No se lo van a creer. Con los pelos de punta, como estamos, con la negociación de Cerdán con Puigdemont – este lo lleva al huerto y el pobre Cerdán caerá en desgracia y tendrá que volver a la caja de herramientas, cosa que los sindicalistas aborrecen y si no que se lo digan a Pepe Álvarez- con los pelos de punta como estamos, con la votación retrasada a ver si los puigdemones ceden. Con los presupuestos sin aprobar, ni visos de que se aprueben y Sánchez y su caterva dispuestos a bajarse los pantalones y lo que haga falta. Con la legislatura en la cuerda floja y los diez millones de pensionistas sin saber el porcentaje de subida para el año que viene y sin hacer valer nuestro peso, que influyen más medio millón de votos de “nacionalistas indepes” que diez millones de vejestorios desorganizados. Con Ábalos haciendo preguntas parlamentarias a su propio gobierno en el que medró y fue factótum; con Feijoo recibiendo clases de educación y urbanidad para no desbarrar y ser siempre educado e incluso pasándose de correcto. Con esto y algo más que no digo porque me come el artículo, la rubia del Jaguar se empeña en recibir clases de Historia Contemporánea. Voy a tener que echar mano de mi amigo, gran catedrático sabio, Emilio Laparra, para ponerla al día en sus pretensiones y a ver si cuando sacie sus ansias de conocimiento, consigo que se suelte los corchetes en algún recoveco de este balneario, que no encuentro un sitio adecuado, solitario y oscuro – las viejas se te presentan donde menos las esperas- y algún día tiene lugar el feliz acontecimiento.
Miedo me da – yo soy tan viejo como las cotillas- que llegue el día y tener que huir como un cobarde, como me pasó con la monja del “357 Magnum”, pero con cincuenta años más. Ayyy señor, llévame pronto antes de hacer el ridículo.
No se crean que me gusta el tema que voy a tocar hoy empujado por el aniversario. Mañana se cumplen cuarenta y nueve años y la mayoría de los que van de super izquierdas, tampoco estaban allí cuando aquellos críos rojeras protestábamos y nos pegábamos carreras ante los grises.
Septiembre de 1975, hagan memoria, que a mí me funciona de puta madre. ¡Ojalá todo me funcionara tan bien! Hay que tener memoria para todo no solo para algunas cosas.
Franco estaba en las últimas. Entraba y salía del Hospital de la Paz y hasta le montó, su yerno un quirófano en el Pardo. Murió matando, como empezó, porque no se crean que en la guerra fue ningún gran estratega. Fue un individuo que supo aprovechar como nadie las circunstancias. Él no estaba implicado en el golpe de julio del 36 desde el principio. Usaron los conjurados a un vejestorio con imagen porque ya había protagonizado otro golpe con fracaso estrepitoso, la Sanjurjada del 32. Debieron tomar nota algunos analfabetos y saber que es muy peligroso amnistiar a golpistas porque suelen repetir sus barrabasadas.
Franco, gallego, si te lo encontrabas en una escalera, nunca sabías si estaba bajando o subiendo. La república, un desastre de organización a la que definió perfectamente a finales del XIX, Estanislao Figueras cuando dijo: “Estoy hasta los cojones de todos nosotros” y cogió el tren a París para no volver. La república, conociendo el talante golpista de Franquito, lo mandó a Canarias para alejarlo de los centros de poder e intriga a los que era tan aficionado. No fue suficiente.
El jefe real del golpe era Emilio Mola, el Director. Sanjurjo solo era un figurón abuelito. Franco se dejaba querer, pero no decía ni sí ni no, ni todo lo contrario. Él quería jugar sobre seguro que hasta en el Dragon Rapide, que le pagó Juan March para llevarlo de Canarias a Marruecos, hizo dar unas cuantas vueltas antes de aterrizar para cerciorarse de que el golpe había triunfado en el norte de África. Franquito, que era menos valiente de lo que instauró su publicidad, vean el expediente Picasso, cuyo secretario fue el general Batet Mestre, del que Mola y Franco se vengaron fusilándolo, era experto en nadar y guardar la ropa, que le pregunten a Hitler que prefería sacarse dos muelas a hablar con Franco.
Los movimientos subversivos florecieron contra el dictador, pero ninguno con la potencia suficiente como para defenestrarlo, que el viejo murió en su cama y mandando. Los etarras, a los que algunos aplaudimos porque pensábamos que eran luchadores anti franquistas, nos dejaron bien claro que eran anti españoles. Como los puigdemones, pero pegando tiros, en lugar de consiguiendo prebendas. Florecieron otros movimientos que practicaban la guerrilla urbana y mataban policías y guardias civiles en su lucha contra Franco, como si la muerte de un policía removiera el franquismo en ningún sentido.
En sus últimos meses, después, por ejemplo, del famoso proceso de Burgos, saltamos a las primeras páginas de todos los periódicos del mundo con cinco ejecuciones – todas por fusilamiento- con las que Franco, en las últimas y con poca capacidad de razonamiento, yo creo que el que mandaba de verdad era Arias Navarro, un fiscal sangriento al que apodaron “carnicerito de Málaga”, con las que el régimen franquista creía demostrar su poder.
El 27 de septiembre de 1975 – yo cursaba tercero de filosofía en Granada- fueron fusilados cinco condenados a muerte. Con ellos, por una u otra cosa, tuve especial relación.
Angel Otaegui, etarra. Fue fusilado en la vaquería de la cárcel de Burgos y yo cogí su expediente en esa cárcel para depositarlo en la secretaria de estado de prisiones y guardarlo de tentaciones – como cogí el del General Batet, el de Miguel Hernández o el de Carrasco y Formiguera, fundador del partido puigdemones-.
Otaegui no fue el autor material del asesinato del guardia civil Gregorio Posadas, sino José Antonio Garmendia que vio conmutada su pena porque el derecho franquista no permitía fusilar a minusválidos y este había quedado mermado en sus facultades en un tiroteo precisamente con la guardia civil. Otaegui pasó la última noche de su vida en la cárcel de Burgos acompañado por el funcionario Carlos Salinas. Magnífico funcionario que cumplió su trabajo, aunque solo fuera dando conversación, en humanitaria tarea, a quien iba a ser fusilado al día siguiente. Salinas fue un testigo de excepción del arrepentimiento de Otaegui y de como un hombre – condenado por un asesinato que llevó a cabo otro, aunque él fuera el señalador, como Latasa lo fue de Yoyes cuando la asesinó Kubati, ahora hombre de paz como Otegui- intenta enfrentar la muerte con dignidad, rechazando acabar con una botella de vino para no aparecer borracho ante el pelotón de ejecución.
Hubo otro etarra, fusilado en Barcelona. Juan Paredes Manotas – se cambió el apellido por Manot que era más fino-. Extremeño, maqueto como otros muchos etarras a los que los propios etarras vascos tachaban – no diré nombres porque el control social funciona bien en Euskadi- de ser más radicales que ellos. Ya avisó Cervantes que hay que guardarse de los conversos. Fui por el expediente de Txiki, Juan Paredes y no me lo dieron, a pesar de que por orden del ministro, le entregue a Jordi Pujol el suyo completo recogido en la cárcel zaragozana de Torrero. Me dieron una fotocopia porque lo catalán era de los catalanes. Me quisieron dar un cargo allí, pero viendo a la consellera, pensé que era mejor huir sin pensarlo dos veces.
Había otros tres condenados de los cuales, un crío gallego llamado Humberto Baena, leí una carta espeluznante enviada a sus padres. Me la enseñó otro grandísimo funcionario, Angel Cavero. Yo que era gilipollas y que jamás me llevé un papel fiándome siempre de mi memoria, me estremecí viendo cómo se quejaba a sus padres diciendo: “Me fusilarán mañana. No me van a dar tiempo a cumplir veinticinco años. Da igual. La vida sigue”. Un chiquillo que era estoico sin saberlo tal vez.
Había otros dos, todos del FRAP, movimiento comunista que acabó disuelto en el PSOE, lo mismo que ETA Político Militar, en la que estaban casi todos los del proceso de Burgos. Acuérdense de Mario Onaindía o de Eduardo Uriarte, mi amigo y hombre lúcido y sabio también que siguieron los pasos y las negociaciones de Juan María Bandrés. Aquello sí eran negociaciones y no arrodillamientos porque la democracia empezó bastantes años antes del 83. Angelillo Cavero también me enseño una carta incendiaria de otro fusilado, Sánchez Bravo. Era un mitin, destilaba odio y resentimiento. Justo lo contrario que Baena Blanco. Delotro, Ramón García Sanz, nunca vi nada.
Le cuento esto, cuarenta y nueve años hace ya, a mi rubia del Jaguar que me mira con ojos de cordero degollado. Quiero soñar que me quiere. Me tiene desorientado. De pronto se va. De pronto vuelve y me da dos picos o tres besos de tornillo, con su falda de punto que se le pega al cuerpo como yo mismo querría hacerlo. Por un mes a su lado, triunfando, me cambiaba por Baena Blanco. ¿Qué más da en el abismo de la historia treinta años antes o treinta años después?