Columna de Ricardo Magaz en h50 Digital Policial. “CRÓNICAS DEL NUEVE PARABELLUM”.
La circulación a las dos de la mañana en Princesa, esquina con Romero Robledo, era relajada. De vez en cuando rodaban coches solitarios y acaso algún peatón cabizbajo, abrigándose del relente.
De pronto, un brazo apurado se alzó en el vacío de la noche
-¡Taxi! -gritó la mujer, sujetando con la otra mano a un muchacho en edad de catequesis.
El vehículo de la franja roja se detuvo a pocos metros. La dama, frisando tal vez las cuarenta otoñadas, abrió una de las puertas traseras y dejó que su hijo penetrara primero. La cena y la charla en el viejo piso de los abuelos se había prolongado más de lo previsto. Era hora de regresar a casa.
-Al Paseo de las Delicias, 250 -pidió la madre con porte distinguido.
El coche arrancó despacio, avenida abajo. El chofer conducía con velocidades largas, quizás para ahorrar combustible. No tardó en rebasar el metro de Argüelles, alcanzar la plaza de España y, al poco, tomar Gran Vía, camino de Callao. La emisora del Wolsvagen informaba de cuando en cuando con tono monocorde de servicios solicitados por otros usuarios noctámbulos. El conductor parecía prudente y no daba demasiada letanía a los clientes. Normalidad en la noche. A los cinco minutos ya estaban en la Red de San Luis, recodo con Montera. Allí, una tropilla de chicas ligeras de ropa, pese al frío, se insinuaban a los peatones que, con intencionada lentitud, pasaban por la acera de los impares.
-Oye, mamá, ¿qué hacen esas señoras paradas ahí? -curioseó de pronto el chiquillo.
La tensión caló en el interior del vehículo. El taxista, en espera de acontecimientos, clavó la retina en el espejo retrovisor, mientras el crío seguía con la vista embobada en la cortedad de las faldas del grupito callejero. En un impulso casi de autodefensa, la madre tomó las riendas de la situación.
-Son chicas que vienen de una fiesta de disfraces del Casino y están esperando a que sus padres las pasen a recoger -dijo con apuro en las mejillas.
El muchacho, absorto en el escote de una mulata no prestó demasiada atención al dictamen materno. Fue entonces cuando el taxista, hombre recio de unos cincuenta y tantos años y varios trienios en la ingrata industria del transporte urbano, decidió tomar cartas en el asunto, sin saber muy bien por qué.
-Disculpe que intervenga, señora, pero creo que con la edad de su hijo debería decirle la verdad, que ya va siendo un mocito para hacer la primera comunión.
El conductor redujo a segunda, aminoró la marcha ligeramente y, arqueando el cuello para ver mejor a los pasajeros, sentenció echando un vistazo al zagal.
-Mira, chico, la vida es así de dura y cuanto antes lo sepas, mejor. Estas mujeres son prostitutas y están esperando a que venga un cliente, que podría ser cualquiera de nosotros, o mismamente tu padre, por poner un ejemplo, para acostarse juntos a cambio de dinero porque en España esto es legal. ¿Lo comprendes, chaval?
El crío quedó pensativo por la repentina lección del hombre, casi una amonestación.
-¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Pare ahora mismo! No le consiento más groserías -bramó la mujer con el rostro enrojecido por la ira.
El coche frenó y una de las puertas traseras del Wolsvagen se abrió precipitadamente. Los pasajeros se cogieron de la mano y caminaron unos metros hacia la calle Alcalá. El chiquillo, echando una última mirada por encima del hombro, pensó en voz alta.
-Bueno…, entonces si, como dice ese hombre, se acuestan juntos, estas señoras también podrán ser mamás y tener niños, ¿no?
-Claro, hijo -arrancó irritada la madre, dándole un tirón del brazo-, de algún sitio tienen que nacer los tipos como ése. ¡Anda, calla, mira p´lante y tira para casa que todavía vas a cobrar tú¡
(*) Ricardo Magaz es profesor de Fenomenología Criminal, ensayista y miembro de la Policía Nacional (s/a)