Uno de los primeros consejos que se impartían en primero de carrera de Filosofía y Letras cuando se nos mandó comentar textos históricos fue que tuviéramos siempre a mano un diccionario de la Real Academia de la Lengua u otro similar para poder fijar, si se nos presentara alguna duda, el significado de alguna palabra. Había que huir, como de la peste, de la atracción del lenguaje, es decir, de utilizar palabras con un significado, a veces, opuesto al que tienen en la actualidad. Esto es válido para los documentos del siglo XIX. ¿Por qué? Para entender un documento es necesario hacer una lectura correcta del mismo, y eso no se puede conseguir sin saber el significado exacto de cada una de sus palabras. De no hacerlo así, puede pasar lo que se denuncia más abajo.
El 21 de abril de 1826, el Consejo de Estado dio respuesta a una consulta sobre la supresión de la Policía General del Reino. Había sido hecha por la Secretaría de Estado y del despacho de Gracia y Justicia, al frente de la cual estaba, recuérdese, Tadeo Calomarde. Partía de un supuesto así de claro: “Nada hay que no tema sobre sí el hombre de bien, mientras que los desleales a su Rey y Señor natural, los agentes de la revolución y sus secuaces, los demagogos y todo género de anarquistas reposan tranquilos y se reúnen sin zozobra a tratar sus tenebrosas cavernas de los medios que han de adoptar para perder a sus semejantes”[1]. En consecuencia, no podía esperarse otra cosa del Consejo más que una petición al Rey solicitando la supresión de la Policía General del Reino. No podía ser de otra forma, si resultaba ser cierto que la Policía se dedicaba a perseguir a los realistas y a proteger a los liberales.
Pero, ahí no quedaba la cosa. Había otras razones a cada cual más poderosa para suprimirla. La primera: “ser un establecimiento enteramente nuevo en la Monarquía, gravoso en sumo grado, extraño a nuestros prudentes usos y dirigido por un reglamento mal acomodado a ellos y a las Leyes más bien meditadas”. La segunda, la arbitrariedad de sus atribuciones. La tercera: la imperiosa “conveniencia de que las cosas vuelvan a su primitivo y natural estado, a saber, a aquel que tuvieron siempre que prevaleció el dictamen de la Ley y de la razón”. “Sigamos, por el contrario, por el camino Real, que nos habían trazado nuestros mayores, fuera de toda novedad”. Es decir, la Policía General del Reino era incompatible con las Leyes establecidas y con las instituciones existentes. Cosa esta última que era cierta y que hacía que su misma creación fuera un atentado muy grave contra ellas. La novedad institucional era su pecado original de la policía, porque había perturbado la marcha de otras instituciones, especialmente de la Justicia. La única solución sería suprimirla.
Lejos de evitar repetir otros experimentos anteriores parecidos, se ha caído con la Policía en otro infinitamente mayor, demostrando que no se había aprendido nada: “¡Ojalá que tan triste experiencia nos hubiese desengañado, por desgracia venimos a caer incautos en el mismo lazo, todavía más fuerte, cuanto que la actual Superintendencia de Policía recibió mayor aumento de facultades que aquellas comisiones, trastornó mayo número de disposiciones legales de conocida utilidad, produjo en las demás autoridades un entorpecimiento inevitable, nacido de su vaga e indefinida acumulación de atribuciones!”
Lo de que era una institución gravosa para el erario público, se demostraba a base de estimaciones sobre los sueldos de todos los mandos de la policía y de sus componentes con dedicación exclusiva. Sin embargo, se omitía un pequeño detalle: que la Policía solamente con la recaudación por expedir documentos de identidad y de viaje y el cobro de las licencias previsto en su reglamento, en vez de ser gravosa, todos los años tenía superávit en sus presupuestos, que volvía al erario público.
Llegamos así al verdadero meollo de la cuestión: la forma en que se tenía que distribuir el dinero obtenido por las multas. “Retiene para sí, conforme al art. 163 del Reglamento la tercera parte de las multas que en toda condena corresponden a la Cámara de V.M. y siendo tantos los empleos sobre que se extienden, son aquellas de mucha consideración al paso que se disminuyen las de los demás juzgados, por la escasez de facultades, a que han sido reducidos al establecerse la Policía”. Este era el quid de todo el problema. La policía se quedaba con la tercera parte de las multas, que antes de existir iban a parar a determinados juzgados y se habían visto privados de ellas.
De todos estos presupuestos se derivan las demás acusaciones. La Policía es una institución corrompida y corruptora. Corrompida, porque era una intrusa en la administración que ha venido a restarle competencias a otras, y corruptora, porque se quedaba con dinero que sin su existencia tenía otros destinos. Era gravosa, porque había venido a consumir un dinero que antes no era necesario dedicarlo a nadie. La novedad de la policía suscitó, por todo ello, esta oposición por parte de los militares, los jueces y los eclesiásticos, que fueron las instituciones más afectadas. Los más perjudicados eran los jueces por el tema de la las multas, como acabamos de ver.
Topamos en este punto con la atracción del lenguaje en que están redactados los documentos. Algunos, que se autotitulan historiadores, se dejan atraer por el lenguaje de esos documentos. Creen que las palabras en el siglo XIX significan lo mismo que en la actualidad, sin tener en cuenta que el idioma ha evolucionado mucho. Este error les incapacita para comprender lo que leen. Utilizan sus mismas palabras sin matizar su significado, dándoles el que tienen hoy día, lo cual es un evidente anacronismo. Hasta, en ocasiones, caen en el más extremo de los absurdos y del ridículo, cuando citan algunos documentos que dicen lo contrario de sus tesis, precisamente por dejarse atraer por el lenguaje. En el caso de la Policía como institución utilizan las exposiciones de motivos de algunos decretos, sin tener en cuenta que los gobiernos quieren hacer creer que van a partir de cero[2]; a corregir y a evitar los errores, en que, a su juicio, han incurrido los anteriores. Un caso señero es la del Real decreto de 26 de enero de 1844, en la que, por todos los medios, el gobierno emisor trata de poner tierra por medio con todo lo anterior, cuando en el texto articulado del decreto terminaba reforzando de forma muy notable a la Policía. El texto de la exposición de motivos queda desmentido por el del articulado.
¡Qué coincidencia tan extraña! La oposición a los cuerpos estatales o nacionales de policía había suscitado antes y lo haría también después una oposición cerrada en ambientes liberales y absolutistas. Esa coincidencia extraña se produce, al comprobar cómo utilizan los mismos argumentos, comenzando por el de la novedad que representaba la policía dentro de las instituciones y cómo mantienen la misma oposición a cuerpos de seguridad nacionales. El ideal en ambos era mantener las cosas como estaban, sin introducir novedad alguna. Pero, las circunstancias habían cambiado radicalmente con las guerras de la Independencia, el Trienio Constitucional, la vuelta del absolutismo y la Primera Guerra Carlista. Un ejemplo: escribió Fernando VII al margen de la consulta sobre la supresión de la Policía General del Reino, “después de una revolución como la que ocurrió desde 1820 a 1823, no bastan los remedios ordinarios que propone el Consejo…” Los tiempos habían cambiado.
Hay quienes mantienen esos mismos argumentos contra la Policía hoy día. No caen en la cuenta de que, si la Policía General del Reino no hubiera roto con esa tradición, no se hubiera podido ni plantear la creación de la Guardia Civil. De haberlo hecho, hubiera corrido la misma suerte que los Salvaguardias Nacionales. Se hubiera rechazado su creación en el Congreso por ser un cuerpo de seguridad nacional, incompatible con la legislación vigente. Periódicos hubo que se opusieron a su creación con el argumento de que era inconstitucional.
Pueden seguir impartiendo lecciones desde la amplitud de sus conocimientos y de la profundidad de su especialización, y que suceda lo que en su día denunciaba un periódico de Madrid, “El Piloto”: “La audacia y la ignorancia avasallan aquí el saber y la virtud y la tiranía que amenaza es tanto más odiosa, cuanto quieren ejercerla quienes ninguna especie de superioridad tienen sobre sus conciudadanos[3]. ¡Oh! ¡lo que se siente en el ánimo al ver el arrogante despotismo de unos escritores cuyo único mérito es redactar con cierta habilidad maligna … un diccionario de insultos!”[4].
[1] Libro de Acuerdos del Consejo de Estado 53 d (1826). Del acta de 21 de abril 1826 se extraen todas las citas que siguen.
[2] Para demostrar ese intento de ruptura con el pasado, es frecuente que se recurra al cambio de nombre de las instituciones y de otras cosas más insignificantes. He visto, por ejemplo, como la revista editada en la Secretaría General Técnica del Ministerio del Interior cambió de nombre tres veces en un corto espacio de tiempo.
[3] ¡Cuántas cartas y con qué gran éxito se han escrito tratando de censurar mis escritos y de silenciarme, echando mano de esa superioridad inexistente y más falsa que Judas! La respuesta a ellas ha sido un éxito completo, cortesía a lo sumo y la papelera por respuesta.
[4] El Piloto (Madrid). 19/8/1839