Resultar extraño y un tanto paradójico que la revista “La Policía española”, que comenzó a publicarse en el otoño de 1892 por un grupo de policías cesantes, hiciera especial hincapié en un tema, que repite constantemente: el de la vocación para desempeñar el trabajo policial. En ella se preguntaban: “¿Qué hubiera pasado si aquellos que han vivido algún tiempo propendiendo a este Cuerpo, que han reunido, a la vocación de todos, el destino, si en vez de desengaños, desaires y malas recompensas, se hubieran ofrecido siquiera el estímulo de conservarlos en su puesto, tendríamos policía?”[1].
En aquellos momentos, eso era imposible de alcanzar, debido al mayor mal que corroía a toda la administración pública, que era el de las cesantías. La mejora principal por la que se luchaba en aquellos momentos no era otra que la estabilidad en el empleo. Resultaba paradójico que en el Reglamento de 1877 se estableciera solamente para el Cuerpo de Seguridad un contrato de tres años, que únicamente podría romper la administración en cualquier momento. Para el Cuerpo de Vigilancia el mismo reglamento establecía como un mérito para el ingreso en la misma escala o la inmediatamente superior el haber sido cesante en la inferior, como ocurría en la Administración pública.
A pesar de las cesantías con los enormes problemas que llevaba consigo, Juan de la Cierva, reconocía en sus memorias, “Notas de mi vida”: “Los que actuaban eran hombres de grueso bigote y grueso palo. Lo había utilísimos, porque conocían a todos los ladrones, mecheros, timadores, golfos y maleantes; y cuando el Gobernador exigía que se descubriera un delincuente, se descubría y se recuperaba lo robado”[2]. Gabriel Maura reconocía en el prólogo de un libro lo siguiente: “Mientras fue la policía clientela reclutada por el favor, gobernada por la incoherencia y sometida a la injusticia, no faltaron ministros, ni jefes dignísimos que la dirigieron, ni fieles, inteligentes y probos funcionarios; pero la pésima organización desalentó a unos, ahuyentó a otros y frustró los nobles afanes de todos”[3].
Las aspiraciones en la policía, como la del escalafón único para toda España, la mejora en la formación, en la organización e incluso la depuración fueron recogidas en la Ley de 27 de febrero de 1908. Estos anhelos e ideales sintonizaban plenamente con lo que sucedía en las escalas más bajas de la Administración pública, especialmente los funcionarios del Ministerio de la Gobernación de los que la revista “Empleados Públicos” llega a decir que eran “los más desheredados de la administración”. Había habido tres proposiciones de Ley en que se recogían todos los puntos contenidos en la de 27 de febrero de 1908. Estos tres proyectos de ley fueron: el de José Álvarez Mariño de 3 de diciembre de 1887, la del Marqués de Cabriñana, de 12 de junio de 1898, y la de Osma de 7 de enero de 1901.
A todo ello se unieron los avances científicos de la época. La adaptación de la fotografía como medio de identificación, y posteriormente de el de la dactiloscopia hicieron que la necesidad de profundizar en la especialización se hiciera más perentoria dentro de la policía.
En el último tercio del siglo XIX se desarrollaron dos formas delictivas clave que tuvieron una influencia decisiva para adecuar las organizaciones policiales a la nueva realidad: fueron, por orden de importancia, el terrorismo y la delincuencia común internacional.
El terrorismo, especialmente el anarquista, tuvo una gran relevancia en toda Europa por la multitud de magnicidios que perpetró en un corto espacio de tiempo. Frente a ello, quedaron completamente obsoletos tanto la organización de la policía fragmentada por provincias y con escasos intercambios de información como el estatuto de su personal, que debido, sobre todo, a las cesantías, impedía una mejor profesionalización y especialización de su personal. En un primer momento se pensó que con las primeras leyes antiterroristas de 1894 y la posterior, en 1896, creación de un Cuerpo de Policía Judicial en las Audiencias de Madrid y Barcelona sería suficiente para enfrentarse al terrorismo. Cosa que no ocurrió por dos razones: el anarquismo se expandió por Andalucía y porque el peso de recabar información sobre él, recayó sobre el Cuerpo de Vigilancia. Por otra parte, los atentados fueron cometidos o por anarquistas principalmente italianos, o provenientes de regiones distintas de aquella en las que ocurrían los atentados (el caso del atentado en la boda de Alfonso XIII).
La aparición de la delincuencia común de carácter internacional ocurrió por el auge de ciertas zonas turísticas. El más llamativo de todos fue el de la Costa Azul francesa que se convirtió en un polo de atracción para carteristas de toda Europa. En Madrid en 1897 fue detenido un individuo, Federico Laveruy, recién llegado de esa zona francesa, en la que había pasado el verano delinquiendo[4].
Dentro de la nación, era también cosa conocida por la policía que la delincuencia se trasladaba de lugar también a las zonas turísticas. El veraneo de los miembros de la casa real en San Sebastián era el motivo por el que muchos delincuentes de todo el país se desplazaran también allí, y por esta causa, se tuvieran que desplazar los miembros de las rondas especiales de Madrid, entre los que destacaba Fernández Luna, para intentar controlar la situación.
La cooperación internacional de las policías nacionales se hizo cada vez más necesaria. La aparición y desarrollo de la dactiloscopia hizo posible un mejor intercambio de información en las diversas policías, y fueron los creadores y desarrolladores de este sistema de identificación lo que propusieron desde sus comienzos la creación de una Unión Policial Universal[5]. Ambos movimientos desembocaron años después en la creación de la Sociedad de Naciones y de la Interpol, a las que se adhirió España pocos años después de su creación.
Todo este conjunto de circunstancias desembocó en la mayor reforma de la policía a lo largo de su historia. Se adelantó en diez años al Estatuto de la función pública de 1918. Precisamente es este hecho, la gran trasformación acontecida en el seno de la policía, la que le permitió tener una continuidad en el tiempo durante todo el siglo XIX, llegando hasta nuestros días, constituyendo una excepción en la Administración pública española. El motivo que explica esa excepción puede ser el que explica García de Enterría:
“Por otra parte, es también propio de las organizaciones humanas lo que podemos llamar su condición desfalleciente, su carácter claudicante. La historia de la sociedad de los hombres nos presenta por de pronto un vasto cementerio de organizaciones, un constante proceso de lanzamiento, de madurez y de muerte, de fórmulas institucionales que gozan del fulgor del éxito durante unos momentos y que concluyen finalmente por desaparecer. Sólo aquellas organizaciones que saben transformarse, que saben adaptarse al cambio del medio social en el que están y del cual se nutren, pueden aspirar a una relativa permanencia. La innovación organizativa, la revisión constante de estructuras, lejos de ser entonces la expresión de una discontinuidad histórica, es, por el contrario, la única garantía de una cierta y relativa continuidad, el único medio de vencer lo que desde ahora podemos dar por establecido, que es el primero y el más grave de los fenómenos patológicos de las organizaciones humanas, la anquilosis institucional[6].
[1] La Policía española, nº. 230, 24 de julio de 1897, “Una vez más”. El nº 416, del 8 de enero de 1902, se abría con un artículo titulado “Vocación”.
[2] Citado por La Policía española, nº 11, noviembre de 1962. “El medio siglo de la Dirección General de Seguridad”.
[3] Proemio al libro “Consultor de Policía, Estudios Jurídicos”, de Emilio Casals de Nis. Madrid, 1913.
[4] En la revista la Policía española, de 8 de mayo de 1901, nº. 384 se incluye el recorte siguiente: “A la hora de entrar en máquina el número llega a nuestro poder la siguiente relación: Carteristas: Italiano Signeur Joseth y su El Romano (Vicente). Franceses- Mr. Felipe, Mr. Miren y Monsieur Jean, El Vizco (y lo es). Españoles: EL Blanquet, el Waldini, el Capellanet, el Capitanet, el Oms (Baldomero), el Federico (Federico Labernia), el Tonda, el Cartagenero (Paco), el Félix (el Gallego) y el Menut de la Concha. Los nombres y apellidos Dios no sabe cómo son porque se llaman como quieren a cada momento. Pero que todos ellos nos visitarán por San Isidro es cierto”
[5] La Policía española, 16-6-1913, pags 3-4
[6] “La Administración española”, Madrid, 1972. Alianza editorial, pág. 102.