Delincuencia en 1839. El caso de Badajoz (I).

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Martín Turrado Vidal*

La circular número ochenta del Gobierno político de Badajoz de 5 de marzo de 18391 ilustra por sí misma de una forma crudísima del estado de la seguridad pública en las postrimerías de la I Guerra Carlista, aun en provincias en que podría pensarse que estaban pacificadas y al margen ya de esa guerra. Sin embargo, esta situación tampoco era fruto de la casualidad ni de sucesos inesperados o repentinos. Había habido una evolución negativa muy profunda desde la supresión de la Superintendencia General de Policía y de la reducción a mínimos de la Policía en todas las provincias. La consecuencia fue que el gobierno político no podía cooperar ayudar a mantener la seguridad ni en la misma capital.

Volver a la legislación del Trienio Constitucional resultó ser un gravísimo error. Significaba dejar en manos de las autoridades locales todo lo relacionado con la seguridad, encargándolas, incluso, de expedir y de controlar los documentos de identidad y de viaje. En su día, Javier de Burgos había criticado duramente esa medida, por haber visto y palpado sus consecuencias. Las razones alegadas para oponerse tan frontalmente fueron: “La ley de 3 de febrero tenía defectos tales, se hallaba fundada en principios tan democráticos, debilitaba de tal modo la acción del gobierno, que ponerla en práctica equivalía a atarse las manos los ministros para poder gobernar: lo cual, sí, en cualquiera época, era un gravísimo mal, debía considerarse como el mayor de los absurdos en aquella en que toda la fuerza del gobierno era poca para dominar la situación y alejar el inmenso cataclismo que amenazaba a la monarquía.

Aquella ley daba todo el poder a los ayuntamientos y a las diputaciones provinciales, corporaciones ambas que, elegidas tumultuariamente, tenían, entre otras omnímodas facultades, la de formar a su gusto la milicia nacional y disponer de esta fuerza pública, lo propio que el gobierno disponía del ejército permanente. Las provincias venían por consiguiente a ser otros tantos pequeños estados, semi-independientes del poder central, con quien no las unía más vínculo que la autoridad del jefe político, la cual, sometida siempre a la autoridad militar, vivía condenada a sufrir desaires frecuentes y a representar un papel deslucido y subalterno en tan monstruosa y anómala organización”2.

Esa vuelta a la legislación emanada de la Constitución de 1812 se materializó por un Real decreto de 15 de octubre de 1836. Pero, no significó el fin de la Policía, pues, en esta misma circular, hay fuertes indicios de que en Badajoz seguía actuando, como en todas las capitales de provincia, puestos fronterizos y pueblos importantes.

La situación de la seguridad pública

La circular confirmaba noticias publicadas en todos los periódicos, en el sentido de que, a medida que iba avanzando la guerra carlista también lo hacía el bandolerismo y la delincuencia. En el primer párrafo Juan Alix, el jefe político de Badajoz, lo reconoce sin ningún tipo de ambages y sin dejar la más mínima duda. La seguridad individual y del estado estaban en peligro. La individual, porque “una partida de 4 a 6 hombres mal armados y peor montados sorprenden poblaciones de alguna consideración y privan de la propiedad y aun de la vida a ciudadanos”. La del estado, porque “se apoderan de las armas y caballos que hay en los pueblos, proveen de esos artículos a los rebeldes que campean en los límites de esta provincia y propenden a fomentar en el interior un brigandaje tal, cual es el que ha causado la devastación de las limítrofes”.

Los integrantes de estas “miserables partidas” eran, sin embargo, sumamente peligrosos, debido a la impunidad y a su “vasta confederación”. La impunidad era evidente y “escandalosa que gozan”, pues las indagaciones de las autoridades locales eran siempre infructuosas hasta el punto de que “sin que todavía haya resultado ni una sola aprehensión y se haya evitado un solo atentado” y “con que se les permite vagar en todas direcciones”. Los delitos, que cometían, eran cada vez más osados, subiendo de nivel en la misma medida en que aumentaba la certeza de que no les iba a pasar nada. En cuanto, a que formaban una vasta confederación se demostraba porque “se hallaban en una activa y no interrumpida comunicación, aplazándose para días y lugares determinados desde donde fulminan golpes seguros y muy premeditados”.

¿Cómo se explicaba que gozaran de tal inmunidad? La razón era bien sencilla y fácil de explicar. “Viven en los pueblos en medio de los ciudadanos honrados”. Las represalias, que tomaban contra ellos, iban desde la quema de la cosecha hasta la tala de árboles frutales y la matanza de animales domésticos o el robo en sus domicilios, aunque esto último procuraban evitarlo, pues no les convenía estar a mal con sus convecinos. De esas represalias no se libraban ni las autoridades. El mismísimo ministro de Justicia reconocía en una circular de 1836 que no eran ni uno ni dos los jueces que habían tenido que huir de sus pueblos de residencia por temor a las represalias que pudieran tomar contra ellos por alguna de sus sentencias o de sus decisiones. Se producía así con un siglo de antelación aquella célebre frase que circuló por Sicilia: “El Estado está lejos, la mafia, muy cerca”.

Las consecuencias del temor a las represalias tuvieron su efecto en los vecinos y en las autoridades locales. En los vecinos, porque “no se atreven a estampar sus nombres en las denuncias3 ni menos a declarar en juicio, reduciéndose a exprimir sus quejas y a demandar la protección que la ley les debe por medio de innumerables anónimos que desde varios puntos de la provincia se dirigen a las autoridades superiores”. En las autoridades locales fueron mucho más disuasorias de actuar contra estas partidas. No fue culpa de ellas, como decía el jefe político, que las cosas hubieran llegado hasta estos extremos. El grave problema al que tenían que enfrentarse era la indefensión más absoluta en que se encontraban frente a esas partidas. Por otra parte, sus cargos solamente duraban un año, que habían aceptado a regañadientes, porque nadie quería ocuparlos y, cuando volvían a su vida normal esa indefensión aumentaba muchos enteros4. Por eso mismo, nada tiene de extraño, la conducta de estas autoridades respecto al Jefe Político de la provincia: “Se han creído salvos de toda responsabilidad con dar tal cual parte de los atentados que se cometen en sus respectivos términos, y con estampar la tan usada protesta…y se practican diligencias en busca de los malhechores sin que todavía de sus indagaciones haya resultado una sola aprehensión, se haya evitado un solo atentado”.

Se pone de relieve en esta última cita otra queja continua de los jefes políticos -gobernadores civiles-. No dar parte puntualmente de todos los sucesos que ocurrieran en sus ayuntamientos al gobierno civil. Esta queja venía produciéndose desde muy antiguo, pero se acentuó después de la supresión de la Superintendencia General de Policía. La consecuencia de esta actitud hacía que el gobierno tuviera que actuar a ciegas casi siempre y que tampoco supiera la repercusión que tenían en la población las medidas que tomaban. Para los encargados de mantener la seguridad esto resultaba letal, porque desconocían cómo, cuándo y dónde tenían que actuar. Esta falta de colaboración se agravó en noviembre de 1840 cuando se privó a los jefes políticos de los fondos reservados o de policía secreta. El mismo ministro Cortina lo reconoció seis meses después en que pretendió restablecerlos, pero intentó que se hicieran cargo de ellos las diputaciones provinciales. A lo que estas se negaron. El problema, por lo tanto, revestía mucha gravedad.

Las medidas para remediarlo

Las medidas que proponía Juan Alix en su circular eran de tipo standard y se tomaban también en otras provincias, pero sin que se alcanzaran nunca los objetivos perseguidos. En aquellas circunstancias, final de una guerra civil, tampoco había mucho donde escoger.

El control de viajeros y de transeúntes era la más clásica. Se debería realizar mediante “el examen” atento de pasaportes para el interior y de vigilar las posadas y casa públicas. Ambas eran, en cierto modo, complementarias, pero inútiles por dos razones: la población rechazó desde su puesta en marcha por José I Bonaparte tanto los documentos de identidad – las cartas de seguridad- como los de viaje- los pasaportes para el interior-. Alegaban que sufrían vejaciones por el mero hecho de que tuvieran obligación de sacarlos y de que alguien se los pidiera para identificarles. Por otra parte, tanto pasaportes como cartas de seguridad eran muy fáciles de falsificar, por lo cual todos los que tuvieran la intención de delinquir se los procuraban legal o ilegalmente. La queja de las autoridades de que todo individuo, que andaba por el campo, las portaba era verdadera. De hecho, las cartas de seguridad fueron suprimidas en 1838, sustituyéndolas por los pases de las ocho leguas. Los partes diarios obligatorios para todos los vecinos que admitieran forasteros en sus casas resultaban igual de ineficaces, especialmente, en el caso de que los documentos que portaran estuvieran falsificados y porque tampoco se cumplían.

Había otro grupo sobre el que el jefe político llamaba la atención. Eran las tribus de nómadas, que iban de pueblo en pueblo, y que, a veces sobre todo en los pueblos más pequeños aprovechaban para cometer todo tipo de tropelías. Juan Alix los personifica en los gitanos, pero no eran los únicos, y en el caso que pone a continuación, estaba involucrada mucha más gente, incluidas aquellas partidas, de que habló al comienzo de su circular, compuestas por pocas personas y que estaban en combinación con otras muchas. Describe así esta situación: “Los alcaldes deben tener un conocimiento de todas las bestias que estos adquieran, de su origen y de su enajenación, pues sobre haberse recibido muchos partes de robos cometidos por ellos, se sabe que hay compañías que se ocupan en dar salida para el vecino reino de Portugal a las caballerías que se roban en el país y viceversa”. El contrabando de caballerías con Portugal tenía mucha tradición. Al finalizar la guerra de la Independencia tuvo lugar el mismo fenómeno. El Capitán General de Extremadura pidió al gobierno de Fernando VII que le suministrara fondos para cortar ese contrabando mediante el pago a confidentes e informantes. Es la primera vez, hasta que se descubra nueva documentación, que se usó dinero público para pagar por información, siendo un claro antecedente del uso de fondos reservados. Se encargaba a los alcaldes que tuvieran un control minucioso sobre sus pasaportes.

La tercera medida tenía dos partes muy bien diferenciadas. La primera, sobre el arresto por los alcaldes de “de todas aquellas personas que de notoriedad pública sean conocidas como mal entretenidas y de mal vivir, formándoles la competente causa como vagos” y ponerlas a disposición del Capitán General de Extremadura. Era una medida muy difícil de llevar a la práctica por el insuperable temor a las represalias que pudieran tomar los detenidos por esta causa. Por ello, en su segunda parte, se reconocía esa circunstancia y se le intentaba poner remedio de la siguiente forma: “podrán los alcaldes en caso de tener motivos fundados para abstenerse de tomar por sí esta medida contra algún individuo, darme aviso en comunicación reservada, en cuyo caso yo la tomaré a mi cargo bajo mi responsabilidad guardando un silencio inviolable sobre el origen de la denuncia”. El remedio estaba en una intervención directa del jefe político en el asunto. ¿Cómo podría llevarlo a cabo? La única forma sería enviando algunos policías de los que tenía a sus órdenes directas para que cumplieran con la orden de arresto. Sabemos por los Diarios de Sesiones de las Cortes que existía policía en todas las provincias, porque estaba dotada presupuestariamente. Esta frase es ininteligible si el jefe de policía no dispusiera de personal a sus órdenes para poder intervenir directamente, como prometía a los alcaldes constitucionales.

La siguiente medida era el establecimiento de rondas en los pueblos tres días a la semana. Estas rondas, donde hubiera Milicia o Guardia Nacional correría a cargo de estas instituciones y donde no fuera así, de los mismos vecinos. En ambos casos, todos los que participaran en ellas estaban expuestos a sufrir las represalias de las partidas armadas de los delincuentes.

La última, era hacer responsables a los alcaldes constitucionales de dos asuntos. El primero era de dar puntualmente cuenta al jefe político “de todas las violaciones de la seguridad que se cometan a mano armada en sus respectivos territorios con una velocidad proporcionada a la urgencia y gravedad del caso” y de haber tomado inmediatamente las medidas necesarias para hacer frente al caso. En caso de omitir estas comunicaciones, esta era la segunda parte, “cualquiera omisión que se note por falta de celo o por cobardía, los haré responsables hasta el resarcimiento y reparo de los daños y perjuicios causados. Cualquiera retraso o falta que se advierta en las comunicaciones de esta especie, será castigada irrevocablemente con una multa proporcionada y demás penas a que haya lugar”. 

Hay antecedentes de esto, en el sentido contrario. Es decir que los alcaldes y guardas de campo pidieran a las instancias gubernamentales que se le resarciera por los daños que pudieran causar en sus propiedades y haciendas como consecuencia de alguna decisión que hubieran tomado. Siempre obtuvieron como resultado una negativa a esa petición, que era muy razonable.

1 Este artículo se ha dividido en dos partes, para hacer más cómoda su lectura. En esta primera parte se centrará en las medidas contra la inseguridad propuestas por el Jefe Político de Badajoz -gobernador civil o subdelegado del gobierno en terminología actual- y en la segunda se comentará la salida a esa situación que se arbitró en 1844.

2 Annales, libro Noveno, tomo IV, pág. 12

3 Sin el testimonio escrito u oral de dos testigos, al menos, no se podía proceder contra ellos. Por estos años quedó impune el asesinato de una criada en la calle San Jerónimo 13 de Madrid por este motivo, a pesar de que todas las circunstancias llevaban claramente al autor del hecho.

4 Sin estos problemas, ¿qué sucede en la actualidad en las comunidades de vecinos? Que los elegidos en la mayoría de los casos van a pasar el año con las menores complicaciones que puedan.

Martín Turrado Vidal historiador

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