Seguramente todos hemos visto en alguna película la clásica escena del apostador que encadena una racha ganadora y llega al convencimiento de que cualquier envite que realice resultará victorioso. Esa imagen suya, tras una pila de fichas de casino que solamente nos permiten ver su expresión desde la barbilla hacia arriba, suficiente para contemplar un rictus de desdén dibujado en sus labios y una mirada enajenada que brota de unos ojos que reflejan miedo a parpadear por si en el ínterin pudiera dejar de percibir algo trascendental que hiciera inclinarse la balanza hacia el lado de la derrota. No pierde ni un segundo en observar y ponderar los beneficios obtenidos hasta el momento ya que en esos minutos de ofuscación las fichas de la otra parte de la mesa brillan más que las propias y su único objetivo, su deseo más ferviente, es hacerse con ellas, reventar la banca, saciar su ansia de tenerlo todo. Y seguramente también somos conscientes de cómo termina la escena por no saber cuándo parar.
Ahora imaginen que ese apostador no se está jugando su propio dinero solamente sino que está arriesgando el parné de todo un colectivo que, expectante, observa de lejos las maniobras del postor, sabedores de que sus posibles beneficios dependen de la sangre fría y buen criterio del mismo. En buena lógica, si los vientos son favorables y con cada apuesta se incrementan las ganancias, habrá división de opiniones entre los interesados. Los más cautos optarán por retirarse a tiempo y los más osados exigirán probar suerte una vez más. Quizás estos últimos tengan razón y la siguiente aventura termine en éxito, pero si no es así todos se quedarán con las manos vacías, hayan sido cautos, osados o indecisos… y no habrá marcha atrás. Pero no nos pongamos trágicos y supongamos que la prudencia se impone y el jugador sabe plantarse a tiempo con notables dividendos que serán repartidos entre todo el grupo. Lo que ocurrirá a continuación sin género de duda es que los más osados no dudarán en recordar al resto del colectivo durante mucho tiempo, incluso el resto de sus vidas, que se dejó pasar una oportunidad sin parangón de hacerse con todo el botín. Insistirán tanto que incluso buena parte de los que en su momento respiraron tranquilos cuando vieron al apostador levantarse de la mesa y recoger las fichas, fantasearán sobre cómo hubiera sido su presente con el doble de ganancias de las que recibieron. Una apuesta más, solo una, tal vez dos a lo sumo. Al fin y al cabo eran casi invencibles en esos momentos, ¿Qué podía salir mal?
Pues la lista de cosas que podrían haber salido mal es extensa y, si difícil resulta ganar una vez, concatenar un grupo de victorias seguidas aumenta exponencialmente ese listado a cada paso que se da. Al principio no importa tanto ya que generalmente comenzamos arriesgando una pequeña cantidad que se va incrementado conforme la suerte se coloca de nuestro lado una vez tras otra, hasta que llega el momento de analizar si lo que pretendíamos conseguir al comienzo del juego ya está logrado o se acerca tanto que no merece la pena mantener el equilibrio en una cuerda floja que se vuelve más fina y temblorosa cuanto más nos acercamos al otro lado. Pues ese momento de análisis y la decisión que se adopte al respecto es lo más trascendente de toda la historia, incluso más que las rachas ganadoras porque aunque estas últimas sean muy escasas, más escaso es el buen juicio cuando nos enfrentamos a la posibilidad de añadir a nuestro montón de fichas esas otras que están enfrente y brillan como mil demonios.-
Sin embargo todas estas consideraciones devienen en fútiles ante los cantos de sirena de los osados que nos recuerdan constantemente cómo hemos dejado escapar esas posibles ganancias por exceso de prudencia… por cobardía. Llega a ser tan tangible lo ilusorio, lo que podría haber sido, que lo real, lo que de verdad podemos tocar, contar y gastar llega a parecernos una derrota en toda regla, como si el contacto con lo material nos recordara amargamente aquello que no quisimos tomar pese a estar al alcance de nuestra mano. Y si a todo lo anterior le añadimos reproches e insultos de los frustrados que deseaban continuar arriesgando porque se creían -y se creen- invulnerables ante las fluctuaciones del azar, el problema se agrava y puede volverse muy tenso.
Entonces, cuando parece que están a punto de agotar nuestro temple, los osados te ofrecen una escapatoria, del tipo: “Al menos reconoce que te equivocaste al no arriesgar una vez más”. Tentadora propuesta que dan ganas de aceptar, aunque no lo digamos con sinceridad sino por intentar que los insolentes se vayan con sus cuitas a otra parte y se olviden nosotros. Pues va a ser que no, que ese envite tampoco lo aceptamos porque nuestra decisión fue la correcta. El montón de fichas que en aquel momento estaba en nuestro lado de la mesa se acercaba al objetivo que nos propusimos cuando nos enfrentamos al reto. Y además la banca nos firmó un pagaré por el resto, acaso nuestras ganancias no fueran realmente las esperadas. Si al final hay que hacer efectivo ese compromiso y la banca se echa atrás, no será por nuestra culpa sino por un acto de traición suyo. Y a esos imprudentes que viven de ilusiones y no saben o no quieren apreciar lo palpable, lo perceptible y se despiertan cada día buscando un objetivo en quien desahogar su incontenible furia, ni puñetero caso. Al fin y al cabo ellos no nos van a dar de su bolsillo lo que hubiéramos perdido por apostar sin sentido.
Artículo de opinión sobre el acuerdo de equiparación salarial de Alberto Llana, secretario general provincial de AUGC Asturias y líder histórico de la lucha por los derechos de los guardias civiles.