El Covid-19 ha trastocado nuestras vidas y quien sabe si algún día podamos recuperarlas. Son muchos meses con la angustia constante de qué va a pasar con nuestro futuro, con nuestros trabajos.
Tenemos cercenados nuestros derechos, y entre ellos, el más importante de todos, el de la libertad, no poder ir allá donde queramos y cuando queramos. Nunca jamás lo habíamos vivido en nuestras propias carnes, solo lo vimos en documentales y en películas.
Este desazón hace que se produzcan comportamientos a veces incívicos, a veces irracionales y en todo caso, muchas veces reprochables.
Ocupamos viviendas de forma ilegal con la impunidad que nos da el artículo 245.2 del Código Penal, a sabiendas de que nada malo nos va a pasar, entendiendo por “malo” una condena de cárcel.
Hacemos caso omiso a las indicaciones de las autoridades, realizando botellones o fiestas clandestinas con la justificación de que “ellos”, los políticos, los poderosos, también se saltan las normas y no les pasa nada.
Subimos en nuestros vehículos a sabiendas de que hemos bebido cantidades, en muchos casos, ingentes de alcohol y lo que es peor, que si nos pillan y damos positivo en etilómetro, seremos enviados directamente a un juzgado de guardia para que se celebre un juicio rápido por alcoholemia por un delito contra la seguridad vial del artículo 379.2 del Código Penal y, nos quedaremos sin carnet de conducir como mínimo 8 meses en el mejor de los casos.
El encierro forzoso de los tres meses del estado de alarma ha tenido como consecuencia miles de rupturas de parejas y matrimonios con los correspondientes daños colaterales para quienes menos culpa tienen de todo, los menores.
Miles de pequeños negocios han cerrado y otros muchos tendrán el mismo final, lo que redundará en miles de procesos de desahucios y en cientos de miles de ERTES y despidos.
Se vacían los negocios y las empresas por ausencia de clientes y se colapsan los hospitales y los juzgados.
Se vacían las residencias donde nuestros mayores sufren el azote de este virus maldito al que nadie sabe ponerle freno, mientras se llenan los almacenes de unas mascarillas que hasta hace poco, según el Gobierno, no eran necesarias.
Pero también se vacían nuestras esperanzas y nuestros bolsillos al no tener un horizonte al que mirar, al no ver un rayo de luz al final de este tenebroso y mortal túnel.
Y eso es lo que necesita el ser humano ahora mismo, esté donde esté, sea rico o pobre, europeo o americano, blanco o negro, la humanidad, más que nunca necesita tener, ESPERANZA.
José Ramón Felipe Condés – Director de JR Abogados- para h50 Digital