Aunque pueda parecer una cuestión peregrina, creedme si os digo que en algunos casos la realidad es bien distinta. O tal vez sea mejor usar “para algunos hombres”, en lugar de “en algunos casos”. Veamos el porqué.
En cuatro años al frente del Grupo de Investigación de la Unidad de Familia y Mujer de Málaga solamente he instruido un atestado por acoso en el que el denunciante fuera hombre, y la víctima, su expareja (mujer). Lo recuerdo como si fuera ayer, de hecho, y no precisamente por lo excepcional del acontecimiento. El volumen de mensajes y correos electrónicos que nos tocó analizar fue, digamos, ingente. Una auténtica pasada. Para que os hagáis una idea de su alcance, la operación fue bautizada con el nombre de “Tocho”. Ella, por cierto, acabó detenida.
Os estaréis preguntado: “¿Y cuántos presuntos delitos de acoso cometidos por hombres habéis investigado?” Si os digo la verdad, perdí la cuenta hace mucho, mucho, tiempo. En lo que va de abril hemos detenido a dos varones por supuestos ilícitos penales de hostigamiento, cometidos sobre quienes fueran sus parejas (uno de ellos, a fecha de publicación de este artículo y desde que se puso a disposición judicial, se encuentra en prisión preventiva).
Visto lo visto, no podéis negar que el que, habitualmente, cruza la línea que separa la reconquista amorosa de la infracción penal es el hombre. ¿La explicación? Pues eso del mandato de género y la desigualdad de poderes entre unos y otras, obviamente. Nada nuevo bajo el sol.
Una vez en situación, entraré de lleno en la parte principal de este texto: intentar poner de relieve las diferencias entre lo permitido y lo prohibido en este campo; establecer, de manera breve, las pautas para detectar a un acosador. Sin más preámbulos, ¡comenzamos!
Como punto de partida conviene fijar el momento temporal en que esta conducta tiene lugar, en el ámbito de la violencia de género: ocurre a raíz de una ruptura sentimental no aceptada. Tendremos, por tanto, un vínculo afectivo cesado, normalmente de forma unilateral por la mujer (existe la posibilidad de que hubiera una situación de maltrato previo, todo hay que decirlo); y un hombre que, lejos de “pasar página”, inicia una fase de reconquista que, en algún momento, se tornará delictiva.
Ya tenemos el escenario, ahora solo queda que empiece el espectáculo. Vamos a ello: en primer lugar, toca dejar de lado el denostado “lema” (por llamarlo de alguna manera) de “el que la sigue, la consigue”. Aquí, como en la libertad sexual, hay que saber aceptar un no por respuesta. Incluso, si me apuras, aprender a leer las señales e interpretar una posible negativa tácita (si no atiende a mis llamadas, ni contesta a mis mensajes, es que no quiere saber nada de mí).
Policialmente hablando, lo ideal será contar con un mensaje en el que ella le diga a él algo como: “Déjame en paz, no quiero volver a saber nada de ti; o un “por favor, quiero que me olvides y me dejes tranquila de una vez por todas”. Se trata de un indicio documental de mucho peso a la hora de demostrar el posterior hostigamiento. Pero esto, por desgracia, no siempre ocurre.
En segundo lugar, hay que tener presentes dos de los elementos objetivos del tipo: la reiteración y la insistencia. No es normal llamar a alguien por teléfono 30 veces al día (definición de insistencia), durante 3 semanas (concepto de reiteración). Ni “bombardear” con mensajes vía Whatsapp a la otra persona. Entiéndase por “bombardear”: escribir, una y otra vez, a pesar de no recibir respuestas. Tampoco se entiende que, si ha bloqueado tu contacto en redes sociales, te abras nuevas cuentas para continuar con el asedio; ni que la llames a horas intempestivas – sobre todo, aquellas destinadas al descanso -, lo cual ha provocado que cambie de número de teléfono. Son solo cuatro ejemplos de las múltiples variantes de acoso telemático que nos podemos encontrar.
En tercer lugar, aprovechando que acabo de introducir el término, debo apuntaros que el hostigamiento se puede dar por varias vías: una, muy común en la era de la TICs(Tecnologías de la Información y las Comunicaciones), es que acabamos de introducir: la telemática. Ésta, normalmente, acontece a través de los smartphones o teléfonos de última generación.
Otra, que puede aparecer combinada con esta primera, sería la búsqueda de la cercanía física. Aquí jugarían un papel clave los compañeros de trabajo, la familia y el vecindario. Ese apoyo externo que a mí tanto me gusta. Y es que el presunto maltratador podría “rondarla” a la entrada y salida del trabajo; o frecuentar las inmediaciones del domicilio, por poneros situaciones que solemos encontrarnos. En estos supuestos, aquellos y aquellas del entorno de la víctima se convierten en testigos presenciales directos de un valor incalculable.
En cuarto lugar, como última vía, normalmente menos común que las anteriores, tendríamos la “suplantación de identidad”. Me explico: se trata de colgar un anuncio, haciéndose pasar por ella, en una web de contactos íntimos, por ejemplo. Entre la información facilitada estaría, por supuesto, su número de teléfono, por lo que comenzará a recibir llamadas de hombres desconocidos “interesándose por sus servicios”. Todo esto, si se dan las circunstancias propicias, podría causar en la víctima cuadros de ansiedad o insomnio, entre otras afecciones. A efectos de posterior prueba, es conveniente acudir al médico para objetivar el posible menoscabo en la salud.
Por último, solo me queda apuntar que, en violencia de género, este tipo penal es perseguible de oficio (a diferencia de aquellos supuestos en los que no existe relación entre víctima y victimario), por lo que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad podrán actuar incluso cuando no medie denuncia de la ofendida. Sé que me dejo detalles en el tintero pero, por desgracia, el abanico de conductas posibles supera con creces las limitaciones espaciales de este artículo. Abrimos la puerta a una futura ampliación, si os parece.
Con esto y un bizcocho, me despido hasta la próxima, no sin antes dejaros mi habitual mensaje de cierre: hay que seguir trabajando para alcanzar la ansiada Igualdad, por ellas.