Si quisiera escribir de la política actual tendría que haber titulado el artículo. ¡Y tú más! ¡Y tu novio también! ¡Y tu mujer sin ninguna duda! Después unos cuantos insultos, unas cuantas amenazas, varios gritos acerca de la vergüenza – que avergüenzan más a quien los profiere- y asunto terminado, pero quiero escribir de Antropología religiosa cumpliendo el compromiso de la semana pasada. Antropología religiosa que nos explica perfectamente el devenir del hombre en el mundo.
Todas las religiones, incluidas las tres del libro: judaísmo, cristianismo e islamismo, son una construcción ideológica para organizar la sociedad, o sea, un aparato de poder. Miren ahora mismo a los islamistas, faltos de una Edad Media, cómo pretenden con la instalación del califato, establecer a la Sharía como ley universal. Eso mismo lo ha intentado el cristianismo durante siglos, aunque ahora forzado por la evidencia y como buena ideología, se adapta a otros parámetros y cambia para sobrevivir.
Desde el Antiguo Testamento – Mahoma copió mucho de la Biblia- en el que han metido mano miles de manos y de lenguas, con tradiciones orales, cuentos, cuentecillos y relatos míticos para explicar la realidad, ya vemos cómo quienes se erigían en líderes religiosos, entraban a regular hasta los tratamientos de las enfermedades y decían por ejemplo – haciéndolo norma divina, o sea religiosa- que la mujer en la menstruación es impura y el hombre no podía acercarse a ella: “Cuando la mujer tuviere flujo de sangre, y su flujo fuere en su cuerpo, estará apartada siete días y cualquiera que la tocara será inmundo hasta la noche”. La mujer siempre ha sido un ser que incita al hombre al pecado y, por eso mismo, a la condenación. Acuérdense de la serpiente, la manzana, el paraíso y la desgracia de ser expulsados de él. Un mito que nos ha jodido la vida durante muchos siglos y del que parece que nos hemos desembarazado por ahora. Nos hemos desembarazado nosotros. ¿Han visto algún cargo femenino en la Iglesia, en el judaísmo, en el Islam? Estos aún las someten tapándolas y hasta algunas que se manifiestan con velos y túnicas – tapadas- dicen que no es esclavitud, sino que es su cultura. Hasta ahí tienen manipulada su voluntad.
Si alguien tiene argumentos en contra, por favor, que los diga por si aporta algo de luz en este batiburrillo.
La religión organiza la sociedad, impone normas, dice quién puede mandar y quién no – ¿se acuerdan de aquello de “caudillo de España por la gracia de Dios”? Pues ahí está la unión del trono y del altar: tú mandas, pero lo haces porque Dios quiere. Yo, con mis sotanas y mis capisallos, portavoz autorizado de ese Dios, soy el que te legitima. Las religiones juegan – así nacieron todas- con un descubrimiento fundamental del hombre: el hecho de morirse del que no se escapa nadie. Al hombre le repugna la muerte, al ser le repugna la nada como decía Benedicto de Spinoza. Al hombre le da pánico morir. La religión nace para superar ese terror al vacío, a la eternidad, a la nada. Y se inventa – vean a Ludwig Feuerbach- un Dios omnipotente que supera esa muerte y te resucita. He ahí la liturgia, una ceremonia, un sortilegio, un teatro… de la Semana Santa. Morimos sin remedio, pero… resucitaremos.
He ahí el gran misterio. ¿Cómo resucitamos? De dos formas porque dándose cuenta de la ridiculez, hace poco que suprimieron la tercera y la cuarta. ¿Os acordáis cómo el Papa Wojtyla hizo desaparecer el limbo – conozco a más de un gilipollas, incluso político, que todavía sigue en él- y otro Papa reciente se cargó el Purgatorio, un lugar sufriente que algunos superaban a base de bulas – recuerden los motivos del rebelde Lutero-. Compraban la salvación eterna a los curas que la vendían como si fueran Sánchez y Puigdemont comprando y vendiendo el Estado. Estos no han inventado nada, llueve sobre mojado.
La Iglesia, en su afán de dominio religioso, político, vital… total de las personas sobre las que actúa, da una vuelta de tuerca para no dejar ningún cabo suelto.
El concilio de Letrán en 1215 hizo obligatoria la confesión. Recuerden aquellos mandamientos de la iglesia que el franquismo nos hacía aprender en la escuela: confesarse al menos una vez al año. ¿No recuerdan? Entonces es que son demasiado jóvenes, pero esos mandamientos eran asignatura obligada y más de un guantazo se llevó alguno por no saberlos.
La Iglesia establece como obligatoria e imprescindible para el perdón, la confesión detallada de todos los pecados. He ahí el grandísimo instrumento de control y de manipulación. Si te callas uno, no se te perdonan los demás y cometes otro más grave. La resistencia tenaz de la gente a asumir ese examen de conciencia exhaustivo y a decir todo lo que en él ha recordado, obligó a la jerarquía a elaborar una pastoral de la confesión en la que la amenaza quedará tapada por el aliento animoso, la severidad por la ternura y el castigo por el perdón. Abría al penitente que se chivaba de sí mismo, las puertas de ese cielo, esa felicidad eterna de la que la Iglesia es la única administradora, la única con poder y capacidad para meterte allí de un plumazo, de calvote.
No se asombren que las asignaturas de “Pastoral” siguen plenamente vigentes en las facultades de teología. Seguimos siendo, en el siglo XXI, sujetos de pastoreo, una especie de terapia individualizada para el cuerpo y el espíritu que han copiado muchos profesionales de la cosa íntima, psíquica y espiritual. Los confesores, fueron los primeros que descubrieron la catarsis, la liberación que supone contar las cosas, especialmente los problemas de bragueta, en los que los curas durante siglos han hecho un profundo y explícito hincapié. Cosa de la represión – ver a Freud-.
La confesión – no descarto que haya habido confesores honrados que creían fielmente en lo que estaban haciendo y se sentían de verdad dispensadores de la gracia divina- ha sido también un negocio y una ocasión maravillosa para el refocile del que manejaba la situación en la oscuridad del confesonario.
Jean Delumeau en “La confesión y el perdón” lo deja claro: El concilio de Trento pone termino a los beneficios económicos sacados de las confesiones …pues muchos confesores vendían a precio de saldo la absolución. Se ve que tomaron ejemplo de la jerarquía: si ellos venden bulas que acortan el purgatorio ¿por qué no voy a vender yo absoluciones que te limpian instantáneamente para ir al cielo?
El confesor – de esto tratamos en el Taller literario de la Universidad de Alicante en la novela que estamos escribiendo, “Los confesores reales” – es como un médico espiritual que acoge a un enfermo del alma. Ahí lo tenemos: psicólogo y psiquiatra. El confesor tiene que conocerlo todo. Incluso lo más profundo e íntimo. Confesado hasta el último recoveco, hasta el pecado más gordo, nace la tranquilidad. Una terapia radical, aunque patatera.
Y aparece otro grave problema. Hasta la Inquisición se ocupó en profundidad del asunto para intentar atajarlo: los curas solicitantes. Los clérigos que utilizaban lo que la Iglesia constituyó como sacramento – vean la etimología “sacra- mentum”, como “iura mentum” o sea, hacer o pronunciarse en forma sagrada-, lo utilizaban para satisfacer sus deseos lúbricos.
La información es poder. ¿Cuánto poder tiene sobre una persona aquel que oye de su boca todos sus problemas, sus conflictos, sus deseos, sus imaginaciones….? ¿Cuánto el que tiene la solución divina para ellos?
El chiste es viejísimo y ahora, en los nuevos tiempos hasta reformado. Una beata, al confesarse cuenta: mi pareja me ha dejado, y yo que soy ardorosa, noto un vacío, una desazón – no sigan leyendo si no quieren, que el chiste es machista- una falta de contacto y del cariño de un hombre… Ni siquiera los conciertos que tanto me gustaban me apetecen ya. He caído varias veces. Esto afecta a mi fe y no sé si me voy a salvar. Y el cura contesta: te vas a salvar porque tengo un entierro ahora mismo, que si no, no te salvabas. No se ofendan.
Este chiste machista se ha vivido en los confesonarios miles de veces, que no solo se liga en las cenas de empresa, en los despachos de cualquier disciplina, en las clases, en los ensayos teatrales, o en los gimnasios. En los confesonarios – sabiendo cada cuita de la penitente o de la dirigida espiritualmente- ha habido curas que han entrado a saco a cuentas de la religión y de la salvación. La doctrina canónica – me resulta imposible entender que en un estado laico aún se estudie derecho canónico- lo califica como “sollicitatio ad turpia” o sea, tirar los tejos torpemente, en situación de superioridad cuando menos. Lean si quieren ver que no miento “El veneno de Dios. La Inquisición de Sevilla ante el delito de solicitación en confesión”, editado por Siglo XXI.
En España ha habido miles de casos – fuera también- pero hubo uno a principios del siglo XX, especialmente escandaloso: un cura malagueño llamado Hipólito Lucena, creó una congregación que llamó “Hipolitinas”, fervorosas de aquel cura. Se acostaba con ellas por orden alfabético. Entró a corregir el Vaticano, pues el cura decía que contactaban con Dios echando polvos con él, y el aprovechado acabó confinado en Austria. Lejos de Málaga por si acaso.
Un instrumento de poder absoluto para el que se arrodillaba ante el confesor.