho.
Y Francisco María cayó al suelo.
Los criminales que lo llevaban le registraron los bolsillos, en tanto que el sujeto que conducía el único equipaje del soldado, huyó.
A las voces del soldado acudieron varios individuos que, persiguiendo a los criminales, consiguieron detenerlos en la Cruz del Rastro.
La indignación de los vecinos que se enteraron de este hecho criminal fue tanta que quisieron tomarse la justicia por su mano, agrediendo a los detenidos. Estos fueron llevados al juzgado de instrucción de guardia.
Los criminales se llaman o dijeron llamarse Antonio Fernández Montes (a) el Nuevo Vizco de Borge, Candela Garrido Martín y María Hurtado (a) la Cañamonera.
El juzgado de instrucción de guardia decretó la prisión de los tres”.[2] La indignación que producía la conducta de todos estos desalmados, en este caso, se tradujo, en un intento de linchamiento. Pero, en otro orden de cosas, también se traducía en denuncias contra los que repetidamente eran tildados de “buitres” y “carroñeros”.
[1] “La Policía Española”, nº 287, 1 de octubre de 1898.
[2] La Policía Española, nº 286, 26 de septiembre de 1898