Once de diciembre de 1831, las olas se baten furiosas sobre las frías arenas de la playa de Málaga. Parece como si una fuerza invisible quisiera protestar por la injusticia que está a punto de consumarse. Mientras, la última tanda de prisioneros va tomando posiciones frente al mar. Tras ellos lo hace un pelotón de fusilamiento.
Varios frailes franciscanos se han acercado a la playa y algunos reos les piden que les venden los ojos; otros, sin embargo, prefieren mirar al horizonte, como atesorando en algún rincón de sus almas la imagen de un último y precioso amanecer que ya jamás podrán volver a contemplar.
Un súbito estrépito de arcabuz desgarra el aire a la voz del jefe de pelotón. Dieciséis cuerpos yacen ahora inertes sobre la arena. Entre ellos se halla el de José María de Torrijos, un general de convicciones liberales cuyo delito, y el de los que han compartido su suerte, ha sido el de pretender restablecer por las armas las libertades consagradas en su día por la Constitución de 1812.
El derecho a la seguridad, a la propiedad privada o la igualdad de los individuos ante la ley son meras veleidades para el rey Fernando VII, un absolutista acérrimo cuya actitud paternalista le impide ver que los españoles ya no se sienten tanto súbditos, sino ciudadanos.
El monarca está gravemente enfermo desde hace tiempo. Es consciente de que su tiempo se agota, y trata por todos los medios de mantener a flote su régimen absoluto ante los envites liberales, cada vez más frecuentes. En su desenfrenado afán por reprimir el más mínimo atisbo de actividad liberal, Fernando VII decide impulsar una sección especial dentro de la Superintendencia General de Policía del Reino, de reciente creación.
Se trata de la “Alta Policía”, una sección secreta con un único objetivo, obtener información sobre la actividad de los grupos liberales y masones, anticiparse a sus movimientos y reprimirlos con mayor eficacia. En otras palabras, transformar la información en inteligencia operativa.
De esa misión se encargaría José Manuel del Regato. Este enigmático personaje, en otro tiempo un vehemente liberal, había sido encarcelado años atrás por su pertenencia a sociedades secretas liberales y masónicas cuyos círculos, costumbres y movimientos conocía como nadie.
Hastiado de su larga y dura estancia en la cárcel, el hábil Regato vendió sus servicios al rey a cambio de su libertad, moviéndose en los ambientes liberales para proporcionar la información que permitiese esa represión liberal que el rey tanto ansiaba. De Regato diría el Pío Baroja que “había en sus ojos la vaguedad propia de los tontos o de los que aparentan serlo, y a menudo reía, como tributando de este modo complaciente lisonja a cuantos le dirigían la palabra. Vestía completamente de negro, asemejándose por esta circunstancia a una persona de estado eclesiástico”.
El hábil Regato se ganó pronto la confianza del rey por sus servicios destacados. El monarca puso bajo sus órdenes a diez agentes secretos, seleccionados entre individuos de baja condición social para que pudieran infiltrarse con éxito en tabernas, cafés o reuniones sociales susceptibles de acoger actividad liberal.
Cada agente se identificaba con un número, ninguno se conocía entre sí, y sólo Regato sabía sus verdaderas identidades. Los agentes realizaban vigilancias, seguimientos y compraban el testimonio de confidentes para averiguar hasta el último detalle de la vida y hábitos de sus objetivos.
Los informes de vigilancia solían intercambiarse en lugares cuidadosamente elegidos, y se encriptaban con códigos numéricos que sólo el agente emisor y Regato conocían de antemano. De la misma forma, Regato mantenía contacto postal encriptado y frecuente con Mariano de Cavia, embajador español en Inglaterra, desde donde muchos liberales españoles exiliados trataban de socavar el régimen absolutista de Fernando VII.
La red de agentes de información de Regato fue aumentando conforme lo hacía el recrudecimiento de la represión absolutista. Madrid, Cádiz, Sevilla, Málaga… Varios agentes fueron destinados a las principales ciudades de España, desde donde informaban puntualmente a Regato de cualquier movimiento sospechoso de liberalismo que amenazase la estabilidad de un régimen cuya supervivencia corría pareja a la salud del monarca, cada día más deteriorada.
Lo cierto es que Regato, carente desde hacía tiempo de todo escrúpulo e integridad, utilizó su enorme poder e influencia para adquirir numerosas prebendas y beneficios económicos por sus servicios.
Tras la muerte de Fernando VII en 1833 y con el progresivo avance del liberalismo en España, Regato fue defenestrado y desterrado, aunque durante algún tiempo se le mantuvo su elevada pensión de 20.000 reales anuales en atención a su actividad liberal en sus tiempos de juventud.
El primer agente de información de la Historia Contemporánea de España moriría solo y arruinado poco tiempo después en su exilio en Francia, y su polémica “Alta Policía”, que tantos liberales había llevado ante pelotones de fusilamiento, sería suprimida por orden del General Espartero en 1840, habida cuenta de la corrupción económica y moral que la carcomía: “Donde existe un Gobierno liberal y que sabe respetar los derechos de los pueblos, para nada se necesita policía secreta, aún cuando esté perfectamente constituida y organizada […]. La policía de España, donde afortunadamente hay un Gobierno que tiene por norte de su conducta la Constitución, de la cual jamás se separará, y un religioso respeto a las leyes, debe ser pública, como lo serán todos sus actos, y dedicarse única y exclusivamente a la protección de los ciudadanos, reprimiendo los delitos y persiguiendo los criminales”. (Decreto de Espartero de 2 de noviembre de 1840).
Felicidades Jorge, un estupendo artículo qué invita a querer descubrir mucho más.
Muchísimas gracias por tu reseña, Miguel.