Terminaba el segundo de mis artículos sobre la Policía en 1836, diciendo que alguien se alegraba de haberme dado, nada menos, que jaque mate, como si estuviéramos en una partida de ajedrez. Ignora este tal los consejos que contiene nuestro sabio refranero. La alegría dura poco en la casa del pobre y dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. También en este caso han resultado ser de mucha utilidad y aplicación, aunque nuestro ilustrado historiador los haya ignorado, como otras tantas cosas de la historia del siglo XIX.
Como a perro flaco, todo son pulgas, también se me ha acusado de no estar preparado para escribir de historia y de no saber nada sobre la Guardia Civil[1]. Apela otro autor al hecho de que cómo se puede dudar y, lo que es peor, osar contradecir lo que afirme un doctor en historia. Es decir, están argumentando que en historia tienes que atender por encima de todo al principio de autoridad, como si estuviéramos en un ejército. Esos, que no son historiadores, se permiten el lujo de dictaminar si alguien está preparado o no para escribir, de lo que está escribiendo, cuando a ellos, en una escala de mucho a muy poco, habría que clasificarlos en el último lugar.
Al final de todo, esto explica, lo que está ocurriendo en un pueblo, en que se celebra anualmente la detención de un bandolero, hecho ocurrido en el verano de 1837. Cualquier excusa es buena para divertirse, y ¡Dios me libre de criticar tal fiesta con lo necesitado que está ese pueblo de atraer visitantes! Lo que ocurre en esa celebración, es que suceden dos milagros de forma simultánea, según he podido leer en la crónica que aparece en la web municipal. A ese acto asiste la Guardia Civil. Tampoco tengo nada que objetar a ello, porque le da un mayor esplendor a los actos conmemorativos. El problema es que, cuando se produjo la detención del bandolero en cuestión, a la Guardia Civil le faltaban siete años para ser fundada. Suponen pues, que esta venerable institución hizo servicios antes de nacer, lo cual no deja de ser admirable. Todo esto me lleva a recordar, de forma que no puedo evitar, aquellos republicanos ex utero de los que habla Gabriel Maura en su libro “Así Cayó Alfonso XIII”: republicanos que no habían esperado a nacer para declararse como tales.
Lo admirable de esa celebración no acaba aquí. Hay una ausencia muy notable en ella, tal vez, porque su presencia en ese hecho se deba considerar fantasmal. La detención del bandolero la dirigió un comisario de la policía, auxiliado por fuerzas de Seguridad Pública de la provincia en que se produjo. ¿Esto qué tiene de milagroso, se preguntarán todos Vds.? En algo muy sencillo está la respuesta. El autor, que se jacta tanto de haberme dado jaque mate, y algunos más, todos de la misma procedencia, afirman, sin encomendarse a Dios ni al diablo, que la policía había dejado de existir en 1835. En este caso sucede todo lo contrario que con la Guardia Civil, porque, siendo verdad probada la intervención de ese comisario de seguridad pública, resultaría que la policía habría hecho detenciones, cuando ni siquiera existía, pues, según estos sesudos historiadores, llevaba suprimida casi dos años. Esto nos lleva de la mano a aquel caso ocurrido en el último tercio del siglo XIX en otro pueblo en que metieron en el censo para que pudieran votar a vecinos muertos. Como lo leen: hicieron votar a muertos. Resultó que, en vida, no habían podido hacerlo nunca, porque no sabían leer ni escribir, requisito indispensable para ello. De lo cual se deduce, que, forzosamente, estos votantes habían dejado para el más allá la tarea de escolarizarse.
La detención del bandolero se produjo en julio de 1837. El comisario, que dirigió el dispositivo, dependía directamente del jefe político y, por lo tanto, obedecía sus órdenes expresas. Si estaba suprimida la policía ese año, el comisario que actuó sería un ente fantasmal y el jefe político se comunicó con él en una sesión espiritista. La cuestión a resolver, que se presenta a esos historiadores, es para qué quisiera cobrar su sueldo, si en el otro mundo no necesitaba dinero. Porque sabemos a ciencia cierta que los presupuestos para el ramo de Protección y Seguridad Pública se mantuvieron durante todos esos años.
La verdad es que la policía no había sido suprimida ni estaba muerta ni enterrada ni nada por el estilo ese año. Ya se han enumerado en dos artículos en este mismo medio, H50, los problemas que tenía en Madrid en 1836, según alguien que los conocía de primera mano, cosa que había ocurrido un año después, según el certificado de defunción, expedido por estos autores tan serios y respetables en 1835.
El 31 de agosto de 1837 se nombró una comisión mediante una Real Decreto en la que se anunciaba que el ramo de seguridad pública estaba extinguido. Sin embargo, reconocía que la policía era necesaria. A esta comisión se le encargó la redacción de un reglamento “claro, preciso, y análogo a las actuales instituciones, que someteréis a mi aprobación para el gobierno del ramo de seguridad pública, consultado a la más severa economía, sin excederse de lo consignado a este objeto en los presupuestos aprobados por las Cortes”. Los policías podían seguir cobrando su sueldo, porque los presupuestos de ese año continuaban vigentes. Más aún dejaba abierta la puerta al Gobierno para que pudiera nombrar “agentes especiales”, policías con otro nombre. Hay constancia de que algunos jefes políticos aprovecharon ese resquicio para seguir nombrando agentes de seguridad pública en sus provincias, porque disponían de presupuesto para ello y por otra circunstancia que vamos a narrar a continuación.
La tan cacareada Comisión se tomó el encargo a beneficio de inventario y propició que la policía estuviera tiempo esperando las reformas prometidas. Es decir, se aplicó a sí misma indefinidamente aquel adagio de la gramática parda: “no hay nada tan urgente que no pueda esperar hasta mañana”, a la hora de ponerse a redactar ese reglamento. Lo sabemos gracias a una de las jeremiadas de “Fray Gerundio”, en que Modesto Lafuente afirma, con mucha guasa, en octubre de ese mismo año, que en España ya no hay policía, que hay un ramo de protección y seguridad pública y, sobre los trabajos hercúleos de los comisionados, dice textualmente: “Por cierto que hay una comisión encargada de formar un reglamento de policía no hace poco tiempo y ni noticia tenemos de sus trabajos” (Fr. Gerundio. 26/10/1837). Tanto fue así, que nadie se molestó en modificar o derogar el Real Decreto, en que se nombraba a los componentes de esta comisión, ni en decir cómo se habían remediado los males en que se basaron para justificar su creación. Casi dos siglos después seguimos en las mismas, sin tener noticias de sus titánicos trabajos, a pesar de serles reclamados por las Cortes. Peor aún, el Real Decreto de su nombramiento, teóricamente, aún sigue vigente, pues nadie se ha tomado la molestia de derogarlo, a pesar de que todos los miembros de esa comisión no hayan resistido el paso del tiempo. Seguiremos esperando, a ver si sucede un milagro parecido al de los votantes de aquel pueblo. De momento, han batido todos los records en asuntos relacionados con la policía, que estaba establecido el año 1805. El Conde de Aranda solicitó al Consejo de Castilla una consulta sobre la policía en 1792 y este Consejo le respondió trece años después. En resumen, este decreto fue un castillo más en el aire, edificado por el gobierno.
Hay constancia de que en provincias también la policía siguió prestando sus servicios. Es el caso de Sevilla, en la que en septiembre de 1837 su jefe político nombró a varios agentes de protección y seguridad pública –ni siquiera se molestó en llamarles agentes especiales-, y, simultáneamente, la prensa daba cuenta de algunos servicios realizados por la policía en esa provincia:
“Escriben de Sevilla. «Entre los servicios que prestan repetidamente los agentes de protección y seguridad, nombrados por el señor jefe político, para esta capital, no queremos privar al público de los que como más interesantes y recientes merecen ser conocidos. «En la noche de anteayer sorprendieron oportunamente y capturaron en las afueras del barrio de Triana, una coalición de desertores, vagos y rateros que amalgamados trabajaban por todos los extremos de la ciudad. Pocos días antes fue aprendido igualmente Juan Antonio González Medina, viniendo por el barrio de la Macarena con una porción de lana robada del lavadero de los Portales; este hombre industrioso parece se dedicó a comerciar en la lana de lavaderos ahorrando a los dueños el portearla a la ciudad, para cuyo ejercicio era el único. Pero el servicio más atendible, ha sido la disolución conseguida por los mismos agentes de una partida de ocho hombres a caballo, acabada de formar para favorecer á los que transitaban por los pueblos inmediatos a esta capital, y cuyo primer milagro de gran magnitud ha sido robar a unos arrieros, ocho cargas de paños y otros efectos; los agentes tomaron a su cargo su persecución y en bien poco tiempo entre los reunidos y separados, cogieron a seis de los ocho, cuyos nombres son: Francisco Prado, Pedro Luna, (a) Perete, José Lara (a) el Curita , Manuel Peña, N. y N. «Recogieron el paño robado, caballos, varios efectos y cuanto habían reunido , habiéndose solo escapado dos de los compañeros que es probable estén ya muy lejos de los dominios en que se habían propuesto establecer sus reales, para esta invernada”. (La España. 29/9/1837)[2].
En Madrid, nos encontramos que al año siguiente, el 7 de mayo 1838, comenzó a actuar una Ronda de Capa en la jefatura política. Al final de ese año, se le llamaba en la prensa Ronda especial de Seguridad, alguno de cuyos servicios se publicaron en los periódicos. Cosa digna de mucha admiración que unos cuantos policías se especializaran en la lucha contra la delincuencia más peligrosa: la reincidente y la habitual, porque la policía estaba suprimida, no se olvide el dato, según nuestros ilustrados maestros. Sus servicios quedaron reflejados en la prensa a partir de enero de 1839.
En 1841 en el transcurso de un debate parlamentario sobre los presupuestos, se pedía la aprobación de una partida presupuestaria para el ramo de Protección y Seguridad Pública que se encontraba actuando en todas las provincias a las órdenes de los jefes políticos, aunque muy reducido en sus efectivos.
En enero de 1844 la prensa publicó servicios realizados por la policía tanto en Madrid como en otros lugares.
Cuando afirmaba en mi artículo anterior que los muertos que vos matáis gozan de buena salud, no lo hacía a humo de pajas, ni tampoco cuando retaba a alguien a que demostrara que fue realidad la supresión de la policía. Lo que está demostrado a través de presupuestos, de nombramientos, de servicios realizados es que no se interrumpió su existencia en ningún momento en el siglo XIX. Si alguien admite que la policía cobró de los presupuestos sin existir, que los políticos de la época dotaron presupuestariamente a una institución inexistente, que los comisarios y agentes nombrados no fueron tales, o que los servicios atribuidos a la policía los realizó el sursum corda, está en la misma tesitura de admiración de aquel hidalgo portugués descrito en la décima de Leandro Fernández Moratín. Desconcertado completamente, decía hallarse ante “un arte diabólica”[3]. Es el mismo desconcierto de estos autores, pero con una notable diferencia, que estos últimos se empeñan en negar que sean ciertos, hechos más que probados, hallándose a la hora de explicarlos ante un arte no menos diabólica que la del hidalgo.
[1] Quienes me acusan de esa falta de preparación tal vez hayan hecho la carrera de historia; tengan un máster en documentación; hayan publicado la primera historia de una institución; participado en congresos internacionales; dirigido algún archivo muy importante o alguna biblioteca; les haya premiado el Ministerio de Cultura alguna obra suya, si es que han escrito alguna; organizado un archivo municipal en su parte histórica, y les hayan presentado algún libro escrito por ellos en la Real Academia de la Historia y editado por la Agencia Estatal del Boletín Oficial del Estado, además de ser llamados por varias universidades para impartir conferencias y participar en cursos y seminarios y ser consultados por varias universidades extranjeras (Francia, Italia e Inglaterra).
[2] Un mes después de haber sido “extinguida” la policía. Otros milagros realizados, esta vez, recién muerta. Seguramente estaba mal enterrada o ya habían comenzado a circular sus fantasmas.
[3] Terminemos ofreciendo al lector la famosa décima: “Admírose un portugués / de ver que en su tierna infancia/ todos los niños en Francia/ supiesen hablar francés. /«Arte diabólica es», /dijo, torciendo el mostacho, /que para hablar en gabacho /un fidalgo en Portugal /llega a viejo, y lo habla mal;/ y aquí lo parla un muchacho».
Imagen de portada: moneda conmemorativa del Bicentenario de la Policía Nacional, de dos euros y de curso legal.
La anécdota como referencia histórica. Otro batiburrillo para justificar el bicentenario falso.